Cómo Dios cumplirá su propósito de llevar muchos hijos a la gloria.
El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo”.
– Apocalipsis 21:7.
Los que van a la batalla
Por ello tenemos aquel censo. Volvamos a Apocalipsis 7:1: «Después de esto vi cuatro ángeles en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que detenían los cuatro vientos de la tierra, para que no soplase viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol. Vi también a otro ángel que subía de donde sale el sol, y tenía el sello del Dios vivo; y clamó a gran voz a los cuatro ángeles, a quienes se les había dado el poder de hacer daño a la tierra y al mar, diciendo: No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en su frente a los siervos de nuestro Dios. Y oí el número de los sellados…».
Recuerde que se puede saber el número de los que van a la batalla: «Y oí el número de los sellados, ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel». Note el sentido del libro. El Cordero ha tomado el libro en sus manos, ha abierto los sellos, el panorama de la historia está abierto, las dificultades son enormes, y entonces llama a los que habrán de vencer, los que habrán de entrar en la tierra y poseerla. Vale decir, aquellos que habrán de poseer a Cristo en plenitud, no sólo para ellos, sino para todos los que están con e-llos. Recuerde, sólo los de veinte años para arriba tomaban la tierra; pero todos heredaban: los niños, las mujeres y los que iban a la guerra.
Hermanos amados, vivimos en un tiempo de ruina espiritual. Cuando miramos la cristiandad a nuestro alrededor, no podemos menos que lamentar y entristecernos por el cuadro que se presenta ante nuestros ojos. Cuando usted mira alrededor, ¿no se siente triste cuando ve la infantili-dad, la niñez enfermiza y persistente de tantos hijos de Dios, que siempre permanecen girando en torno a cosas que son elementales, en el ABC de la vida cristiana, y nunca crecen y maduran?
¿Cómo podría Dios cumplir sus propósitos? ¿Cómo el Cordero de Dios podría, a través de ellos y en unión con ellos, desarrollar los pensamientos eternos de su Padre, si no son capaces de creerle, obedecerle y seguirle por dondequiera que él va? Si no conocen la gracia, y más aún, por no conocerla ni siquiera responden a los requerimientos de la gracia, ¿cómo podría el Señor cumplir su propósito con esos niños pequeños? ¿Podía Israel, si hubiera sido una nación sólo de niños, entrar en posesión de la tierra?
Pues, esa es la tragedia de la iglesia a lo largo de los siglos. Y entonces, ¿qué hace Dios? ¡Bendito sea su nombre! Él no puede ser derrotado; sus planes se van a cumplir finalmente. Entonces, el Señor llama, selecciona a aquellos que sí pueden librar la batalla, y junto con él, entrar en la posesión plena de todas las cosas que Dios ha preparado para nosotros en Cristo. El resultado es que la iglesia hereda todas las cosas.
Este es el principio involucrado aquí. Por eso, son sellados. Como en el Antiguo Testamento, son sellados por tribus. Sólo que hay una cosa interesante en la manera en que se describen las tribus. Tal vez usted recuerde que la tribu número uno era la de Rubén, el primogénito de Jacob. Pero, como en Apocalipsis el sentido es espiritual, no aparece en primer lugar la tribu de Rubén, sino la de Judá, ya que el gran vencedor es Cristo, y él es el León de la tribu de Judá. De modo que Judá va en primer lugar, pues Cristo tiene la preeminencia en todo como primogénito del Padre.
Otra cosa interesante es que no aparece la tribu de Efraín, y en su lugar aparecen la de Manasés y la de José. El versículo 6 nos dice: «De la tribu de Manasés, doce mil sellados»; y el 8,»De la tribu de José, doce mil sellados». Los que conocen un poco de historia bíblica en el Antiguo Testamento se van a dar cuenta de que aquí hay algo extraño. ¿Qué es?
