Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar; y esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres”.

– Isaías 5:1-2.

Me gusta fotografiar cosas pequeñas. Siento una atracción especial por los insectos y, entre estos, por las mariposas. Una vez un joven de la iglesia me regaló la crisálida de una Danaus Plexippus. La llevé a casa, la coloqué en un recipiente adecuado y durante varios días esperé a que naciera.

Pero algo estaba mal, pues cuando se cumplió el tiempo indicado, en lugar de nacer una mariposa Monarca, lo que sorpresivamente salió de la crisálida, por un pequeño orificio, fue un grupo de pequeñas avispas negras. La madre de estas había depositado sus huevos en la joven pupa para que sus hijos se nutrieran de ella matando así a la futura mariposa. Era el típico caso de parasitismo de Hymenópteras en Lepidópteras. Yo esperaba que naciera una Monarca, anhelaba ese día para hacer la fotografía… ¡Pero nacieron avispas!

Algo parecido, pero con unas terribles implicaciones no materiales sino espirituales, ocurrió con la nación escogida por el Señor. Él había removido la tierra, quitado las piedras y plantado semillas de la mejor calidad; esperaba, por lo tanto que Sus hijos produjeran uvas dulces, pero sólo cosechó de ellos uvas ácidas.

Igualmente en nosotros, Dios por medio de Su Espíritu Santo, ha sembrado en nuestros espíritus semillas de amor, de gozo, de paz, de paciencia, de benignidad, de fe, de mansedumbre y de dominio propio, y espera cosechar de nosotros el fruto de esas semillas. Lamentablemente, muchas veces Él sólo encuentra frutos malos, resultados que no esperaba.

“Señor: No quiero dar frutos malos ni decepcionarte. Ayúdame a no hacerlo. Deseo producir solo frutos que glorifiquen tu santo nombre y que te agraden en todo».

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