«Salir afuera de» no es una característica más de la iglesia, sino es parte de su sello fundamental.
Etimología de la palabra iglesia
El primero que mencionó la iglesia en el Nuevo Testamento fue el propio Señor Jesucristo. Fue en el evangelio de Mateo que nuestro Señor, por primera vez, habló de la iglesia en los siguientes términos. Él dijo: «Y sobre esta roca edificaré mi iglesia» (16:18). Pero ¿qué quiso significar el Señor con la expresión «mi iglesia»? ¿A qué realidad estaba apuntando con dicha expresión? ¿Cuál era su contenido?
A fin de contestar estas preguntas resultará interesante atender, no al sentido ordinario del término «iglesia», sino a su significado etimológico. La palabra «iglesia» es una transliteración del término griego «ekklesia». Este vocablo griego se deriva, a su vez, de dos palabras: De la preposición «ek» que significa «afuera de» y de «klesis» que significa «llamamiento». Por lo tanto, la palabra iglesia, en su sentido etimológico, significa «los llamados afuera» o como dice el título de este artículo: «Los llamados a salir».
Característica esencial
La importancia de esta precisión lingüística radica en que ella devela algo que es de la esencia de la iglesia. «Salir afuera de» no es una característica más de la iglesia, sino es parte de su sello fundamental. Cuando el Señor Jesucristo dijo: «Yo edificaré mi iglesia», estaba diciendo, en otras palabras, que él edificaría una comunidad, una asamblea, o una congregación de personas que tendría por una de sus características principales, si no la principal, el hecho de estar permanentemente «saliendo».
La iglesia es, pues, «los que salen afuera permanentemente». Este es su sello, éste es su estilo de vida. Nosotros, que por naturaleza tendemos permanentemente a establecernos, pensamos que cuando el Señor dijo: «Yo edificaré la asamblea de los llamados afuera» se estaba refiriendo solamente a «salir» del mundo. Pero no es así. Pensar de esa manera sería como imaginar que los israelitas sólo necesitaban salir de Egipto para cumplir con el propósito del Señor. Salir de Egipto, si bien los constituyó en el pueblo del Señor, así como a nosotros «salir» del mundo nos constituyó en la iglesia de Jesucristo, sin embargo, el propósito de Dios con Israel iba mucho más allá de Egipto.
La meta de Dios para Israel no era salir de Egipto, sino alcanzar Canaán. Lo interesante de este hecho es que entre Egipto y Canaán hubo 42 jornadas o etapas que Israel tuvo que atravesar. El libro de Números lo registra así: «Estas son las jornadas de los hijos de Israel, que salieron de la tierra de Egipto por sus ejércitos, bajo el mando de Moisés y Aarón. Moisés escribió sus salidas conforme a sus jornadas por mandato de Jehová. Estas, pues, son sus jornadas con arreglo a sus salidas» (33:1-2). ¿Te das cuenta? Los israelitas no solo salieron de Ramesés (Egipto), sino que tuvieron que salir 42 veces antes de llegar a Canaán. El «éxodo» de Egipto fue el primero y, quizás, el más importante, pero no fue el único.
«Moisés iba anotando los nombres de los lugares de donde salían, etapa por etapa» (Núm. 33:2: Dios Habla Hoy). Este es el criterio con que Moisés escribió este hermoso libro: Él no registraba el lugar a donde llegaban, sino el lugar de donde salían. Lo que se quiere enfatizar es que los israelitas no debían establecerse en los lugares a donde llegaban, pues ninguno de ellos era la meta final.
Cada lugar representaba una experiencia espiritual de la cual, finalmente, había que salir, porque ninguna de ellas en particular representaba la meta final. No solamente había que salir de Ramesés, que espiritualmente significa «salir» del mundo, sino también de aquellos otros lugares que, si bien representaban experiencias espirituales buenas, todavía no eran, sin embargo, la «llegada» final.
El escritor a los Hebreos, lo dirá así: «Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección» (6:1). El apóstol Pablo, por su parte, lo dirá de esta manera: «Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Flp. 1:6). ¿Hasta cuando seremos perfeccionados? Hasta el día de su venida. Por lo tanto, la iglesia no debe establecerse en ninguna de sus jornadas. Su sino permanente es salir, peregrinar y caminar.
La tendencia a establecernos
Lamentablemente la iglesia a lo largo de su historia, una y otra vez ha tendido a establecerse en alguna de las jornadas alcanzadas. Y cada vez que lo ha hecho, inmediatamente ha comenzado a secarse y a fosilizarse. Una renovación que deja de renovarse se hace vieja.
Era completamente normal que los israelitas permanecieran establecidos por un tiempo en un determinado lugar. Pero inmediatamente que la nube se movía, Israel levantaba su campamento y volvía a salir. Nosotros, en cambio, tendemos a pensar que la última etapa alcanzada es el clímax de la vida espiritual y, en consecuencia, nos hacemos «enramadas» y nos quedamos allí. Así, algunos han hecho de la experiencia pentecostal el sumo de la experiencia cristiana; otros, han hecho de la verdad del reino de Dios la meta. Algunos han interpretado Canaán como el cielo. Y entre todos ellos, estamos también los que hemos entendido que la persona de Cristo es nuestro Canaán.
