En uno de sus viajes por el mundo, George Müller tuvo la siguiente maravillosa respuesta a la oración. D.M. Whittle, testigo de ella, la relata así:
«Encontré al señor Müller en el tren expreso en la mañana de nuestra salida de Quebec para Liverpool. Como media hora antes de ir a bordo de la lancha que iba a llevar los pasajeros al vapor, preguntó al agente si había llegado una silla hamaca para él desde Nueva York. El hombre contestó: «No; y ahora no puede llegar a tiempo».
Yo tenía conmigo la silla que acababa de comprar, e informé al señor Müller que había un lugar muy cercano donde podía comprar una, recordándole que quedaba muy poco tiempo para la salida de la lancha. «No, hermano mío, –fue la respuesta– nuestro Padre celestial mandará la silla desde Nueva York. Es la silla que mi esposa acostumbra usar. Hace diez días que escribí a un hermano, quien prometió enviármela la semana pasada. No ha sido tan activo como era de desear, pero estoy seguro que nuestro Padre celestial nos mandará la silla. Mi señora sufre bastante en el mar, y ha expresado especial deseo de tener la misma silla y, al no encontrarla aquí ayer, hemos hecho oración definitiva que nuestro Padre celestial la hiciera llegar a tiempo, y vamos a confiar en él que así será».
Tengo que confesar que, al oírle, yo temí que el señor Müller estuviera llevando a un peligroso extremo su principio de andar siempre por fe, y que no obraba prudentemente. Me detuvieron en la oficina de la Compañía como diez minutos después de la salida del señor Müller. Precisamente en el momento cuando yo iba a darme prisa para llegar al muelle a tiempo, venía un carro por la calle con varios artículos recién llegados de Nueva York, y encima de estos se veía la silla del señor Müller.
Fue despachada a la lancha en seguida, y entregada en mis manos para llevarla al señor Müller, precisamente cuando la lancha salía del muelle (el Señor quería enseñarme una lección). El señor Müller la recibió con la expresión de un niño que acaba de experimentar una nueva prueba de un amor profundamente apreciado. Se quitó el sombrero y, poniendo juntas las manos, dio gracias al Padre celestial por haberle mandado la silla».
En «Jorge Müller de Bristol», por G.M.J. Lear