Las amplias y preciosas verdades de Dios pueden desvirtuarse en el corazón del hombre, y pasar a ser meras doctrinas si el Espíritu de Dios no las vivifica y aplica al corazón del creyente.
1. Posición y estado
Según la más ortodoxa doctrina –que también es una preciosa revelación– nosotros los hijos de Dios tenemos una posición gloriosa: estamos en Cristo. Estar «en Cristo» es algo infinitamente superior a toda posición en que pueda hallarse el hombre en esta tierra.
Estar en Cristo es gozar de la bienaventuranza del Padre, según la cual un hombre ha sido librado de la condenación porque ya es salvo; ha dejado el mundo porque ya es de Dios; sus pecados han sido perdonados, pertenece a una nueva creación; tiene un nuevo origen, tiene una nueva herencia y un nuevo y glorioso destino.
Estar en Cristo es tener la vida eterna, increada, dentro del corazón. Es haber recibido gratuitamente un legado incorruptible. Es tener no sólo lo que es de Cristo, sino tener a Cristo mismo.
Estar en Cristo es mejor que estar en el pináculo de la gloria humana, o en la cima de la riqueza. Nuestra posición en Cristo es invaluable. Jamás despreciemos esta herencia, porque es la adquisición de Cristo en el Calvario, por medio de su sangre preciosa, para nuestro bien y salvación.
Sin embargo, un cristiano ha de tener en cuenta -si quiere caminar hoy rectamente delante de Dios- no sólo su posición, sino también su estado. La verdad posicional, siendo un firme y seguro fundamento de nuestra fe, no desmerece ni invalida la verdad en cuanto a nuestro estado, necesario complemento de aquélla.
La verdad acerca de nuestra posición en Cristo es una verdad objetiva, porque es externa al creyente: se establece sobre la base de la obra consumada de Cristo Jesús en la cruz del Calvario. Nadie puede añadirle ni quitarle: es absolutamente suficiente. En este sentido, la verdad posicional es única e inmutable, como lo es también la posición de todos los hijos de Dios, no importando su condición particular.
Otra cosa distinta ocurre con nuestro estado delante de Dios. El estado del creyente es subjetivo, particular y único. Cada uno tiene un diferente estado delante de Dios, es decir, un diferente grado de consagración, de obediencia, una diferente medida de fructificación.
Nuestra posición en Cristo asegura que somos hijos de Dios, pero no asegura que, de hecho, seamos hijos fieles. Nuestra posición garantiza plenamente nuestra salvación, pero no garantiza necesariamente que vayamos a recibir la aprobación de Cristo en su augusto Tribunal. Según nuestra posición tenemos vida eterna, pero según nuestro caminar subjetivo podemos acceder al reino de Dios, o bien quedar excluidos de él.
Los hijos de Dios tenemos que conocer también cuál es nuestro estado presente, nuestro caminar subjetivo, si agrada a Dios o no. Preocuparnos sólo de nuestra posición y no de nuestro estado es riesgoso. Asimismo, ocuparnos sólo de nuestro estado, sin conocer nuestra posición, es una pérdida lamentable.
Si nos preocupamos sólo de nuestra posición, podemos sumirnos en la tibieza, en el relajo y la presunción; podemos llegar a pensar que lo tenemos todo, y no sólo eso, sino que también que lo sabemos todo, y que no necesitamos nada.
Y así, puede ocurrir algo verdaderamente lamentable: que teniendo a Dios, lleguemos a perderle, que teniendo a Cristo, lleguemos a excluirle de nuestro corazón. Porque Dios habita con el humilde de espíritu, y con el que tiembla a su palabra (Isaías 57:15; 66:2).
Creyendo que somos redimidos, podemos caer descuidadamente en la apostasía. Creyendo la verdad tocante a nuestra santidad perfecta en Cristo, podemos vivir cayendo en pecados morales. Creyendo que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, podemos llenarnos de juicio y aun de odio hacia los hermanos. Creyendo objetivamente que no somos de abajo, sino de arriba (y que estamos sentados en lugares celestiales) podemos vivir afanados en la tierra, amontonando tesoros vanos. Creyendo objetivamente que hemos sido justificados (es decir, hechos justos), podemos actuar como injustos.