La tribu de José no se nombraba en el Antiguo Testamento como tribu; no se contabilizaba en el número de las doce tribus, porque fue dividida en dos tribus: la media tribu de E-fraín y la media tribu de Manasés. Por esto, cuando se contabilizaba el número de los hijos de Israel por tribus, no se decía «la tribu de José», sino «la tribu de Efraín y la tribu de Manasés».
Sin embargo, aquí aparece algo extraño, porque dice «la tribu de Manasés», y luego dice «la tribu de José». ¿Por qué aparece la tribu de José en esta cuenta? Porque, recuerde, éste no es el linaje de Israel según la carne; es el linaje del Israel espiritual. Y en este linaje, el primogénito no es Rubén, sino Judá; porque Cristo es el León de la tribu de Judá. Y en el Israel espiritual, no se contabiliza E-fraín, sino José; porque José es el tipo más perfecto de Cristo del Antiguo Testamento.
Además, no se contabiliza Efraín, porque la tribu de Efraín fue dese-chada por Dios. ¿Usted recuerda esto? Dios le dio carta de divorcio, la repudió y dejó de ser su esposa, por causa de sus pecados. Efraín era Samaria. A partir de entonces, no se contabiliza espiritualmente, porque ellos fornicaron, y se apartaron de Dios en pos de dioses extraños. Pero aquí están los que se mantienen, los vencedores, los que siguen al Cordero por dondequiera que va.
Y otra cosa interesante. En la cuenta de las tribus que debían salir a la guerra en el libro de Números, no se contabilizó la tribu de Leví, porque es la tribu sacerdotal, y los sacerdotes no debían salir a la guerra. Ellos debían sostener el arca, orar, cantar y alabar mientras sus hermanos luchaban. Sin embargo, aquí también está contada la tribu de Leví, porque éste es el Israel de Dios, y en el Nuevo Testamento no hay una sola tribu sacerdotal, sino que todos nosotros somos un reino de sacerdotes.
De esta manera, tenemos los principios que involucran la cuenta. Son sellados doce mil, más doce mil, más doce mil, hasta constituir ciento cuarenta y cuatro mil. ¿Qué representa ese número? Doce es el número del pueblo de Dios. Doce tribus de Israel; doce apóstoles del Cordero. Y en la nueva Jerusalén, doce puertas, con los nombres de las doce tribus de Israel y doce cimientos con los nombres de los doce apóstoles del Cordero.
Doce es el número del pueblo de Dios completo. Pero, como ellos van a salir a la batalla en lugar de sus hermanos y a favor de sus hermanos, entonces, representan la totalidad del pueblo de Dios en la batalla. No todos van a la guerra, pero los beneficios de la batalla los reciben todos, aun los que no salieron a la guerra. ¿De qué nos habla este hecho? De que la iglesia, por medio de ellos, llega a poseer la plenitud de Cristo, la tierra prometida.
Los elementos de la madurez
Así también, Efesios 4:13 expresa el propósito final de Dios con nosotros: «…hasta que todos lleguemos…». ¿Quiénes tienen que llegar? Todos los hijos. Todos los niños de Dios tienen que llegar a ser hijos maduros de Dios. Y esto significa en primer lugar,«…hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe». ¿Por qué hay tanta división en la iglesia? Porque somos niños in-maduros; la división es signo de inmadurez. Pero, el día en que lleguemos a la madurez, habremos llegado a la unidad de la fe.
Luego, «…y del conocimiento del Hijo de Dios». El conocimiento del Hijo de Dios, es en griego epignosis, y se debe traducir como el conocimiento pleno del Hijo de Dios. No es un conocimiento parcial, no es el conocimiento que usted obtiene en el día de la salvación. Pero acá hablamos de la plena posesión de Cristo por parte de la iglesia. Luego, «…a un varón perfecto». En el griego, significa literalmente «a un varón maduro»; esto es, que ha alcanzado la madurez.
