Apenas hay un paso entre mí y la muerte».
– 1 Samuel 20:3.
David y otros siervos de Dios vivieron experiencias en que vieron la muerte cara a cara. José, en el pozo al que le echaron sus hermanos; Moisés, mientras huía de Egipto; Jeremías, en la cisterna maloliente; los amigos de Daniel, en el horno; Daniel, en el foso de los leones; Pablo, en la ciudad de Damasco, de la que huyó descolgado en un canasto.
«Apenas hay un paso entre mí y la muerte», dice David, el recién ungido rey, rodeado tempranamente de enemigos, el principal de los cuales se sentaba en el propio trono de Israel. La vida de David, en aquellos primeros años, está llena de zozobras, sobresaltos, huidas; de ataques sorpresivos y de lágrimas. ¿La causa?
El apóstol Pablo da la explicación precisa, refiriéndose a su propia experiencia: «Tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos» (2ª Cor. 1:9). No hay ninguna teoría ni doctrina, por ortodoxa que sea, que enseñe mejor que una experiencia ‘límite’ lo que todo hombre de Dios debe saber acerca de la fragilidad del hombre y la providencia de Dios. Ver la muerte con sus fauces afiladas, experimentar la agonía que provoca, sentir que se es tragado por ella, que los pies ceden sin hallar punto de apoyo, es una lección imprescindible que todos necesitan aprender.
¿Cómo sabrían ellos verdaderamente que Dios resucita a los muertos, si nunca hubiesen estado bajo sentencia de muerte? ¿Podrá aprenderse solo leyendo la historia de la resurrección de Lázaro o del hijo de la viuda de Naín? No, la verdad acerca de Jesucristo como Resurrección y Vida solo puede ser aprendida cuando se es levantado de la muerte.
En algún momento de la vida, Dios, que ama a sus hijos, preparará todo para que ellos aprendan esta lección. Entonces sucederá que comenzarán a perder el control de lo que siempre controlaron, o surgirá en el horizonte una amenaza súbita, vendrá un insospechado descalabro o una enfermedad avasallante, en fin, algo que los lance al precipicio. Entonces todo se trastoca, todo se invierte y cambia. Los esfuerzos por hacer pie resultan vanos, y entonces ellos gritan; buscan ayuda, desesperan. Pero nada a su alrededor puede sostenerlos; nadie puede ayudarlos.
Miran hacia arriba, y el Cielo también se cierra. Negros presentimientos se abalanzan sobre el corazón. Echan mano a las promesas; recuerdan las misericordias antiguas, pero aún ellas parecen tan lejanas. ¿Qué o quién podrá salvarles?
Bajan rápidamente al Seol. Y bajan también con ellos los que aman, y aquello que aman. Y transcurre largo tiempo, mucho tiempo. (Tal vez no lo sea tanto, pero a ellos les parece). Entonces de pronto, gracias a Dios, una Mano les toma fuerte, y los levanta. Es la misma mano que sostuvo a Pedro cuando se hundía en el mar. Sí, es preciso conocerle la cara a la muerte, su espantable realidad, para amar más el rostro de Aquel que es capaz de librarnos de la muerte.
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