Los nombres de Marta y María, hermanas de Lázaro, aparecen en la Escritura asociados al Señor Jesús. Veamos tres escenas en la vida de ellas, que nos dan ejemplos para las hijas de Dios de todos los tiempos.
Primera escena (Lc. 10:38-42). Jesús es recibido en casa de Marta y María. Marta, la mayor, como buena dueña de casa, va y viene, todo lo dispone, ningún detalle se le escapa. En tanto, María, sentándose a los pies de Jesús, oye su palabra. Ella no tiene ojos ni oídos para nadie más. ¿Quién podría impedirle estar allí? De pronto, Marta se acerca a Jesús y le dice: «Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude». Pero él le dice: «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada».
Marta tuvo la oportunidad única de recibir al Señor en su casa, y apenas le prestó atención. Se ocupó más bien de las cosas que del Señor de todas las cosas. Pero María tuvo ojos ungidos para ver la preciosidad del Señor.
Segunda escena (Jn. 11:17-35). Lázaro murió hace ya cuatro días, y el Señor no aparece. De pronto, el Señor llega. Marta le recrimina porque no evitó que Lázaro muriera. María, al ver a Jesús, cae a sus pies, y habla al Señor con tal sentimiento, que él, al verla llorando, se conmueve en su espíritu, y llora. Marta argumentó, pero María tocó el corazón del Señor. Marta estuvo erguida, María cayó postrada a los pies del Señor. Quien ha estado sentado junto a él en los días de paz, bien puede caer a sus pies en el día de la aflicción. ¿Dónde hallará mayor refugio?
Luego, el Señor pide ir a la tumba y resucita a Lázaro. ¡Qué tremendo es conmover el corazón del Señor! ¡Muchas cosas gloriosas suceden entonces!
Tercera escena (Jn. 12:1-8). Jesús visita de nuevo a la familia, y ahora Lázaro está a la mesa. Marta, en lo suyo, sirviendo. De pronto, María se acerca al Señor con un frasco de perfume carísimo. Y delante de todos, derrama el perfume sobre los pies del Señor, y luego los seca con sus propios cabellos. María acaricia los pies amados, cansados por los largos caminos. Sus movimientos son llenos de infinita ternura. Las lágrimas surcan sus mejillas. Nadie dice nada. Todos observan ese acto de amor único, inédito. Solo Judas reclama por el derroche. Pero el Señor sale en defensa de María. Ella se ha anticipado a ungirle para la sepultura.
El apóstol Juan, cuando escribe su evangelio, muchos años después de ocurridos los hechos, recuerda con insistencia: «María fue la que ungió al Señor con el perfume, y le enjugó los pies con sus cabellos» (Jn. 11:2). Esto es maravilloso.
Las Marías son las que perfuman la casa de Dios con el derroche de su vida. Las Marías son las que reciben la aprobación de Dios. Las Marías son las que se vuelven al Señor con todo su corazón, en una ofrenda grata, cada día.
¿Cuál ha de ser el nombre de cada una de las hijas de Dios? ¡María!
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