La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.
La historia de las iglesias que se apartaron de la corriente principal del cristianismo organizado, tiene en Armenia y Asia Menor a sus más valientes representantes en los así llamados ‘Paulicianos’. Perseguidos durante siglos hasta su casi completo exterminio, lo poco que sabemos de ellos nos ha llegado a través del testimonio prejuiciado e incluso malintencionado de sus perseguidores, y un libro escrito por ellos, recientemente encontrado.
Como hemos visto antes, la sola existencia de alguna clase de cristianismo verdadero resultó siempre intolerable para la cristiandad organizada, pues el contraste entre ésta y la pureza espiritual de aquellos grupos de creyentes perseguidos, ponía de manifiesto su ruina espiritual y moral. Y también colocaba en entredicho sus pretensiones de ser la ‘única iglesia verdadera’.
Por ello, no sólo se dedicó a perseguir y matar los creyentes que disentían de sus prácticas y no se sometían a su dominio, sino que también a deformar, envilecer y destruir su memoria con perversas y absurdas acusaciones de herejía y maldad.
Por cierto, detrás de tanta hostilidad no cabe descubrir otra cosa que al mismo dragón escarlata de Apocalipsis 12, cuya ira contra los santos que retienen el testimonio de Jesucristo desata las más crueles persecuciones en su contra.
Este es el contexto en que se desenvuelve la historia de los Paulicianos, quienes florecieron con mayor intensidad entre los siglos VII y IX d. de C., en las regiones orientales de Armenia, el monte Ararat y aún más allá del río Eufrates, aunque su origen, de acuerdo con algunos historiadores, puede ser trazado incluso hasta el período apostólico. Ellos mismos afirmaban ser parte de la «santa iglesia apostólica y universal de Jesucristo», y sólo se llamaban a sí mismos «cristianos» o «hermanos» y decían descender de las antiguas iglesias apostólicas.
Que esto sea o no verdad en un sentido temporal, tiene menos importancia que su veracidad espiritual. Pues estos hermanos buscaron mantenerse fielmente dentro de la enseñanza apostólica del Nuevo Testamento. De hecho, debido a su gran amor y respeto por las Escrituras, y en especial por los escritos del apóstol Pablo, fueron probablemente llamados «Paulicianos» por sus perseguidores. Y por esta causa, se encontraron en conflicto con la mayor parte de la cristiandad oficial de su tiempo.
A partir de la Escritura, rechazaban firmemente la unión de la iglesia y el estado, y veían en ella la fuente de muchos de los males de la cristiandad. Por lo mismo, se oponían también a la veneración de imágenes, el culto a María, el bautismo de niños, y la autoridad eclesiástica centralizada y jerarquizada del sistema episcopal. Sus iglesias estaban dirigidas por ancianos de probado carácter espiritual, y no poseían ninguna clase de control centralizado. Existían también maestros itinerantes que viajaban extensamente entre las iglesias para instruirlas y fortalecerlas. Hombres de carácter apostólico cuyos nombres aún se recuerdan debido a la gran influencia que ejercieron en sus días.
La comunión de estas iglesias era de carácter eminentemente espiritual y no estaba basada en un credo doctrinal bien definido y admitido por todas. No estaban tan interesadas en el rigor doctrinal, como en el amor, la comunión y la experiencia cristiana genuina y práctica. Bien se podría decir que eran cristianos ‘pre-dogmáticos’, en el sentido de que se desarrollaron ajenos a todas las controversias doctrinales que agitaron amargamente las aguas de la cristiandad organizada. Por ello, no cabe esperar de ellos definiciones dogmáticas precisas y acabadas1, sino más bien un inconfundible sabor evangélico y bíblico en los pocos escritos que les sobrevivieron.
Sin embargo, esto se encuentra a años luz de las acusaciones de herejía que recibieron de sus perseguidores. De hecho, bajo esa óptica dogmática e intransigente, también los grandes padres de la iglesia antigua, que tanto trabajaron por el «desarrollo del dogma», pueden ser sospechosos de herejía al ser confrontados en forma extemporánea con los credos de una cristiandad posterior a su tiempo. Si los credos tienen algún valor, este se deriva de su fidelidad a la Escritura, y por lo mismo, no tienen la autoridad final de esta última. Son como señales en el camino que nos indican los caminos que no debemos tomar. Algo muy distinto es hacer de ellos lanzas y espadas afiladas para perseguir, acusar y condenar a otros creyentes, tal como trágicamente ha ocurrido en la historia de la cristiandad.
