En las Escrituras leemos muchas veces que el hombre es enemigo de Dios; pero en ningún pasaje de ellas se dice expresamente que Satanás es enemigo de Dios (Stgo. 4:4). Sin embargo, las Escrituras dicen en muchos lugares que Satanás es nuestro adversario, el enemigo de nuestras almas (1 Pd. 5:8); un enemigo que con astucias y artimañas engaña y tienta a los hombres desde el principio –como pasó con nuestros padres en el jardín de Edén–, y lo hará hasta el final, hasta aquel día cuando sea definitivamente arrojado en el lago de fuego, preparado para él y para sus ángeles (Ap. 20:10; Mat. 25:41).
A ese enemigo, más poderoso que nosotros, muchas veces lo vemos como un gigante; y no podemos vencerlo por nosotros mismos, y mucho menos con nuestras armas carnales. Esas luchas son en los lugares celestiales (Ef. 6:12). Pero encontramos un propósito bendito de Dios en esta lucha, y hasta podemos decir que Dios mismo es quien dejó esos enemigos para ejercitarnos en la batalla: «Estas, pues, son las naciones que dejó Jehová para probar con ellas a Israel, a todos aquellos que no habían conocido todas las guerras de Canaán; solamente para que el linaje de los hijos de Israel conociese la guerra, para que la enseñasen a los que antes no la habían conocido» (Jue. 3:1-2).
A menudo, atribuimos a Satanás aquello que sembramos en la carne. Recogemos lo que plantamos. Si sembramos en la carne segaremos corrupción, pero si sembramos en el Espíritu, segaremos vida eterna. Las luchas espirituales tienen como propósito el crecimiento espiritual. Como vimos en Jueces 3, son para ejercitarnos en la guerra, para hacernos madurar espiritualmente y conocer a nuestro Señor Jesucristo, el victorioso (Ap. 6.2), aquel que lleva escrito en su vestidura y en su muslo: «Rey de reyes y Señor de señores». ¡Aleluya!
Hemos aprendido del Señor, que llegó el tiempo en que dejemos de ser niños y nos tornemos jóvenes espirituales. El niño conoce al Padre, pero el joven es fuerte y vence el maligno (1 Jn. 2:14). Muchas veces pensamos que solo con oraciones venceremos al maligno. Las oraciones son para poner nuestra debilidad y nuestra esperanza en nuestro Dios delante de nuestros enemigos, pero la victoria viene por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio (Ap. 12:11); por la sangre preciosa que nos perdonó, nos compró, nos justificó, y por la palabra de Dios.
Las oraciones son para clamar a nuestro Dios, el Señor de los ejércitos, que pelea por nosotros contra nuestros enemigos para salvarnos (Dt. 20:4), pero la fortaleza viene del Señor, y para esto nos preparó una armadura, a fin de que resistamos en el día malo, y también entremos en la batalla (Ef. 6:10-18).
Esta lucha no es personal, porque esta armadura es para la iglesia, para todo el Cuerpo. Lo que es el pie, calza las sandalias; el brazo empuña el escudo; la mano, la espada; los lomos, la coraza, y así sucesivamente. La victoria tampoco es personal, sino de todo el Cuerpo: «Y ellos le han vencido…». En todas esas cosas somos más que vencedores, por medio de aquel que nos amó, y la alegría del triunfo será eterna. ¡Bendito sea nuestro Señor!
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