El valor de una Biblia
En su libro “El contrabandista de Dios”, el hermano Andrés, de nacionalidad holandesa, cuenta que, en uno de sus viajes a Rusia en la década de los sesenta –en plena “Guerra Fría”– asistió a una reunión cristiana en Moscú, buscando contactos para entregar su cargamento de Biblias de contrabando.
Al terminar la reunión, mientras se saludaban los fieles en el vestíbulo, su atención y la de Hans, su acompañante, se fijaron en un hombre de mediana edad, que estaba solo, observando apegado a una pared. Ambos sintieron un impulso de acercarse a él. Pese a los legítimos recelos del hombre, lograron entablar conversación.
Se trataba de un cristiano de Siberia que pertenecía a una congregación de unos ciento cincuenta hermanos, en la cual no había ni siquiera una Biblia. Un día, en un sueño, se le dijo que viajara a Moscú, porque allí iba a encontrar una Biblia para la iglesia. Al principio él se resistió ante la idea, porque sabía que en Moscú también había escasez de Biblias. Pero había venido y ahí estaba ahora, esperando pacientemente su Biblia.
Cuando terminaron de oír la historia, Andrés y Hans se miraron, perplejos. Entonces, Hans le resumió en breves palabras al cristiano ruso la historia completa:
— A usted le dijeron en Siberia que viniera hacia el este 3200 kms. para conseguir una Biblia, y a nosotros, en Holanda nos dijeron que fuéramos hacia el oeste 3200 kms. llevando Biblias a las iglesias de Rusia. Y aquí estamos esta noche, reconociéndonos en el mismo momento en que nos encontramos.
Cuando le entregaron su Biblia –la primera de varias– el cristiano siberiano se quedó atónito. Sostuvo su Biblia a la distancia de su brazo y la miró detenidamente. Después miró a sus benefactores y volvió a mirar su Biblia. Entonces, súbitamente, se rompió el dique de sus emociones y llenó el ambiente con ruidosas expresiones de gratitud y abrazos.
El hermano Andrés, en El contrabandista de Dios.
Un hermoso vestido blanco
Hawa Ahmed era una estudiante musulmana del norte de África. Después de haber leído un tratado cristiano en su dormitorio, decidió hacerse cristiana.
Su padre era un emir (jefe musulmán), así que ella sabía que perdería su herencia a causa de su conversión. Pero lo que ocurrió fue para ella inesperado. Cuando contó a su familia que era cristiana, y que se había cambiado el nombre a ”Faith” (Fe), su padre explotó en ira. Entonces, su padre y sus hermanos la ataron a una silla, desnuda, con una plancha de metal pegada a su cuerpo para electrocutarla. Faith les rogó que al menos le dejaran la Biblia en su regazo.
Su padre respondió:
— Si quieres morir con tu religión falsa, que así sea.
Uno de sus hermanos agregó:
— Esto te demostrará que tu religión no tiene poder.
Aunque estaba atada, pudo tocar una esquina de la Biblia. Sintió una extraña paz, como si alguien estuviera de pie a su lado.
Su padre y hermanos pusieron el enchufe, pero nada ocurrió. Intentaron cuatro veces con otros cables, pero era como si la electricidad se negara a fluir por ellos.
Finalmente, su padre, enfadado y frustrado, la golpeó y le gritó:
— Ya no eres mi hija —. Y la lanzó a la calle, desnuda. Ella corrió por las calles, llena de dolor y humillación. La gente la miraba, pero no como escandalizada, sino más bien con curiosidad.
Temblando y llorando corrió a casa de una amiga. Su amiga la recibió, la vistió y la protegió.
Al día siguiente, su amiga le preguntó a los vecinos qué habían pensado al ver a Faith correr por las calles desnuda.
— ¿Qué es lo que dices?—le preguntaron –. La joven tenía puesto un maravilloso vestido blanco. Y nos preguntábamos por qué alguien tan bien vestida tendría que ir corriendo por las calles.
Dios había cubierto su desnudez de los ojos de ellos, vistiéndola con un hermoso vestido blanco. Hoy, Faith es una evangelista de tiempo completo.
Tomado de “Christianity Today”.
Públicamente específico
David Wilkerson recuerda que a la edad de 12 años tuvo una experiencia que le permitió poner en práctica la enseñanza que su abuelo –un fogoso evangelista– le había dado, de ser “públicamente específico” en sus oraciones.
Llegaba un día a su casa del colegio cuando se encontró con la terrible noticia de que su padre –el pastor Kenneth Wilkerson– se moría a causa de una crisis en sus úlceras duodenales. El médico le había dado dos horas de vida. David escuchó la terrible sentencia del médico de labios de su madre, y decidió bajar al sótano para orar. Allí oró tan fervientemente como pudo, para contrarrestar su falta de fe. Pero él no sabía que su voz se escuchaba claramente en el dormitorio de su padre, gracias a las tuberías de la calefacción, que hacían las veces de verdaderos megáfonos.
Su padre lo mandó llamar, y pidió a su esposa que leyese Mateo 21:22: “Y todo lo que pidieries en oración, creyendo, lo recibiréis.” Lo leyó una docena de veces. Después, David se acercó a su padre, y oró:
— Jesús, yo creo lo que tú dices en tu Palabra. Sana a mi papá.
En seguida, se acercó a la puerta y anunció al doctor y los ancianos de la iglesia, que esperaban afuera:
— Doctor, le ruego que venga. Yo he … orado creyendo que mi papá mejorará.
El doctor se acercó con una sonrisa cariñosa y compasiva (pero totalmente incrédula), y examinó a su padre. Le preguntó cómo se sentía.
— Como si una nueva fuerza me corriera por el cuerpo – contestó.
— Kenneth – dijo el médico – acabo de ser testigo de un milagro.
El pastor Wilkerson fue sanado ese día.
David Wilkerson en La cruz y el puñal.