Bocadillos de la mesa del Rey
Eres el más hermoso de los hijos de los hombres”.
– Salmo 45:2.
La más excelsa figura jamás vista, el Hombre por antonomasia, ha sido una y otra vez, objeto de la inspiración de pintores de variada talla, y con distinto propósito y suerte.
Hay Cristos simbólicos, objetivos, realistas, y otros estilizados casi como esperpentos. Los hay bizantinos, los hay románicos. Ellos corresponden, bien a un ideal de época, o una estrecha visión particular.
Últimamente, los hay también a la medida de la época, delicados como féminas, figuras ‘unisex’ de raro gusto, verdaderos ‘modelos’ de belleza ambigua, inspirados por mentes que conocen a los desviados hombres de hoy, pero que no conocen al Cristo de Dios.
¿Estuvo alguno de ellos en el secreto de Dios para que Él le revelara a su Cristo? ¿Estuvo alguno de ellos en las agonías del Cristo, para que saliese de allí con una visión verdadera? Antes de esgrimir sus pinceles, ¿se detuvieron para quitarse el calzado de sus pies y consultar a Dios acerca de lo que pensaban hacer? ¿Temieron, acaso, llevar al lienzo la figura de aquél es el mismísimo Bendito de Dios encarnado, Poder, Sabiduría y Gloria de Dios?
No, sin duda, ninguno estuvo en el secreto, ni temieron, ni se descalzaron, ni pidieron. Pero en su ignorancia, en su pretensión, se atrevieron. Y sus pinceles se embadurnaron para juicio.
No os atreváis, pintores, a plasmar en tela burda el rostro inefable de Aquél que amamos sin haberle visto. De Aquél en quien creyendo, sin verlo, nos alegramos con gozo inefable y glorioso.
Nos os atreváis, pintores, a profanar su imagen, que sólo al Espíritu Santo es dado grabarlo en los pliegues más íntimos del corazón de sus escogidos.
Nos os atreváis, pintores, a hurgar en los arcanos de Dios, ni a pisotear lo que el Padre ha querido esconder. Que su Cristo quede escondido todavía de los profanos ojos, para que los que de verdad quieran conocerle le busquen con los ojos del espíritu, en el seno del Padre, único lugar donde en verdad le hallarán.
Nos os atreváis, pintores, que vuestros pinceles, en otras figuras impíamente embelesados, sean usados en pintar el rostro mismo de Dios.