Por cierto, como ya se ha visto en otros casos, la acusación principal contra ellos fue la de maniqueísmo, pues este cargo, de ser probado, conllevaba la pena de muerte en la ley romana de ese tiempo. No obstante, según consta en los mismos testimonios de sus ejecutores, ellos siempre rechazaron ese cargo como una calumnia, y se declararon fieles discípulos de Cristo. Por lo demás, esto es mucho más coherente con el gran amor y fidelidad que profesaban hacia la Escritura como única fuente de autoridad, lo cual resulta totalmente incompatible con su supuesta adhesión al maniqueísmo. Finalmente, uno de sus pocos escritos que sobrevivieron a la destrucción, llamado «La Llave de la Verdad» no muestra traza alguna de maniqueísmo en su contenido, sino una fe esencialmente bíblica.
Aunque no conocemos el nombre del autor de dicho libro, sí sabemos que hubo entre ellos algunos prominentes ministros de la Palabra, como ya mencionamos, quienes derramaron sus vidas por causa del Señor Jesucristo, cuya vida y testimonio merecen ser recordados.
Constantino Silvano
Como se ha dicho, la historia de este grupo de hermanos comienza a ser conocida a partir del siglo VII. En ese tiempo, alrededor del año 653 d. de C., un hombre llamado Constantino recibió en su casa a un viajero armenio, quien en gratitud le dejó un valioso regalo: los manuscritos de los cuatro evangelios y las epístolas paulinas. De hecho, muchos han querido ver en Constantino al fundador de los Paulicianos, pero ellos siempre alegaron un origen mucho más antiguo. Mientras leía aquellos escritos, la luz entró en su corazón y se convirtió en un valiente testigo de Cristo. Muy pronto, un grupo de creyentes se reunía con él para estudiar las Escrituras fuera de la tutela de la iglesia organizada. Constantino fue recibido pronto entre los hermanos como un dotado maestro y viajó extensamente predicando el evangelio y enseñando en las iglesias. Cambió su nombre por el de Silvano, debido a su admiración por el apóstol Pablo, estableció su hogar en Kibossa y desde allí viajó hacia el este siguiendo el curso del río Eufrates y hacia el oeste, a través de Asia Menor. Su ministerio se extendió por más de 30 años.
Finalmente, debido a su extensa labor e influencia, el emperador romano de oriente (Bizancio) emitió un decreto en su contra. En el año 684 fue capturado por un oficial del imperio llamado Simeón, y apedreado hasta morir. Sin embargo, Simeón quedó tan impresionado con lo que vio y escuchó durante el arresto y la ejecución de Constantino Silvano, que, tras su regreso a la corte de Bizancio, no pudo conseguir paz ni tranquilidad para su alma. Finalmente, tras dos años de lucha interior, decidió abandonar todo y regresar al lugar donde había muerto Constantino. Allí se entregó al Señor, fue bautizado, y continuó la obra que Constantino había realizado. Muy pronto se unió al ejército de los mártires, pues también fue capturado y quemado públicamente junto a muchos otros hermanos. No obstante, esto no detuvo al resto de los creyentes, y su obra continuó expandiéndose.
Sergio
Después de Constantino Silvano, otro hombre de considerable influencia entre los hermanos fue Sergio, quien ejerció su ministerio entre los años 800 al 834. También se convirtió al Señor tras leer atentamente la Escritura, particularmente los evangelios. A partir de allí, comenzó un extenso ministerio por cartas, además de sus viajes. Dichas cartas circularon con gran autoridad entre las iglesias y ayudaron a sanar las divisiones que estaban surgiendo entre ellas. Viajó extensamente de este a oeste, hasta que, según nos dice: «mis rodillas estuvieron fatigadas».
Aunque siempre trabajó como carpintero, sirvió a innumerables hermanos en el ministerio de la palabra por 34 años, visitando prácticamente todas las regiones de las tierras altas de Asia Central. Su vida acabó bajo el hacha del verdugo imperial el año 834 d. de C.
La lucha contra la idolatría
Una de las mayores batallas entre los hermanos y la iglesia organizada se libró en torno al asunto de las imágenes. Diferentes emperadores bizantinos se declararon sucesivamente a favor o en contra del uso de imágenes. Como los hermanos rechazaban abiertamente el uso y la veneración de éstas, su situación también fluctuaba de acuerdo con la posición que tomaba el emperador de turno. Bajo el reinado de León III (660-740 d. de C.), quien publicó un edicto imperial en contra de las imágenes, fueron protegidos por el emperador, y se les permitió ejercer su fe sin persecuciones. Incluso, algunos de ellos fueron trasladados por el mismo hijo del emperador hasta los Balcanes, donde iniciaron una extensa y fructífera obra.
