La torta para el té
Siendo un joven alumno de la Cruzada Evangelística Mundial, en Glasgow (Escocia), el hermano Andrés debió realizar su primer viaje de instrucción en evangelismo. Este tipo de viajes –según lo estipulaba el reglamento– era considerado “un aprendizaje para confiar en Dios”. La experiencia más difícil la tuvieron un fin de semana en que celebraban unas reuniones en Edimburgo. El primer día habían conseguido reunir a un lindo grupo de jóvenes, y estaban haciendo planes para una próxima reunión.
De pronto, sin consultar con nadie, uno de los jóvenes “evangelistas” dijo:
–Quisiéramos que mañana en la tarde vengan todos, antes de la reunión, para tomar un té con nosotros, a las cuatro de la tarde.
Doce de ellos se mostraron entusiasmados con la idea. Sin embargo, los demás “evangelistas” se sintieron horrorizados. No tenían té, ni torta, ni pan con mantequilla. ¡Tenían nada más que cinco tazas! La última moneda la habían gastado en el arriendo del salón. ¡Esa sí sería una prueba respecto del cuidado de Dios! Después de la reunión se les acercaron varios jóvenes para decirles que les gustaría cooperar. Uno ofreció leche, otro media libra de té, otro azúcar. Una muchachita se ofreció para traer platos. Sin embargo, todavía faltaba lo más importante: la torta. Un té sin torta no es té para los jóvenes escoceses.
Esa noche, en sus oraciones, presentaron el asunto al Señor.
–Estamos en un aprieto –le dijeron–. De alguna manera tenemos que conseguir una torta. ¿Nos la darás?
Esa noche, mientras intentaban dormirse acostados sobre el piso del salón, jugaban a las adivinanzas. ¿De qué manera les proveería la torta el Señor? Todos propusieron alguna idea de cómo lo haría. A la mañana siguiente, casi esperaban que un mensajero celestial llamara a la puerta trayéndoles una torta, pero no fue ninguno. Llegó el correo de la mañana, pero no había dinero en las cartas. Una hermana de una congregación cercana vino para ofrecer su ayuda. “Torta” era la palabra que tenían a flor de labios, pero se la tragaron.
El té estaba anunciado para las cuatro de la tarde. A las tres ya habían preparado las mesas pero no tenían la torta. Las tres y media. Pusieron a hervir el agua. Tres cuarenta y cinco. Sonó el timbre. Corrieron a la puerta. Allí estaba el cartero. En sus manos tenía una caja de regular tamaño.
–¡Hola, muchachos! –dijo–. Tengo algo para ustedes. Me parece que es comida.
Entregó el paquete, y agregó:
–Ya pasó la hora de la distribución, pero no me gusta dejar paquetes perecibles hasta el día siguiente.
Le agradecieron profusamente y tan pronto cerró la puerta, el que tenía la caja se la entregó ceremoniosamente a Andrés.
–Es para ti, Andy – le dijo – de un tal William Hopkins, de Londres.
(Andrés lo recordaba perfectamente: era su anfitrión, que lo había albergado en su estadía en esa ciudad). Andrés tomó la caja y la desenvolvió con todo cuidado. Adentro no venía ninguna nota. Era una gran caja blanca. En lo profundo de su corazón sabía que podía permitirse el lujo de abrirla lentamente. Al hacerlo, adentro vio, en perfecto estado, para ser admirada por cinco pares de atónitos ojos, una enorme y apetitosa torta de chocolate.
El hermano Andrés, en El contrabandista de Dios.
¿Te pondrías de pie?
Había un profesor de Filosofía que era un ateo profundamente comprometido. Su principal meta cada semestre era probar que Dios no podía existir. Sus alumnos siempre tuvieron miedo de discutir con él por su lógica impecable. Durante 20 años pensó que nadie en su clase y fuera de ella tenia el valor de ir en su contra. Claro, algunos habían discutido en clase alguna vez, pero nunca realmente en su contra, y no lo hacían porque él tenía una gran reputación.
Al final de cada semestre, en el último día, el pediría a su clase de 300 estudiantes: «Si hay alguien que todavía cree en Jesús, ¡póngase de pie!». En 20 años, nunca nadie lo hizo. Ellos sabían lo que venía después. Él diría: «Porque todo aquel que cree en Dios es un tonto. Si Dios existiera, él lo demostraría impidiendo que este pedazo de tiza se rompiera al golpear el piso; sería tan sencillo para Él probar que es Dios, y aun así no puede hacerlo».
Y así, cada año azotaba un pedazo de tiza en el suelo para que se rompiera en pedazos. Los estudiantes no podían hacer más que mirar. La mayoría de los estudiantes terminaban convencidos de que Dios no existe. Ciertamente, uno que otro cristiano se había infiltrado, pero por 20 años habían tenido miedo de ponerse de pie.
Pues bien, hace unos años, un joven que había oído historias sobre este maestro, se inscribió en esta clase, pues sin ella no podría terminar su carrera. Tenía miedo. Durante los primeros 3 meses de aquel semestre, él oraba todos los días por tener el valor de ponerse de pie, sin importar lo que dijera el maestro, o lo que pensaran sus compañeros de clase. Nada de lo que dijeran quebrantaría su fe.
Finalmente llego el día. El profesor dijo: «Si hay alguien que todavía cree en Dios, ¡que se ponga de pie!». El profesor y la clase de 300 alumnos lo miraron fijamente, en shock, al momento que se ponía de pie en el fondo del salón.
El profesor gritó: «¡TONTO! Si Dios existiera, él lo probaría evitando que este pedazo de tiza se rompa al golpear el piso!». Acto seguido, arrojó la tiza, pero al momento que lo hizo, la tiza se resbaló de sus dedos y fue resbalando por su manga, por los pliegues de su pantalón, y por su zapato, hasta que, intacto, rodó por el suelo.
El profesor quedó con la boca abierta observando la tiza entera. Después levantó su mirada al joven que estaba de pie y salió corriendo del salón. El joven, entonces, pasó al frente del salón y habló de su fe en Jesús por la siguiente media hora. Los 300 estudiantes escucharon cómo hablaba del amor de Dios hacia ellos y de su poder.