La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia.
Una dama insobornable
En la Roma Imperial, bajo el emperador Decio (s.III), vivió Agata, una dama siciliana, notable por sus dotes personales y adquiridas como por su piedad. Tal era su hermosura que Quintiano, gobernador de Sicilia, se enamoró de ella, e hizo muchos intentos por vencer su castidad, pero sin éxito. A fin de gratificar sus pasiones con la mayor facilidad, puso a la virtuosa dama en manos de Afrodica, una mujer infame y licenciosa. Esta miserable trató, con sus artificios, de ganarla a la deseada prostitución, pero vio fallidos todos sus esfuerzos, porque la castidad de Agata era inexpugnable, y ella sabía muy bien que sólo la virtud podría procurar una verdadera dicha.
Afrodica hizo saber a Quintiano la inutilidad de sus esfuerzos, y éste, enfurecido al ver sus designios torcidos, cambió su concupiscencia en resentimiento. Al confesar ella que era cristiana, decidió satisfacerse con la venganza, ya que no lo pudo hacer con su pasión. Siguiendo órdenes suyas, fue flagelada, quemada con hierros candentes, y desgarrada con aguzados garfios. Habiendo soportado estas torturas con una admirable fortaleza, fue luego puesta desnuda sobre ascuas mezcladas con vidrio, y luego devuelta a la cárcel, donde expiró el 5 de febrero del 251.
John Fox, «El libro de los mártires».
El valor concedido a un anciano
Durante el reinado de Luis XIV, conocido como “el Rey Sol”, fueron perseguidos con gran saña los cristianos no católicos. Uno de ellos, Honnel, pastor de 71 años de edad, fue condenado a morir atado a una rueda.
Estando en el suplicio, exclamaba: “Durante 43 años no he enseñado más que la Sagrada Escritura y yo os exhorto a que jamás la abandonéis. Mis sufrimientos son horribles; pero si mil vidas tuviera otras tantas sacrificaría por el amor de mi Señor que sufrió en la cruz”. El verdugo le dijo: “¿Quieres predicar aún?”, y con un golpe le rompió el brazo derecho. “Señor, Dios mío, ten piedad de mí –exclamó el mártir–. Dame fuerzas para sufrir”. Y el Señor se la otorgó, pues durante cinco horas le quebrantaron todos los huesos, uno tras otro, y no se le escapó ni una queja.
Samuel Vila, «El cristianismo evangélico».
El ejemplo del hijo
Siglo XX. Rumania. Un pastor, cuyo nombre era Florescu, fue torturado con cuchillos y hierros al rojo vivo. Lo golpearon salvajemente. En seguida introdujeron enormes ratas hambrientas a través de un caño en su celda. No podía dormir porque tenía que defenderse. Tan pronto se descuidaba y cabeceaba, las ratas lo atacaban.
Los carceleros querían obligarle a denunciar a sus hermanos en la fe, pero él resistió firmemente. Por último, trajeron a su hijo, de catorce años, y comenzaron a azotarlo en su presencia, advirtiéndole que el castigo continuaría hasta que entregase la información pedida. El pobre hombre ya casi había perdido la razón. Resistió todo lo que pudo, pero al final, cuando no podía más, se dirigió a su hijo: “Alejandro, debo decirles lo que quieren. ¡No puedo soportar que te sigan torturando!”.
Su hijo le respondió: “¡Papá, no cometas conmigo la injusticia de tener por padre a un traidor. Sopórtalo. Si me matan, moriré gritando: Jesús y mi patria!”. Los carceleros, enfurecidos por tal respuesta, se lanzaron sobre el muchacho y lo mataron a golpes. Murió alabando a Dios. Después de ver aquello, nuestro querido hermano Florescu nunca pudo ser el mismo de antes.
Richard Wurmbrand, «Torturado por Cristo».