Finalmente, «…a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». ¿Ha visto usted cuando sus hijos pequeños anotan marcas en las puertas o en las paredes, para ver cuánto crecen? Van dejando una marquita: Un metro veinte, un metro treinta. En este sentido, Cristo es la medida completa y perfecta. Entonces, la marca de él está aquí: Un metro noventa. Y la iglesia está por el metro diez. ¿Qué tiene que hacer la iglesia? Crecer hasta llegar al metro noventa de Cristo.
La estatura completa de Cristo, «…a la medida de la estatura…». Esto es lo que Pablo tiene en mente. Hasta que ese niño pequeño llegue a ser del mismo porte que Cristo. Hacia allá vamos. Por supuesto, no se refiere a crecimiento físico, sino a crecimiento espiritual. Hasta que lleguemos a tener «la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». O bien, en palabras del Antiguo Testamento, hasta que poseamos toda la tierra.
Y el versículo 14, para que no quede ninguna duda de lo que Pablo está hablando, nos dice: «…para que ya no seamos niños». Niños inmadu-ros, pequeños, carnales y fluctuantes, que cambian de propósito cada día, y no son capaces de seguir un propósito de manera constante, definida y persistente. Esa es la naturaleza de los niños.
Es claro que, en un sentido, la Escritura dice que nosotros debemos ser como niños para entrar en el reino de los cielos. Pero se refiere a la inocencia de los niños, a su capacidad de creer y confiar. No se refiere a la inmadurez. Sin embargo, en un sentido diferente, nos dice Pablo en Corintios: «Ustedes son niños. Debía hablarles como espirituales, pero tengo que hablarles como a carnales, como a niños en Cristo». Y ahí, la palabra niño no es un elogio, sino una reprensión.
¿Cómo puede Dios confiar sus planes, sus propósitos, sus pensamientos, a los niños? No serviría de nada, ¿verdad? Lo que estamos diciendo es que la niñez significa carnalidad; porque los niños son básicamente egocéntricos. Sólo piensan en sí mismos y no son capaces de ponerse en el lugar de otros; no son capaces de restringirse y negarse. ¿Cuántos de nosotros somos así con el Señor?
Hermanos amados, tenemos un Padre que nos ama, que nos da todo lo que necesitamos. Pero él espera que un día podamos hablar con él como adultos, y él pueda confiarnos los deseos de su corazón. Porque así era nuestro Señor Jesucristo. El Padre le decía: «Hijo, yo tengo un propósito en mi corazón; el más grande de todos, el deseo que arde en mi corazón desde la eternidad misma: Yo quiero tener muchos hijos en la gloria». El Padre le habló al Hijo del deseo de su corazón – Estoy, por supuesto, expresándolo en un lenguaje humano.
Y, ¿qué hizo el Hijo, aquel Hijo maduro de Dios, nuestro Señor Jesucristo? «¿Qué puedo hacer yo para ayudarte, Padre?». Y el Padre respondió: «Lo que tengo que pedirte, Hijo, no te lo puedo imponer; sólo si tú quieres, sólo si amas lo que yo amo. No es una obligación; en cualquier momento, te puedes arrepentir, y yo no diré nada».
Y, entonces, ¿Qué respondió el Hijo? «El hacer tu voluntad es mi placer, Padre; el cumplir los deseos de tu corazón, es lo único que quiero». Entonces, el Padre le habló de su propósito eterno, y cómo él debía entrar en el mundo, hacerse hombre y humillarse a sí mismo. Y cómo él debía ser aborrecido por los hombres y despreciado por todos; y cómo iba a perder toda su dignidad divina, y cómo todo lo que él siempre tuvo le sería quitado. Y lo más terrible de todo es que, en el momento más difícil, el Padre debía abandonarlo.
