Aparte de los pecados, hay una segunda razón por la cual nos podemos perder la fiesta. Nuestra actitud egoísta y fría hacia nuestros hermanos. En Lucas 15:11-32 está el relato del «hijo pródigo». En este relato, el padre representa a Dios, que es bueno, misericordioso y perdonador, el hijo mayor representa al fariseo que quiere ser reconocido por su justicia y que no tiene amor por sus hermanos, y el hijo menor representa al pecador arrepentido.
En este relato quedan de manifiesto los corazones de estos tres personajes. Cuando el menor vuelve de su extravío, el padre manda hacer fiesta por la llegada de aquel que se había perdido y es recuperado. Pero el hermano mayor sentía muy diferente al padre. Él estaba enojado por lo que había hecho su hermano, y entonces él declara lo que al parecer siempre estuvo pensando; queda de manifiesto su corazón herido, y comienza a mostrar su currículo, reclamando sus derechos.
Al leer el relato nos llama la atención ver que el hijo mayor no conoce bien el corazón de su padre, porque si lo hubiese conocido, no le habría sorprendido el recibimiento dado a su hermano. Al parecer, él estaba habituado solo a obedecer órdenes (v. 29: «Jamás te he desobedecido»). No conoce la tristeza del padre por el hijo ausente; ni la esperanza que cada mañana tenía de verlo retornar. Él se refiere a su hermano menor con menosprecio. Le dice al padre: «Pero cuando vino este tu hijo…», como diciendo: «Es tuyo, yo no tengo nada que ver con él». No le llamó «mi hermano».
Muchos de nosotros tenemos este tipo de corazón, ya sea cuando un hermano nos defrauda, o cae en algún pecado, o no piensa como nosotros. Le alejamos de nuestro corazón, y casi no le consideramos hermano. Y si se ha ido, nos da lo mismo si retorna, y hasta nos gloriamos de nuestra propia fidelidad al Señor. Así, el hermano mayor se perdió la fiesta, el gozo, la danza, el banquete, por su egoísmo, por su amargura, y porque pensaba que él tenía la razón, y no su padre.
A veces, nosotros hacemos igual, creemos que las cosas deben ser así como nosotros lo pensamos, y con esta actitud, estamos casi diciendo osadamente: «Yo soy más sabio que el Padre».
Debemos soltar estas ataduras, y mirar el corazón del Padre, que es bueno y misericordioso, y lo único que quiere es que nos gocemos con nuestro hermano menor. Él nos quiere ver juntos, por eso dice: «Le rogaba que entrara». Él quería que sus hijos se reconciliaran y que participaran juntos del regocijo. Solo así su gozo sería completo.
Eso es, sin duda, lo más grave. Cuando rehusamos participar de la fiesta por pequeñeces, afligimos el corazón del Padre. El Salmo 133 dice que es bueno estar los hermanos juntos y en armonía, porque allí, el aceite que desciende desde la Cabeza, que es Cristo, alcanza a todo el cuerpo, la iglesia. No nos perdamos la fiesta. Arrepintámonos de nuestro corazón egoísta, frío y menospreciador.
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