La parte de la historia de la iglesia que no ha sido debidamente contada.
Durante toda la Edad Media, numerosos grupos de hermanos se separaron de la Cristiandad oficial para buscar una forma de cristianismo más puro y apegado a la simplicidad evangélica. Ya hemos visto el alto precio que debieron pagar muchos de ellos por causa de su fidelidad a la Palabra de Dios. El camino de la fe fue regado con la sangre de su martirio.
En Europa occidental, cátaros y albigenses prosperaban, especialmente en Francia y España. Y en los valles alpinos del norte de Italia y el sur de Suiza, prosperaron por largos siglos un grupo de hermanos de características singularmente especiales a quienes la historia designó con el nombre de Valdenses.
Sus orígenes
Aunque estrechamente emparentados con los albigenses, su origen parece remontarse a una época anterior. La antigüedad de los valdenses está atestiguada por varias fuentes, tantos internas como externas al movimiento, y también por algunas características muy particulares de su fe y prácticas. El inquisidor Rainero, quien murió en 1259, escribió: «Entre todas estas sectas… la de los leonistas (léase valdenses).. ha sido la que por más ha tiempo ha existido, porque algunos dicen que ha durado desde los tiempos de Silvestre (Papa en 314-335 DC), otros, desde el tiempo de los apóstoles».
Marco Aurelio Rorenco, prior de San Roch en Turín, en su recuento e historia de los mismos, escribió que los valdenses son tan antiguos que no se puede precisar el tiempo de origen. Además, los mismos valdenses se consideraban muy antiguos y hacían descender su fe de los tiempos apostólicos.
Otra evidencia a favor de su antigüedad es su relativa falta de antagonismo hacia la cristiandad oficial, a diferencia de otros grupos (albigenses incluidos) que se escindieron de ella como una reacción contra sus errores. Los valdenses se caracterizaban por una actitud más tolerante, pues estaban dispuestos a reconocer que había muchos hombres que caminaron y aún caminaban con Dios allí. Por ello, más adelante y cuando entraron en negociaciones con los Reformadores, se mostraron dispuestos a reconocer lo que había de bueno dentro de la iglesia organizada, lo cual estos últimos rechazaban de plano.
El reformador suizo Guillermo Farell se lamentaba, por ejemplo, de la falta de rigor y concordancia con las doctrinas protestantes más duras y anticatólicas, entre los valdenses con quienes entró en contacto. En una de sus cartas se queja de esta «característica» que él atribuía a la declinación espiritual del movimiento, sin percibir la larga historia espiritual que existía tras ella.
En verdad, aunque resulta imposible precisar sus inicios, es probable que fuesen en su núcleo esencial un remanente que se apartó de la cristiandad oficial rechazando la unión de la iglesia y el estado, después de la ascensión de Constantino en 311 DC (por ej, los novacianos). Algunos de ellos pudieron haber emigrado hacia los valles remotos y aislados valles alpinos, donde conservaron intactas por muchos siglos su fe y pureza evangélicas, ajenos a todas las controversias y luchas posteriores. Aunque más adelante tuvieron estrecha comunión con otros grupos de hermanos perseguidos.
De hecho, los numerosos hermanos perseguidos, conocidos por los diferentes nombres que les dieran sus perseguidores, llegaron, con el tiempo, a constituir un testimonio unido y de vasto alcance, fuera de la cristiandad organizada. Gracias a que los escritos de los valdenses lograron perdurar a pesar de la persecución.
Y hoy podemos saber que aquellos grupos de hermanos, unidos por estrechos lazos de comunión, no eran en absoluto herejes gnósticos o maniqueos, tal como pretendían quienes les perseguían y mataban, sino verdaderos creyentes ortodoxos en su fe y bíblicos en sus prácticas. Así el Papa Gregorio IX declaraba: «Nosotros excomulgamos y anatemizamos a todos los herejes, cátaros, patarinos, Hombres Pobres de Lyon (valdenses), arnaldistas… y otros, cualquiera sea el nombre por el cual son conocidos, ya que tienen de hecho diferentes rostros, pero están unidos por sus rabos y se reúnen en el mismo punto, llevados por su vanidad».
También el inquisidor David de Augsburgo reconocía el hecho de que en principio las sectas, que resistían juntas en la presencia de sus enemigos, «eran una sola secta».
Pedro de Valdo
Uno de los hombres más conocidos y destacados entre ellos fue Pedro de Valdo, un exitoso comerciante y banquero de Lyon que, tras una atenta lectura de la Biblia fue impactado profundamente por las palabras del Señor en Mateo 19:21, «Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme». En consecuencia, en 1173 dio una buena cantidad de su fortuna a su esposa, repartió el resto a los pobres y se entregó a una vida itinerante de predicación. Otros compañeros se le unieron y viajaron junto a él predicando del mismo modo. Fueron llamados ‘Los Hombres Pobres de Lyon’. En 1179 pidieron al Papa Alejandro III una licencia especial para continuar con sus labores, pero esta les fue negada. Más adelante fueron incluso excomulgados.