«Cuando llegue la hora suprema, Hijo, la hora más dolorosa y más oscura, yo no podré estar a tu lado para confortarte». ¿Y qué respondió el Hijo de Dios? «Yo te amo, Padre, y lo voy a hacer». Y lo hizo. Esa clase de hijos es la que el Padre está buscando; esos son los hijos de los cuales dice Apocalipsis: «El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Padre y él será mi hijo». ¿Por qué creen ustedes que el Padre dijo un día: «Este es mi Hijo amado»? Porque el Señor Jesús siempre hizo lo que el Padre quería.
¿Qué clase de hijos somos nosotros para Dios? ¿Somos estos hijos que están dispuestos a ir a la batalla, a tomar las armas de guerra, con todo lo que eso pueda significar para nosotros? Yo nunca estuve en una batalla, pero imagino que debe ser una experiencia aterradora. Todo soldado que entra en la batalla sabe que es posible que no regrese. Sólo sirven para la batalla aquellos que saben que su vida está perdida antes de entrar en la batalla. Sólo estos tienen la posibilidad de vencer en la batalla.
Es cierto que el Señor provee para todas nuestras necesidades. Bendito sea él por eso. Todos hemos gustado el amor del Señor; todos hemos gustado su protección; todos somos hijos en la casa del Padre. Él no ama más a sus hijos maduros que a sus pequeños. Sin embargo, con algunos él cuenta, y con otros no puede contar.
Un día, él tenía un solo Hijo, y con ese Hijo pudo contar hasta lo sumo. Ahora el Señor Jesús está edificando su iglesia; pero, para acabar de edificar su iglesia, él desea y necesita que colaboremos con él. Y para eso requiere esta misma clase de hijos, aquellos que son mayores de veinte años, y que pueden entrar en la batalla.
No se engañe, hermano amado. ¿Sabe con quién nos enfrentamos? Ya lo sabemos; la batalla no es contra carne ni sangre. La posesión plena de Cristo va a ocurrir enfrentándose con el adversario. Y déjeme decirle que el adversario tiene armas, capacidades y habilidades que usted no sospecha. Y lo peor de todo, no descansa jamás. Nunca se relaja, nunca se da por vencido.
Usted ya vio cómo fue la vida del Señor Jesucristo. No una vez; muchas veces, interminables veces, el adversario volvió para tratar de hacerlo tropezar. Usted lo ve a lo largo de toda su vida, cuántas veces el diablo insistió, tratando de destruir al Señor, y cuando no logró apartarlo de la voluntad del Padre, entonces decidió asesinarlo sobre una cruz.
Ese es nuestro adversario; pero déjeme decirle que Aquel que está en usted ya venció. Un día, Él estuvo solo para enfrentar la muerte y la oscuridad, y el Padre debió alejarse, porque era la única manera en que él pudiera realmente redimirnos. Él debía soportar la ira de Dios hasta el extremo, y el extremo de esa ira de Dios era quedar totalmente abandonado por Dios. Así padeció él; pero nosotros nunca más tendremos que estar así. Él estuvo solo en la cruz, para que usted y yo nunca más tengamos que estar solos. Sólo él habría de llevar ese castigo.
Usted irá a la batalla, y enfrentará la batalla, pero nunca estará solo; él siempre estará con nosotros. Y porque él está con nosotros, siempre seremos más que vencedores. El que venció, el que aplastó la cabeza de la serpiente, el que despojó a todos los principados y potestades, el que los derrotó completamente en la cruz, mora en nosotros, y por eso, somos más que vencedores, por medio de aquel que nos amó. Pero usted tiene que entrar en la batalla. La batalla es poseer a Cristo, y quien se opone a eso es el diablo.
La obra de los vencedores
En el capítulo 14 de Apocalipsis vemos a los vencedores, los mismos seleccionados en el capítulo 7, y que pasan a través de todas las dificultades y adversarios. Han peleado la batalla. Han pasado a través del agua y del fuego, y han emergido finalmente a la victoria y a la abundancia. Han enfrentado al diablo, a la bestia y al falso profeta, la marca de la bestia y el número de su nombre, y han vencido. Y están de pie sobre el monte de Sion, el monte de la victoria, junto con el Cordero, porque es en unión con él y siguiéndolo a él, que han vencido.