No obstante, esta política fue variando con los siguientes emperadores. A la muerte de Téofilo (842 d. de C.), quien se oponía a las imágenes, subió al trono la emperatriz Teodora, ardiente defensora de éstas, quien inició la más terrible y sangrienta de todas las persecuciones contra los paulicianos. Bajo sus órdenes fueron decapitados, ahogados y quemados millares de hombres, mujeres y niños. Se calcula que durante ese tiempo (842-867 d. de C.) cerca de 100.000 hermanos perdieron la vida.
Las terribles persecuciones y tormentos que debieron soportar inclinaron, infelizmente, a algunos hermanos a tomar las armas y unirse a los musulmanes para luchar contra el imperio que cruelmente los perseguía. Este hecho marcó el comienzo de la decadencia espiritual entre ellos. Pues toda vez que, en la historia, los creyentes han tomado la espada para defenderse, han cosechado ruina y destrucción. La advertencia del Señor a Pedro es determinante: «Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada también perecerán».
A pesar de todo, debe consignarse la fidelidad de estos hermanos, conocidos como paulicianos, quienes por cerca de 300 años mantuvieron en alto el estandarte de la fe y la pureza evangélica, en medio de las más crueles difamaciones y persecuciones. Resistieron valiente y pacíficamente todos los esfuerzos que, a lo largo de esos años, se hicieron para destruirlos. Y aunque en siglos posteriores, cuando su condición espiritual había declinado, algunos tomaron el camino de la lucha armada contra el imperio, muchos de ellos continuaron fieles y se esparcieron hacia el oeste, llevando consigo su mensaje de simplicidad y pureza evangélica, como fieles seguidores de Cristo. Allí, en occidente, los volveremos a encontrar con el nombre de Bogomiles, o amigos de Dios, dispuestos a escribir un nuevo capítulo de heroísmo y fe.
La llave de la verdad
Una última palabra debe ser dicha acerca del único libro importante que sobrevivió a los paulicianos, llamado «La Llave de la Verdad». Fue descubierto a fines del siglo 19. Se trata de una serie de consejos, escritos a las iglesias por un autor desconocido. Aunque sus enseñanzas no deben ser tomadas como un credo dogmático, son, en general, una clara exposición de su fe y práctica. En ellas hay un inconfundible sabor evangélico. Rechaza el bautismo de niños y declara que éstos deben ser criados por sus padres en la fe y la piedad según el consejo de los ancianos de la iglesia. Esto debe ser acompañado por oraciones y la lectura de la Escritura.
También, al hablar sobre la ordenación de ancianos, declara que éstos deben ser de perfecta sabiduría, amor, prudencia, gentileza, humildad, coraje y elocuencia. Se les debía preguntar si estaban dispuestos a beber del vaso del Señor y ser bautizados con su bautismo, y su respuesta debía ser una clara demostración de los peligros que estos hombres debían enfrentar por causa del Señor y su rebaño: «Tomo sobre mí los azotes, prisiones, torturas, oprobios, cruces, golpes y tribulaciones, y toda tentación del mundo, que nuestro Señor e Intercesor de la iglesia apostólica y universal tomó sobre sí mismo, aceptándolos con amor. También yo, un indigno siervo de Jesucristo, con gran amor y pronta voluntad, tomo sobre mí todo esto, hasta la hora de mi muerte».
Estas palabras demuestran el valiente espíritu de fe con que estos hombres y mujeres se entregaban al Señor Jesucristo, conscientes de que podían sellar su testimonio con la corona del martirio, tal como en verdad ocurrió con cientos de miles de ellos.
Este libro despeja también cualquier duda sobre su supuesto gnosticismo o maniqueísmo. Ninguna traza de estas herejías aparece en él. Quizá el único pasaje controversial es el que describe el bautismo del Señor, donde se dice que en ese acto, a los 30 años de edad, «nuestro Señor recibió el señorío, el sumo sacerdocio, y el reino… y fue lleno de la divinidad». Estas afirmaciones no parecen negar la divinidad del Señor antes de su bautismo2, sino más bien enfatizar que a partir de entonces, comenzó a manifestar esos atributos divinos, que hasta entonces permanecieron escondidos. Por lo demás, el pasaje no afirma nada más al respecto, ya que su intención no es teológica sino práctica. Su propósito parece ser la fundamentación del bautismo en personas conscientes de sus actos, en oposición al bautismo de niños.
Los así llamados paulicianos representaban una fe más práctica que especulativa, más bíblica que dogmática, que se desarrolló por fuera de las definiciones y controversias dogmáticas de la cristiandad organizada de su tiempo. Por ello, su testimonio nos habla más bien de un cristianismo más antiguo y original que buscó mantenerse ardientemente fiel a las enseñanzas apostólicas sobre Cristo y su iglesia, contra todo y a pesar de todo, hasta teñirse por completo con la sangre de sus mártires.