Pedro de Valdo entró en íntima relación con los valdenses de los valles alpinos, y, quizá por esa razón, muchos historiadores lo han considerado erróneamente su fundador, tras observar la aparente coincidencia entre su apellido ‘Valdo’ y el nombre ‘valdenses’. Pero este supuesto viene más bien de la costumbre de querer ver un fundador o líder en el origen de todo movimiento espiritual. De hecho, el nombre ‘valdenses’ parece derivarse más bien del francés ‘Vallois’ (gente de los valles), que aparece en muchos manuscritos anteriores a Pedro de Valdo.
Sin embargo, De Valdo llegó a ser considerado como uno de sus apóstoles por los mismos valdenses, a quienes ayudó a salir del relativo aislamiento en que se encontraban para darles un notable empuje misionero. Realizó numerosos viajes y esparció la fe en muchos países. Así, diversas congregaciones de hermanos florecieron por toda Europa occidental, y se convirtieron en refugio de otros hermanos perseguidos, tales como albigenses y cátaros.
Pedro de Valdo murió probablemente en Bohemia el año 1217, donde trabajó ardientemente para sembrar la semilla del Evangelio, que florecería más tarde entre los Hermanos Unidos y Juan Huss.
Fe y prácticas
Los valdenses reconocían en la Escritura la única autoridad final y definitiva para su fe y prácticas. Creían en la justificación por la fe y rechazaban la obras meritorias como fuente de salvación. En 1212 un grupo de 500 valdenses de varias nacionalidades fue arrestado en Estraburgo y quemado en la hoguera por la Inquisición. Entonces, uno de sus pastores declaró poco antes de morir: «Nosotros somos pecadores, pero no es nuestra fe la que nos hace tales; tampoco somos culpables de la blasfemia por la cual somos acusados sin razón; pero esperamos el perdón de nuestros pecados, y esto sin la ayuda del hombre, y tampoco a través de los méritos o de nuestras obras».
Aparte de la Escritura no sostenían ningún credo o confesión de fe particular. A pesar de ello, lograron conservar casi intactas su fe y sus prácticas a lo largo de varios siglos; lo cual prueba de paso que el mejor remedio contra la herejía y el error es la espiritualidad apoyada en una profunda fidelidad y apego a la Escritura.
Tenían, en particular, el más alto aprecio por las palabras y obras del Señor Jesucristo en los Evangelios. Su meta principal era seguir a Cristo, guardando sus palabras e imitando su ejemplo. No daban mucha importancia al conocimiento meramente teológico y mental de la verdad, pues insistían en que ésta solo podía ser entendida por medio de la luz que el Espíritu Santo concede al corazón de aquellos que obedecen las palabras de Dios. Por lo mismo, colocaban en un lugar central de su vida las enseñanzas del Sermón del Monte, y las consideraban como una regla de vida para todos los hijos de Dios.
Además, rechazaban las disputas doctrinales como infructíferas, y aceptaban las enseñanzas de los hombres de Dios de toda época y lugar, si se conformaban a la Escritura. Su mayor interés estaba en una espiritualidad real y práctica.
El inquisidor Passau dice acerca de ellos: «Uno puede conocerlos por sus costumbres y sus conversaciones. Ordenados y moderados evitan el orgullo en el vestido, que son de telas ni viles ni lujosas. No se meten en negocios, a fin de no verse expuestos a mentir, a jurar ni engañar. Como obreros viven del trabajo de sus manos. Sus mismos maestros son tejedores o zapateros. No acumulan riquezas y se contentan con lo necesario. Son castos, sobre todo los lioneses, y moderados en sus comidas. No frecuentan las tabernas ni los bailes, porque no aman esa clase de frivolidades. Procuran no enojarse. Siempre trabajan y, sin embargo, hallan tiempo para estudiar y enseñar. Se les conoce también por sus conversaciones que son a la vez sabias y discretas; huyen de la maledicencia y se abstienen de dichos ociosos y burlones, así como de la mentira. No juran y ni siquiera dicen ‘es verdad’, o ‘ciertamente’, porque para ellos eso equivale a jurar».
En cuanto al orden de la iglesia, no tenían ninguna clase de organización centralizada, ni jerarquía superior. Sus asambleas eran dirigidas por ancianos o presbíteros a quienes llamaban ‘Barbas’. Celebraban juntos la Cena del Señor, sin excluir a ningún creyente de ella.
También reconocían la existencia de un ministerio apostólico extra local e itinerante. Los apóstoles valdenses viajaban continuamente entre las iglesias para enseñar, alentar y ganar nuevos convertidos. No poseían bienes económicos ni familias, ya que sus vidas estaban en continuo peligro y aflicción. Sus necesidades eran suplidas por los hermanos, quienes los tenían en la mayor estima y reconocimiento. Viajaban de dos en dos, siempre uno mayor con uno más joven como aprendiz. Muchos tenían conocimientos de medicina para ayudar a los necesitados. También había entre ellos hombres altamente educados y eruditos. A menudo la gente los llamaba ‘Amigos de Dios’ debido a su profunda espiritualidad y sencillez. Pedro de Valdo, como hemos visto, fue uno de ellos.
