Casi al inicio de la historia bíblica, se alza un misterioso personaje trayendo un mensaje de Evangelio.
Entonces Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, sacó pan y vino…”
– Gén. 14:18.
Concluida la primera guerra que ensombrece las páginas de la Historia, Abraham regresa coronado por el éxito y cargado de botín. Súbitamente, aparece ante nuestros ojos una escena maravillosa, tanto por lo que revela como por lo que oculta. En las páginas de las Escrituras se alza un personaje que viene envuelto en gran misterio, y ya su mismo nombre atrae nuestra atención pues lleva un mensaje de Evangelio.
Emerge un personaje
En cuanto a dignidad terrenal, su posición es alta, ya que es rey de Salem. Por sus oficios sagrados también ocupa un lugar prominente, pues es sacerdote del Dios Altísimo. Si investigásemos su linaje, tropezaríamos con un velo imposible de traspasar. Sobre su vida, el sol nunca sale ni se oculta. Cuando aparece, lo hace con todo su vigor, luciendo como el sol de mediodía.
Tan oscuro es en su sublimidad y tan sublime en su oscuridad, que debemos preguntarnos si estamos solo ante un hombre. Al aparecer no trae sus manos vacías, ni sus labios guardan silencio. Reconforta al patriarca con provisiones para el camino, y a esto añade el aliento de la bendición en el nombre de Dios. El derecho a la reverencia y al homenaje pertenece a Abraham, y, no obstante, éste le entrega los diezmos de todo.
Pistas que conducen a Jesús
Este es el relato que nos ha llegado. Pero las Escrituras no se detienen aquí, sino que nos enseñan que todas estas líneas son pistas que nos conducen a Jesús. En este importante personaje vemos con gran claridad las glorias del oficio de nuestro Señor. Con una frase concisa las Escrituras nos dicen que Melquisedec es «hecho semejante al Hijo de Dios» (Heb. 7:3). Con frecuencia se anuncia que Jesús es «sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec». Por eso la fe, que solo subsiste mirando a Jesús, se sienta a Sus pies con gozo santo, al calor de los rayos del Evangelio.
¡Contempla a Melquisedec! Con sabio propósito, sus antepasados están ocultos a nuestra vista. También los primeros orígenes de Jesús están envueltos en nubes y oscuridad. Por generación eterna es el Hijo coeterno del Padre. Pero, ¿quién puede entender tal misterio? Es decir, que el que engendra no precede al engendrado, y el engendrado no es posterior al que actúa de padre.
Esta verdad es como un océano sin límites. Quedémonos a sus orillas con mansedumbre y admirémosla. Pero no nos apuremos porque no podemos sondear lo que es insondable.
Océano sin límites
El pináculo de esta verdad se oculta en lo profundo de los cielos, y nosotros, pobres gusanos terrenos, debemos permanecer con reverencia en torno a su base. Para conocer la esencia de Dios debemos poseer, primero, la mente de Dios. Para verle como es, debemos ser como él es. Para medir las dimensiones de su naturaleza, debemos poseer su infinidad, y sentarnos en su trono como amigos.
Leemos, y sabemos que Jesús es, por generación eterna, Dios verdadero. Si bien es verdad que no podemos sumergirnos hasta lo profundo, podemos, al menos, refrescar nuestras almas en las aguas de la superficie. Porque todo esto significa que Cristo es suficiente para pactar con Dios y para satisfacerle, salvando así a su pueblo hasta el fin.
No podemos ver la cuna de Melquisedec, es cierto; pero le vemos sobre la tierra hecho ya hombre. Los testigos oculares, que oyeron y tocaron a Jesús, dan testimonio de que también él anduvo en este tabernáculo de barro, pudiendo así derramar su sangre para nuestro rescate.
Así es Jesús
En cuanto a Melquisedec, no podemos hallar ni su principio ni su fin. La investigación no nos revelará cuándo empezó o cesó de existir. Así es Jesús. Su piedad es como un día imperecedero que se extiende de una eternidad a otra. Su ser fluye como una corriente continua.
Antes de que el tiempo existiera su nombre era «Yo soy el que soy». Cuando el tiempo concluya su nombre seguirá siendo «Yo soy el que soy».