Por eso dice: «Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la frente. Y oí una voz del cielo como estruendo de muchas aguas, y como el sonido de un gran trueno; y la voz que oí era como de arpistas que tocaban sus arpas. Y cantaban un cántico nuevo delante del trono…».
¿Qué es un cántico nuevo? En la Escritura, es un canto que surge de una experiencia por la que usted pasó; a través de la aflicción, la tribulación, y aquel momento en que le pareció que todo estaba perdido, pero, el Señor intervino poderosamente, lo sacó en victoria, y usted aprendió algo que antes no sabía. Entonces comenzó a cantar un cántico que antes no podía cantar. Esto es un cántico nuevo.
Es cierto, hermanos amados, que el fruto de esos ciento cuarenta y cuatro mil, quienes pelean las batallas y emergen en victoria, redunda finalmente en beneficio de todos los hijos de Dios, aun de aquellos que no fueron a la batalla. De hecho, no batallan para sí mismos. Así como Cristo no dio su vida por sí mismo, sino por nosotros, el llamado de ellos no es a hacer algo para sí mismos, sino en beneficio de todos. Pablo dice: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros». Los padecimientos que Pablo describe, no son para él. Son por causa de la iglesia.
Entonces, aquí tenemos este cántico nuevo que representa este principio de representación. Es cierto que todos heredan, pero sólo unos pocos cantan el cántico. Aunque todos entremos finalmente en el reino eterno de Dios, y heredemos con Cristo, hay algo de supremo valor que usted no tendrá si no ha seguido al Cordero con fidelidad. Yo no sé que es, pero estoy seguro que se trata de algo de supremo valor que sólo se puede aprender siguiendo al Cordero por dondequiera que él va. Por este motivo, aquí se nos muestra que sólo ellos cantan, y que nadie más puede hacerlo.
A continuación, se nos dice que además son primicias: «Estos fueron redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero» ¿Qué son las primicias? En el Antiguo Testamento, cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha, el sacerdote debía salir a los campos y rebuscar entre la siembra del trigo, hasta encontrar las espigas que habían madurado primero. Entonces, recogía las primicias y las presentaba en la casa de Dios. Eso significaba que, dentro de poco tiempo, todo el campo estaría listo para ser cosechado.
Este es el principio de aquellos que son llamados a vencer. Ellos maduran primero, para que con su madurez, con aquello que ellos ganan de Cristo, toda la iglesia se beneficie, y un día, no muy lejano, toda la iglesia esté lista para ser cosechada.
El versículo 14:6 nos muestra a continuación, y a modo de resumen, las cosas que se obtienen a través de la obra de aquellos que son llamados a vencer. «Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo». El Señor ordenó: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura». Y aquí tenemos el cumplimiento de esa promesa. Aquí el evangelio ha sido predicado a todas las naciones, tribus y lenguas. Pero, ¿quiénes lo han predicado? Ha llegado a todas las naciones, porque ha habido hombres y mujeres que han ido en pos del Señor y han pagado el precio de llegar con el evangelio a todas las naciones. Lea usted la historia de los hombres que llevaron el evangelio, y usted va a descubrir allí una parte de estos ciento cuarenta y cuatro mil.
La segunda cosa que ocurre como obra de ellos es ésta: «Otro ángel le siguió, diciendo: Ha caído, ha caído Babi-lonia, la gran ciudad, porque ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación» (14:8). Babilonia, representa el sistema de este mundo. Es la ciudad enemiga de Dios, llena de placeres, de seducciones, llena de cosas para atrapar el corazón. De estas cosas nos habla el apóstol Juan: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Son las cosas que constituyen a Babi-lonia.