¿No es todo esto una desgracia? ¿No es todo esto una ceguera y una vana presunción?
Aún más, el conocimiento mental y doctrinal de las verdades tocantes a la posición del creyente pueden llevarle a un manejo tan hábil de las Escrituras, que bien pueden tornarle absolutamente insensible e ignorante respecto de su real estado delante de Dios.
Esta es la situación de Laodicea. Ella dice ser algo, pero el juicio del Señor sobre ella deja en claro que su situación es muy diferente.
Tal vez lo más delicado de este desafortunado énfasis, es que se pueda profesar sin Cristo y sin el Espíritu Santo. Pasa a ser simplemente un asunto de conocimiento doctrinal, para lo cual no es necesario el Espíritu.
Atender sólo la verdad respecto de la posición y no del estado, nos vuelve insensibles a la voz del Espíritu, con la lamentable consecuencia que resbalamos en el Camino sin darnos cuenta de ello. ¡Si no damos lugar al Espíritu para que examine nuestra condición presente, no sabemos en qué pie estamos! Pensaremos que estamos ‘regados’, sin darnos cuenta que estamos ‘secos’.
Esto es lo que significa deslizarse (Hebreos 2:1). Pensaremos que dos o tres verdades de la Escritura son el todo de Dios, y funcionaremos ciegamente en torno a ellas, descuidando «lo más importante de la ley».
Si no tenemos el auxilio permanente del Espíritu, de sus amonestaciones; si hemos perdido la capacidad de oírle, entonces nuestro estado es de desgracia suma. Dios no podrá obtener provecho de nosotros y no podremos hacer su obra.
Conocer nuestra posición y no nuestro estado es quedar a medio camino. Es tener la base de nuestro caminar (el mapa) y no hacerlo. Es como saber leer y no leer nunca; es tener la teoría sin saber cómo proceder en la práctica. Es tener un doctorado en «religión» (doctrina, letra muerta), sin ser capaz de sentir el dolor ajeno a nuestro alrededor.
Es tener conocimiento sin espíritu. Y el conocimiento sin espíritu nos vuelve tiesos, indóciles para Dios. ¡Dios nos libre de esta desgracia! ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros!
2. Verdades objetivas y verdades subjetivas
La Biblia es un libro maravilloso. Allí encontramos cómo Dios piensa, cómo siente y como actúa. ¿No es un privilegio grande conocer a Dios así? Sus páginas están llenas de preciosas verdades, eternas, inmutables verdades. Por ellas no pasa el tiempo. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasará», dijo el Señor (Mat. 24:35). Estas son verdades objetivas, independientes y externas al sujeto.
Sin embargo, esas verdades tan grandes pueden no encontrar eco espiritual en el corazón del hombre, sino sólo un asentimiento mental, un conocimiento doctrinal. Cuando esto ocurre, no tienen la capacidad de vivificar.
Una persona puede repetir toda su vida el «Credo de los apóstoles» –que contiene hermosas verdades tocante a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo– sin que esas verdades produzcan necesariamente en su corazón un cambio de naturaleza. Seguirá estando lejos de Dios aunque tenga el nombre de Dios en sus labios todos los días de su vida. Nada eterno se producirá en su espíritu, estará para siempre destituido de la gloria de Dios.
Muchas verdades puede haber en la mente de un hombre, pero si no están en su corazón, no tendrán ningún efecto espiritual. Las verdades objetivas tienen que meterse dentro del corazón del hombre. ¿Cómo puede ser hecho esto? Esto sólo lo puede hacer el Espíritu de Dios.
Veamos un ejemplo: 1ª Corintios 1:30 es un breve versículo pero que contiene algunas verdades trascendentes: «Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención».
