El mensaje de Dios siempre va dirigido al corazón. El corazón es el centro de toda la actividad espiritual del hombre; por eso Dios se dirige allí.

José habló al corazón de sus hermanos y los consoló, luego de que ellos se afligieran temiendo la represalia de él (Gén. 50:21). Pablo hablaba al corazón de sus oyentes; por eso, ellos eran conmovidos y atraídos por su palabra (Hech. 16:14). El Señor mismo, en su ternura por su pueblo rebelde, decide llevarlo al desierto, y hablarle allí al corazón (Os. 2:14).

Sin embargo, no siempre los que hablan de parte de Dios dirigen su mensaje al corazón; no siempre reconocen que el mayor problema del hombre está en su corazón, no en su mente. El abismo más grande que el profeta de Dios ha de llenar es el corazón del hombre.

Abundan mucho los predicadores que entregan un mensaje para la mente; un mensaje que bien puede despertar admiración por las dotes exhibidas o por la erudición mostrada, pero que no satisface el hambre espiritual. Son predicadores secos, sin el Espíritu, que no han saciado su propia sed ni tampoco pueden saciar la de otros.

Cuántos púlpitos son ocupados por hombres que se han llenado la cabeza de información bíblica, y que lo único que esperan es traspasarla a la mente de sus oyentes. El producto de una mente ensimismada solo puede ocupar un lugar en la mente de los demás. Entonces, los que le escuchan no oirán a Dios, ni recibirán consuelo por la Palabra. Ellos seguirán siendo por mucho tiempo como el ciervo que brama, insatisfecho, por las corrientes de las aguas.

Cuántos predicadores hay que buscan el tema de su mensaje en un libro, en un periódico o en un manual del predicador. Tales cosas difícilmente pueden traer vida a los oyentes, porque la palabra de Dios surge del corazón de Dios.

¿Qué hará el que espera hablar de parte de Dios? Simplemente, oír lo que hay en el corazón de Dios para luego canalizarlo hacia el corazón del hombre. El predicador no es un florero, ni un pozo, ni siquiera un vaso. En cuanto profeta es, simplemente, un canal.

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