La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.

Alrededor del año 354 d.C., tuvo lugar en España un importante intento de restauración de la iglesia al patrón escritural, cuyo representante más prominente fue Prisciliano, más tarde obispo de Ávila. La importancia de este movimiento de hermanos radica, entre otras cosas, en que con ellos la Cristiandad Organizada inició la práctica de ejecutar por mano del estado a aquellos que divergían de las prácticas y doctrinas eclesiásticas oficiales, mediante juicios espurios, donde se intentaba probar cargos de herejías maniqueas y gnósticas. La pena por dichas faltas era la muerte, de acuerdo con el derecho romano que imperaba en esos días.

Un buscador de la verdad

Prisciliano era un hombre rico y de elevada posición social. Durante su juventud fue un ardiente buscador de la verdad. Abandonó las creencias paganas y por un tiempo estudió las doctrinas maniqueas y neoplatónicas, que finalmente rechazó, considerándolas espiritualmente insatisfactorias. También estudió acuciosamente los clásicos de la filosofía y literatura, tanto griega como romana. Finalmente, decidió investigar el Cristianismo, que en un principio había rechazado. Allí, en la vida y enseñanza del Señor Jesucristo, halló por fin lo que andaba buscando.

A partir de su conversión, se volvió un ávido lector de las Escrituras, y muy pronto empezó a compartir sus enseñanzas con otras personas. Como se trataba de un hombre erudito y rico, muchas personas de su entorno social se unieron a él y comenzaron a estudiar la Escritura, reuniéndose en pequeños grupos, donde tanto hombres como mujeres participaban activamente en las conversaciones.

Prisciliano, gracias a su apasionado estudio de las Escrituras, se convirtió rápidamente en un poderoso maestro y predicador. Junto a los demás hermanos que estaban con él, comprendió muy pronto que algunas doctrinas y prácticas oficiales de la Cristiandad de su tiempo carecían de fundamento bíblico

Por ello, en oposición a la enseñanza oficial, defendían el derecho de todos los creyentes a leer y estudiar sus Biblias, y rechazaban tomar la Cena del Señor con personas de dudosa espiritualidad y carácter mundano. También, rechazaban las disputas teológicas intrincadas e intelectualizadas de su época acerca de la Trinidad y de la naturaleza de Cristo, enseñando que estos hechos debían ser más bien objeto de una fe viva y real, y no de un mero asentimiento mental, o un debate intelectual.

Por otra parte, consideraban que la salvación no se obtenía mágicamente por medio de «los sacramentos» de la iglesia oficial, sino como resultado de una conversión espiritual, que implicaba, a su vez, un decidido cambio de vida y conducta. Las Escrituras, asimismo, eran consideradas como la única regla válida de fe y conducta, a las cuales todos los creyentes debían acceder para obtener sustento y dirección diarias, por medio del Espíritu Santo que habita en ellos. Cada creyente, afirmaban, ha de tener una vida de fe y comunión constante con el Señor. Puesto que una nueva vida ha sido depositada en él, las buenas obras vienen a ser el resultado de la operación de dicha vida en su corazón por medio de la fe. Por otra parte, enseñaban que las iglesias debían ser independientes las unas de las otras en cuanto a gobierno y dirección. En resumen, abogaban por una iglesia sencilla, santa y espiritual, muy diferente de la mundana, organizada y jerárquica Cristiandad de sus días.

Reacción oficial

Prisciliano era un «laico», pero su gran habilidad fue notada por la iglesia oficial y se le confirió el cargo de obispo de Ávila. Sus enseñanzas, su vida santa y su popularidad, sin embargo, provocaron una dura reacción del clero español. No sin razón, vieron en sus enseñanzas una gran amenaza contra las doctrinas y prácticas establecidas, pues tendía a disolver la distinción entre clérigos y laicos, al negar la eficacia de los sacramentos como medios de gracia, y a exaltar la Escritura como único medio de gracia a través de la fe. Esto, por supuesto, volvía innecesario el oficio sacerdotal 1, pues cada creyente podía acceder directamente a Dios. Además, proponía que la autoridad de la iglesia debe fundarse en una vida espiritual de consagración y santidad antes que en oficios y cargos exteriores, y era, por consiguiente, accesible a todos los creyentes, quienes poseen el Espíritu por igual. Esto atacaba la misma raíz del sistema obispal y jerárquico de sus días y, por lo mismo, la reacción no se hizo esperar.

En el 380 D. C., los obispos españoles convocaron un sínodo en el que acusaron a Prisciliano y a los que estaban con él de sostener doctrinas maniqueas 2. La acusación no pudo ser probada, y esta primera tentativa de destruirlo fracasó. No obstante, la situación no acabó allí. El ataque se reanudó el año 385, en el Sínodo de Burdeos, donde bajo la dirección del obispo Itacus, un hombre de mala reputación, se les volvió a acusar de maniqueísmo, y, además, de inmoralidad y hechicería. Pero esta vez, las circunstancias eran más favorables, pues el emperador Máximo, quien había ascendido al trono tras asesinar al legítimo heredero Gracián, necesitaba el apoyo de los obispos españoles y franceses para legitimar su posición. Rechazó por tanto la apelación de Prisciliano, y ratificó las decisiones del sínodo. Prisciliano junto a otros seis hermanos, entre los que se contaba una distinguida viuda llamada Eucrotia, fueron entregados a las autoridades civiles para ser ejecutados por decapitación.