Aquí se dice que el Padre nos puso en Cristo. Este es un hecho eterno, anterior a la creación del mundo (ver Efesios 1). También se nos dice que Cristo ha venido a ser cuatro virtudes gloriosas para nosotros. Antes éramos necios, ahora Cristo es nuestra sabiduría. Antes éramos injustos, ahora Cristo es nuestra justicia. Antes éramos inmundos, y comunes, ahora Cristo es nuestra santificación. Antes estábamos perdidos, muertos en delitos y pecados, ahora Cristo es nuestra redención.
¡Maravillosas verdades! Creerlas es una bienaventuranza muy grande. Es tener el cielo abierto para nosotros, con todos sus tesoros insondables. Todo ello, en Cristo y por Cristo.
Ahora bien, pudiera darse el caso que tales verdades no hayan llegado a ser una verdad revelada, sino sólo una verdad comprendida mentalmente, y aun aceptada a ese nivel. ¿Qué ocurre entonces? En tal caso, tal verdad es una doctrina, pero no es vida. Es una sombra sin sustancia.
Un hombre puede llegar a tener muchísimas verdades de este tipo en su mente. Puede tener un repertorio de verdades doctrinales perfectamente ordenado, clasificadas por categorías, por clases y subclases, y darle una estructura muy racional, de tal manera que todo sea perfectamente comprensible. Sin embargo, a nivel del Espíritu no hay nada.
Si ese repertorio se transforma en un sistema doctrinal, entonces puede llenar el corazón de ese hombre de una vanidad muy grande. ¡Por fin tiene el consejo de Dios asimilado y metido dentro de su sistema! Es como si la mente de Dios se hubiera reducido a su tamaño, y Dios pensase a través de su pequeña mente.
Hay verdades eternas, gloriosas que han pasado a ser verdades fosilizadas en muchos hijos de Dios; verdades maravillosas, capaces de transformar vidas, y revolucionar el mundo entero, pero que simplemente son letra muerta. Es sólo conocimiento que envanece.
En tal caso, ese conocimiento es inútil contra los apetitos de la carne. Sólo la verdad vivificada por el Espíritu y aplicada al corazón del creyente tiene la fuerza para producir un cambio de naturaleza, de vida, de actitudes, de conducta.
Es sólo el Espíritu de Dios quien puede corregir esa distorsión. El Espíritu Santo fue enviado para cumplir una misión fundamental. Estamos en la dispensación del Espíritu, y si no le dejamos actuar, estamos perdidos.
Si los fariseos y escribas fueron hallados faltos porque se llenaron de la letra de la ley, olvidando su espíritu –en plena dispensación de la Ley–, ¿cuánto más en este día será motivo de pérdida el sumirnos en la mera doctrina, en la «letra de la gracia»?
Es el Espíritu y sólo el Espíritu quien nos puede socorrer para ser librados de esa caída.
El amor es el indicador perfecto
Cuando el corazón está vacío del Espíritu –aunque la mente esté atiborrada de grandes verdades– está vacío de amor y de piedad. Los demás no son ya prójimos y hermanos a los cuales amar, sino ignorantes, falsos y herejes a los cuales apartar y condenar.
El amor debe ocupar un lugar central entre todas las virtudes del cristiano. Aun la verdad ha de sostenerse en amor. Efesios 4:15 dice: «Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo…».
¿Cómo saber si nos estamos deslizando hacia el enciclopedismo doctrinal, y descuidando lo más importante de esta Vida? El amor tiene que hablarnos. Cuando el Espíritu está apagado y contristado, el amor desaparece, porque el primero de los frutos del Espíritu es el amor.
Cuando el Espíritu está contristado y el amor desaparece, las verdades escriturales adquieren tanta fuerza, que dejaremos fuera de nuestros débiles afectos a todo aquel que no entiende esas verdades como nosotros. ¡Qué pérdida hay en todo este asunto!
¡Pero tenemos oportunidad de volvernos a Dios! ¡El Espíritu está dispuesto a hacer su obra, si nosotros se lo permitimos! ¡Que el Señor nos conceda la abundancia de su Espíritu para escapar de las secas y áridas cuestas de la letra muerta, hacia la abundancia de las fuentes de agua viva, siempre fluyentes y refrescantes.