Lector, ¿no te causa asombro tal grandeza? Tal vez te preguntes si puedes acercarte y echarte en sus brazos. No lo dudes. Mira a Jesús. Su amor es tan eterno como su ser. No ha vivido ni nunca vivirá dejando de tener a su pueblo grabado en su corazón: «Con amor eterno te he amado; por tanto te prolongué mi misericordia». Los muros de Sion se alzan perpetuamente ante él. Tan grande inmensidad da aliento, porque es la inmensidad de una gracia tierna.
Melquisedec. ¡Cuán grande es este nombre! Quien lo pronuncia está en realidad diciendo: Rey de justicia. Pero, ¿quién sino Jesús puede reclamar tal título en todo su significado? Porque, ¿qué es su obra, y qué su persona sino la gloria de la justicia? Desde que Adán cayó, la tierra no ha visto justicia excepto en Él.
Su reino es, primero, justicia, y luego paz (Rom. 14:17). Existe allí un trono, justamente erigido, que administra la justicia. Todos sus estatutos, preceptos y órdenes; cada decreto, cada recompensa o castigo es como un rayo de justicia.
Cada súbdito aparece luminoso con los ropajes reales de la pureza, ciñendo una corona de justicia (2ª Tim. 4:8). Cada uno se deleita en su nueva naturaleza de justicia.
Un abrigo de calma
Lector, ¿no anhelas ser justo como él también es justo? Solo existe un camino: aférrate a Jesús. Su Espíritu matará en ti el amor al pecado, y te dará la simiente viva de la justicia.
Melquisedec era un monarca local. Su ciudad estaba adornada con el nombre de Salem, que significa Paz. La guerra que había azotado el país no afectó a sus pacíficos ciudadanos. Y aquí tenemos de nuevo un dulce símbolo del bienaventurado reino de Jesús. Sus dominios, envueltos en una atmósfera de paz, son como un abrigo de calma imperturbable.
El cielo ha firmado la paz con los habitantes de este reino. El pecado se rebeló y despertó la ira divina tiñendo de cólera cada atributo de Dios. Se desenvainó la espada de la venganza y las flechas destructoras apuntaron hacia este mundo de iniquidad. Pero he aquí que viene Jesús y limpia a su rebaño de toda mancha de maldad. Él es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El ojo examinador de Dios no puede hallar causa alguna de enemistad, y su sonrisa desciende sobre ese reino lavado con sangre.
Otro corazón
También sus ciudadanos tienen paz con el cielo, porque aunque el pecado les había llenado de odio a la santidad de Dios, de temor a su brazo vengador, y aversión a su presencia, Jesús, por medio de su Espíritu, arranca ese corazón de piedra e implanta otro lleno de amor filial. Y ahora solo hay deleite en acercarse a Dios, andar a su lado, escuchar su voz y cantar sus alabanzas.
Los habitantes del reino tienen paz interior. Al ver la cruz se aquieta toda tormenta de la conciencia, y la voz acusadora de Satán se apaga. Ellos pueden ver a un Redentor divino que apaga con su sangre las llamas del infierno y construye con sus méritos el palacio celestial.
Lector, no existe la paz fuera de este Salem. Solo dentro de sus muros se oye un canto de paz perfecta. Sus puertas aún están abiertas. El Príncipe de Paz está llamando. ¡Bienaventurados los que le oyen y se apresuran a recibir el reposo que él da!
Melquisedec ejercía las funciones más santas. Era sacerdote consagrado del Dios Altísimo. Siendo rey, ocupa un lugar sobre los demás hombres; y siendo sacerdote, está ante Dios continuamente. Este mismo santo oficio es el que Jesús posee, y no desdeña obra alguna que pueda servir a la iglesia.
Un altar: Cristo
La entrada del pecado requiere una expiación, porque no hay pecador que pueda aproximarse, sin una causa que borre la culpa, a un Dios que odia el pecado. Y esta expiación solo se puede realizar mediante la muerte de una víctima propiciatoria, y esta víctima solo puede morir a manos de un sacrificador. Por esta razón necesitamos un sacerdote que celebre este rito cruento, y en Jesús hallamos todo lo necesario. Por lo tanto, creyente, exclama con gozo que Cristo es tu todo.
Hay un altar: Cristo. Ningún otro sería suficiente. Solo él puede sostener la víctima que ha de llevar los pecados del pueblo. Traen un cordero, y ese cordero es Cristo. Ningún otro posee en su sangre un mérito equiparable a la culpa del hombre. Por ello, Jesús, Dios en esencia y hombre en persona, se extiende sobre el madero maldito. Pero, ¿qué sacerdote se atreverá a acercarse a este altar sobrenatural? ¿Qué mano se alzará contra esa víctima divina? Su sola vista haría temblar a un hombre hasta consumirlo. Jesús, pues, tiene que ser el Sacerdote.