La ejecución se realizó el mismo año 385 en la ciudad francesa de Treves. Pero, la impiedad del juicio contra Prisciliano escandalizó a las conciencias más sensibles dentro de la Cristiandad organizada, entre las cuales se destacaban los obispos Martín de Tours y Ambrosio de Milán, quienes condenaron abiertamente el acto, tras intentar en vano detenerlo. Inclusive, después de la muerte de Prisciliano, se negaron a permanecer en comunión con Itacus y los obispos españoles responsables de su muerte. Por ello, cuando cayó el emperador Máximo, Itacus fue depuesto de su cargo de obispo.

Los restos de Prisciliano, y los otros seis hermanos ejecutados con él, fueron llevados a España y enterrados con la honra que se daba a los mártires. Sin embargo, un próximo sínodo en Treves avaló el juicio de Prisciliano al sancionar oficialmente la autoridad de la Cristiandad Organizada para ejecutar a los herejes y disidentes. Esto fue ratificado por el sínodo de Braga, 176 años después.

Un patrón recurrente

La importancia de este triste acontecimiento no debe subestimarse. Este fue el primer caso en la historia en que creyentes disidentes de la iglesia oficial fueron ejecutados por esta misma. Desde la época de Constantino hasta entonces, la práctica común era el destierro. Y aún antes, sólo la excomunión. Pero ahora, la alianza entre la Cristiandad Organizada y el poder político estaba consumada.

El procedimiento estándar contra los hermanos disidentes de la línea eclesiástica oficial fue, a partir de entonces, el siguiente: Acusación de herejía gnóstica (no son verdaderos cristianos) y maniquea (pues ésta se castigaba con la pena de muerte de acuerdo con el antiguo derecho romano); inmoralidad y brujería (para desacreditarlos a los ojos del pueblo); condena a muerte tras un juicio viciado por calumnias, testigos falsos y confesiones extraídas bajo tortura; ejecución (por decapitación, hoguera, ahogamiento, etc); exilio para los supuestos «seguidores», tras la confiscación de todas sus propiedades y bienes; y, finalmente, la posterior destrucción de todos los escritos y documentos de los condenados. Después de todo esto, la historia podía ser reescrita de acuerdo a las necesidades de la Cristiandad Oficial.

Este fue el destino de los así llamados «Priscilianos», quienes, a pesar de todo, subsistieron en España, Francia y Portugal por cerca de 200 años. Pero, por muchos siglos la «verdad oficial» sobre ellos se aceptó sin mayor discusión, al igual como ocurriría luego con tantos otros grupos de hermanos perseguidos (vgr. Cátaros, Paulicianos, Bogomiles, Valdenses, etc.). No obstante, en 1886 se descubrió en la biblioteca de la Universidad de Wurzburg un conjunto de manuscritos que contenía once obras escritas por los priscilianos. En ellos se demuestra que las acusaciones contra Prisciliano son totalmente falsas, pues era un hombre de un carácter santo, sano en su doctrina, y un valiente reformador. También se encuentra en ellos una enérgica refutación del maniqueísmo que se les atribuyó en su momento y un gran apego y fidelidad a la Escritura. Gracias a estos escritos, la verdadera historia de estos valientes testigos de Jesucristo pudo ser recuperada.

Conclusiones

La historia de los «hermanos olvidados» nos muestra, en toda su crudeza, sufrimiento y deformación posterior, que los hijos de Dios estamos envueltos en un conflicto de proporciones cósmicas. ¿Cómo entender tanto odio y crueldad contra hermanos y hermanas que sólo buscaban ser fieles al testimonio de Jesucristo tal como lo encontraban en la Escritura, por parte de otros que también profesaban ser cristianos? Sin embargo, debemos recordar que el Señor mismo nos advirtió sobre esto; pues, nos dijo, la cizaña crecería juntamente con el trigo hasta la siega. Satanás teme y odia a la iglesia y su testimonio más que a ninguna otra cosa. Por eso, desde el principio él ha intentado acallarlo usando todas las armas a su alcance, atacándola desde adentro y desde afuera.

Ya hemos visto que durante los primeros 300 años de historia de la iglesia, las sencillas y cristocéntricas iglesias del primer siglo dieron paso a un vasto y complejo sistema eclesiástico, en el que la vida espiritual y el testimonio de Cristo fueron progresivamente desplazados y substituidos por prácticas y costumbres de origen meramente humano y mundano. Esta simbiosis con el mundo dio un nuevo e importante paso cuando la Cristiandad comenzó a usar el brazo secular para castigar a aquellos que disentían de sus políticas y prácticas, y suponían un peligro para su recién adquirido status en el mundo.

No obstante, aunque Satanás se empeñe en deformar, suplantar y destruir la obra de Dios en el mundo, la historia nos demuestra, una y otra vez, que Dios siempre se ha reservado un remanente fiel, que, a pesar de todo, ha seguido adelante con la antorcha del testimonio, para declarar que la victoria final pertenece a Cristo y a su Iglesia. Aun cuando su testimonio deba ser sellado con sangre. Pues la Iglesia es fruto de los padecimientos de Cristo, y también de aquellos que comparten sus sufrimientos hasta la muerte. «Matadnos –decía Tertuliano a los antiguos emperadores romanos–. No nos podréis destruir. La sangre de cristianos es semilla de cristianos». También los Priscilianos comparten el privilegio de los mártires que con su propia sangre regaron el jardín donde habrían de florecer las futuras generaciones de testigos de Jesucristo.

1 Para el año 350, el sistema sacerdotal que hace diferencia entre clérigos y laicos, estableciendo a los primeros como único camino hacia Dios para los últimos, estaba casi completamente desarrollado, y tenía como principal apoyo las doctrinas sacramentalistas.
2 Para entender el por qué de esta acusación, véase en artículos anteriores de esta serie.