Pero entonces, aquí tenemos hombres y mujeres que han salido de Babilonia, que han renunciado a Babilonia, en cuyo corazón ésta ha sido juzgada. Y, porque Babilonia ha sido juzgada primero en el corazón de ellos, finalmente Babilonia será juzgada y caerá. El fin de este mundo ocurre primero en el corazón de los hijos de Dios. Para que el mundo termine, primero debe terminar en el corazón de los hijos de Dios. Dios no podrá juzgar al mundo, hasta que éste no haya sido completamente juzgado en nuestros corazones. Esto también forma parte de la obra y la tarea de Cristo en los vencedores.
En tercer lugar, viene la caída de la bestia y también la derrota del número de su nombre y de su imagen. Estos eventos también vienen a través de los vencedores. Por último el versículo 13 nos dice: «Oí una voz que desde el cielo me decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen». Hermanos amados, la edificación de la iglesia no es una obra que se haga en una sola generación. De hecho, es imposible que se haga en sólo una generación. La restauración y edificación de la iglesia, hasta que alcance la plenitud, es una obra que el Señor ha venido haciendo a través de muchas generaciones de hombres y mujeres. Y todo aquello que ha sido ganado en el pasado, por aquellos hermanos y hermanas que pagaron el precio de seguir a Cristo por dondequiera que va, ha quedado para nosotros como un legado espiritual que no podrá ser borrado jamás.
Hoy día hablamos de la justificación por la fe, y enseñamos la justificación por la fe. Sin embargo, durante mil años no se habló de ella, y nadie supo prácticamente nada de la justificación por la fe. No obstante, hubo hombres, como Lutero y otros, que recibieron esta palabra, perseveraron en ella, de manera que hoy la tenemos como un legado indeleble. La edificación del cuerpo de Cristo es una obra que abarca desde la partida del Señor hasta su regreso. Y nosotros hemos heredado la riqueza espiritual de muchos otros que, antes de nosotros, obtuvieron de Cristo sus riquezas pagando el precio necesario para ello.
La posesión de la tierra se ha ido realizando lentamente a lo largo de la historia de la iglesia. «Sus obras con ellos siguen». Usted se va de este mundo; usted vive setenta u ochenta años, y se va. Pero lo que usted haga por Cristo, lo que usted gane de Cristo, permanecerá como un legado eterno para la iglesia. Créalo, porque este es el principio que nos muestra la Escritura. Un día, porque tantos han sufrido, porque tantos han padecido, porque tantos han crecido para ser hijos maduros de Dios, debido a que tantos han tomado los propósitos de su Padre, los propósitos del Cordero, y los han hecho suyos, la acumulación de todo este peso de gloria en la iglesia traerá la madurez, y entonces vendrá la siega.
Por eso dice: «Miré, y he aquí una nube blanca; y sobre la nube uno sentado semejante al Hijo del Hombre, que tenía en la cabeza una corona de oro, y en la mano una hoz aguda. Y del templo salió otro ángel, clamando a gran voz al que estaba sentado sobre la nube: Mete tu hoz, y siega; porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura. Y el que estaba sentado sobre la nube metió su hoz en la tierra, y la tierra fue segada» (14:14-16).
Hermanos amados, el Señor vendrá. Y vendrá a segar a su iglesia de este mundo, y recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en el fuego que nunca se apaga. Un día, el Señor juntará las espigas doradas, el Señor vendrá y segará la tierra, y reunirá a la iglesia consigo. Y como dice el apóstol Pablo, «…estaremos para siempre con el Señor». Pero no piense que es algo automático. La madurez que el Señor espera de la iglesia antes de segar es el producto de su obra, en y a través de estos hombres y mujeres que han respondido a su voz, lo han seguido por dondequiera que va y han vencido juntamente con él.
Que el Señor nos ayude a todos.
Síntesis de un mensaje impartido en el Retiro de Rucacura, en enero de 2009.