Persecuciones y martirios
A pesar de su relativamente tranquilo aislamiento, las constantes actividades misioneras de sus apóstoles les atrajeron finalmente la atención y el odio de la cristiandad organizada. Los numerosos santos perseguidos en otras latitudes encontraban refugio en sus asambleas, que se habían esparcido por varios países de Europa. Este hecho muy pronto atrajo sobre ellos la mirada implacable de los inquisidores.
En 1192, alarmado por el creciente número de valdenses en España, el Rey Alfonso de Aragón emitió un decreto contra ellos en los siguientes términos: «Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la santa iglesia, enemigos declarados de este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos, proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación, y será castigado como culpable del delito de lesa majestad… Además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable». Muchos hermanos sufrieron el martirio durante la persecución que desató el decreto real.
Más adelante, en 1380, un emisario de la iglesia oficial fue enviado para tratar con ellos en los valles del Piamonte. Durante los próximos 30 años, 230 hermanos fueron quemados en la hoguera y sus bienes repartidos entre sus perseguidores. La persecución se agudizó en el 1400 y, entonces, muchas mujeres y niños buscaron refugio en las altas montañas. Allí la mayor parte de ellos murió de hambre y frío. En 1486 se emitió una bula en su contra y los valles fueron invadidos por un ejército de 8000 soldados del Archidiácono de Cremona, cuyo objetivo era extirpar a los herejes. Pero esta vez los pacíficos campesinos valdenses tomaron las armas para defenderse, por lo que el sangriento y desigual conflicto se extendió casi por 100 años. La resistencia de los hermanos fue entonces tan heroica, que recibieron el nombre de ‘Israel de los Alpes’.
Cuando comenzó la Reforma, los ejércitos de la iglesia organizada aprovecharon de tomar venganza contra los valdenses, y arrasaron literalmente varias de sus aldeas y pueblos. En Provenza, al sur de Francia, florecían 30 aldeas valdenses que habían comenzado a tomar contacto con los líderes de la Reforma.
Enterados sus enemigos, convencieron mediante ardides y mentiras al rey de Francia, Francisco I. Presionado por el Cardenal Tournon, ordenó que todos los valdenses fueran exterminados (19 de enero de 1545). Se envió un ejército contra ellos, que, tras siete semanas de matanzas, terminó con la vida de entre 3 a 4 mil hombres y mujeres. La brutalidad y el horror se extendieron por la región. 22 aldeas resultaron destruidas por completo. Los pocos sobrevivientes fueron enviados a las galeras de por vida y tan sólo un reducido número logró escapar a Suiza.
Consideraciones finales
A pesar de todo, los valdenses, a diferencia de otros grupos perseguidos, sobrevivieron. En los días de la Reforma muchos pasaron a formar parte de las filas protestantes, mientras que otros se unieron a la así llamada Reforma Radical de los Anabaptistas. Junto a ellos sobrevivieron importantes escritos que nos ayudan a entender la fe de aquellos hermanos cuyos testimonios fueron acallados por el martirio, tales como cátaros y albigenses, con quienes los valdenses se encontraban estrechamente unidos. Y por ellos aprendemos que un remanente fiel luchó, sufrió y murió por Cristo durante los largos siglos de oscuridad y apostasía, cuando parecía que la fe bíblica había desaparecido de la tierra. Y ahora un cuadro enteramente diferente surge ante nuestros ojos. No se trataba de herejes, sino de verdaderos hermanos y hermanas en Cristo.
Aquí y allá, en todas partes de Europa donde hombres y mujeres fieles buscaban al Señor, la luz de su palabra resplandecía y un testimonio se levantaba en medio de la oscuridad. Pero el enemigo que enfrentaban era formidable, astuto y cruel. Sus armas preferidas eran la difamación y el martirio. Ante ellas, todos sus esfuerzos parecían destinados al fracaso y la aniquilación. Las hogueras se multiplicaban y los horrores parecían no tener fin. Sin embargo, su fe sobrevivió y prevaleció a través de toda aquella inmensa marea de malignidad que amenazó con anegarlos por completo.
Y la luz se levantó al final de aquella época de tinieblas aún invicta y resplandeciente. De esta manera, junto a albigenses y cátaros y otros cuyo testimonio fue silenciado y borrado de la historia, los valdenses mantuvieron en alto la antorcha y la hicieron llegar hasta nuestros días, para hablar por todos los hermanos cuyo invencible testimonio de fe y amor por Cristo se creyó acallado para siempre; y decirnos que en todos ellos brilló de manera clara y singular la luz invencible de Cristo y su Evangelio eterno, en medio de la adversidad más implacable. Por ello, su legado espiritual resulta imperecedero.
«Oí una voz que desde el cielo me decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13).