Un perdón eterno
Pero, ¿puede él sacrificarse a sí mismo? Lector, la voluntad de Dios viene determinada por su naturaleza. Su corazón está lleno de amor por su pueblo. Cristo mira a Dios y mira a su iglesia, y da su sangre con gozo. Creyente, abre bien los ojos de la fe y contempla la obra gloriosa de tu glorioso Sumo Sacerdote. Cristo no se perdona a sí mismo, para que todos aquellos que se refugien en él puedan ser perdonados para siempre.
Pero hay que hacer notar que el Cordero ha muerto una vez para siempre. La obra del Sacerdote en la tierra ha sido concluida para siempre. Las tinieblas se han disipado. El Sacerdote ha entrado con su propia sangre en el Lugar Santísimo, obteniendo así eterna redención.
¿Hay aún quien se atreva a hablar de sacerdotes, altares y sacrificios en la tierra? Que tengan cuidado y lo consideren. Es algo grave jugar con el lenguaje del Espíritu y con los nombres de Jesús. Lo que empieza por la ignorancia puede terminar en la muerte. En la obra del Sacerdote aquí abajo hay esta gloriosa inscripción: «Consumado es». Y en su obra allá arriba está escrito: «Nunca cesa». Jesús vive, y por ello su oficio vive también.
Creyente, mírale, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, con sus vestiduras sacerdotales. Sobre sus hombros están los nombres del verdadero Israel, que es una prueba de que, mientras su corazón palpite, lo hace por ellos. La voz de su intercesión siempre se oye y siempre triunfa. «Padre, perdónalos»; y son perdonados. «Padre, ten misericordia de ellos»; y las misericordias descienden rápidas. El incienso de su intercesión asciende continuamente. «Padre, bendícelos»; y son bendecidos. Con su mano extendida, él recoge todas sus ofrendas de oración, alabanza y servicio. Luego las perfuma con la rica fragancia de sus méritos. Todo lo dignifica con su dignidad, y así nuestra pobreza se convierte en gran bienestar.
Pan y vino
Melquisedec sale al encuentro de Abraham con pan y vino. El agotado guerrero se halla débil y muy cansado, pero esta provisión le reconforta. El Señor cuida con ternura las necesidades de su pueblo. La maldición sobre los amonitas es terrible por haber negado pan y agua a Israel cuando iban de camino después de salir de Egipto (Dt. 23:4).
Aquí tenemos otra imagen de nuestro gran Sumo Sacerdote. Con divina generosidad, Cristo provee todo lo que necesita una fortaleza desgastada, un espíritu decaído o un corazón desmayado.
La batalla de la fe es dura; el sendero de la vida nos parece, con frecuencia, largo; pero a cada paso nos encontramos con salas de banquete abiertas con toda clase de deleites preparados. Tenemos el manjar sólido de la Palabra; las copas rebosantes de promesas; las fuentes abundantes de las ordenanzas; los símbolos, que son como el maná de la mano de Dios; y tenemos también el aliento espiritual del cuerpo que él entregó y la sangre que derramó.
Nuestro verdadero Melquisedec nos invita a que nos acerquemos. Y mientras nos regalamos con fe vivificante, aquella voz amorosa se deja oír diciendo: «Bendito seas del Dios Altísimo».
El patriarca, con reverencia agradecida, ofrenda los diezmos de todo. ¡Oh alma mía! ¿Qué darás tú al gran sumo Sacerdote? Dile con lenguaje de adoración: Señor, yo soy tuyo; tú me has comprado con tu sangre; tú me has ganado con la ternura de tu gracia; tú me has llamado con tu voz irresistible; tú me has subyugado con tu Espíritu. Soy tuyo. Mi alma es tuya para adorarte; mi corazón es tuyo para amarte, y mi cuerpo para servirte. Con mi lengua te alabaré, y mi vida es tuya para glorificarte. Mi eternidad es tuya para contemplarte, para seguirte, para cantar tu nombre. Aun la eternidad es demasiado breve para que un alma redimida glorifique a Jesús, el Redentor.
http://www.scribd.com/doc/11508182/El-Evangelio-en-Genesis