Por la misericordia del Señor nosotros hemos entendido que Canaán no era otra cosa que una alegoría de Cristo mismo. Prueba de ello es lo que dice el escritor a los Hebreos, cuando declara que «si Josué les hubiera dado el reposo, Dios no habría hablado posteriormente de otro día» (4:8 NVI). Pero ¡Cómo! ¿Acaso Josué no los introdujo en la tierra prometida? Claro que sí, pero en la Canaán física; no en la Canaán espiritual que es Cristo. El verdadero reposo es de índole espiritual y sólo se encuentra en Cristo.
Nosotros también corremos peligro
Sin embargo, nosotros también corremos el peligro de detenernos y estacionarnos indebidamente, pues, aunque es cierto que hemos arribado al conocimiento de Cristo mismo como la verdad suprema, no es menos cierto que nuestro conocimiento de él todavía es parcial e incompleto. Sigue, pues, siendo verdad absoluta que Cristo es la Verdad; no obstante, nuestra comprensión de ella es aún relativa.
Como dijera Pablo: «Estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo… a fin de conocerle» (Flp. 3:8-10). Por ello, ni siquiera en nuestro caso cabe detenerse. Es como si en un viaje que tiene por destino llegar al mar, nos conformásemos tan solo con tocarlo. En ese caso, sería verdad que alcanzamos la meta; sin embargo, no sería menos cierto que solo estamos en el borde del mar y que las aguas apenas nos cubren los pies. Aunque sería cierto que estamos en el mar, la inmensidad de él todavía nos estaría oculta.
Así también podría ocurrir con nosotros, si después de haber arribado a Cristo mismo, nos estableciéramos en una medida parcial de su conocimiento. En rigor, enarbolaríamos un grado de conocimiento de Cristo y no a Cristo mismo.
Pertinente a este respecto son las palabras del Dr. Philip Schaff, reconocido erudito: «Las divisiones del cristianismo serán finalmente superadas a favor de una más profunda y rica armonía, de la cual Cristo es la nota principal. En él, y por él, todos los problemas de la teología y la historia serán resueltos. En el mejor caso, un credo humano es sólo una expresión aproximada y relativamente correcta de la verdad revelada, y puede ser mejorado con el progresivo conocimiento de la iglesia, mientras que la Biblia sigue siendo perfecta e infalible. Cualquier visión que dé mayor autoridad a los credos es antiprotestante y esencialmente romanizante».
Por lo tanto, aun para aquellos que hemos entendido que el conocimiento de la persona de Cristo es la vida eterna, el mandato de seguir saliendo sigue vigente. Pero, si ya estamos en la meta ¿hacia dónde habremos de salir? Pues bien, debemos ir más profundos en Cristo, más adentro de él. Como dijera el profeta Oseas: «Y conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová» (Os. 6:3).
No debemos quedarnos solamente en el borde, debemos nadar en él. Más aún, debemos subirnos a un bote y adentrarnos en el mar. Mejor todavía si podemos subir a un crucero y recorrer su inmensidad; bajar a sus profundidades y admirar sus corales y arrecifes; recorrer su flora y su fauna.
La enseñanza del libro de Josué es que Israel, después de cruzar el Jordán, debía tomar posesión de toda la tierra: De sus valles y sus montañas, de sus lagos y sus ríos, su costa y sus riquezas. No obstante, la enseñanza del libro de los Jueces es que Israel fue negligente en tomar posesión de toda la tierra de Canaán. Se conformaron solo con una parte. Incluso dos tribus y media ni siquiera cruzaron el Jordán. ¿Por qué? Porque tenían muchísimo ganado y Jazer y Galaad eran apropiadas para la ganadería (Núm. 32). Eso fue suficiente para ellos. Se conformaron con poco. Se conformaron con algo de Cristo, pero no con Cristo mismo. Por algo bueno, perdieron lo mejor.
La división, fruto del estancamiento
Si nosotros dejamos de seguir saliendo hacia Cristo, para ir más profundos en él, no sólo nos secaremos y nos volveremos viejos, sino que también seremos presa fácil del flagelo de la división. Si no aprendemos de la historia, estamos destinados a repetir sus errores.
Toda vez que la iglesia dejó de proseguir «en Cristo» hacia Cristo, se volvió decadente y la muerte espiritual comenzó a hacer su trabajo en ella. Mas, como la vida de Cristo que está en ella no puede ser retenida por la muerte, tarde o temprano ella termina rompiendo toda barrera y estructuración que se hace de la iglesia.
Así, en el pasado, «los valdenses, luteranos, presbiterianos, metodistas, salvacionistas y otros muchos, han salido del seno de la iglesia para formar otra más pura». Y en 1909, el hermano Hoover agregaba: «Los pentecostales somos los últimos hasta la fecha». Ilustrativa de este punto resulta la historia de la iglesia metodista. La iglesia Metodista había surgido del avivamiento que trajo a Inglaterra, en el siglo dieciocho, el ministerio del hasta ese momento anglicano John Wesley (1703-1791). Sin embargo, la condición espiritual de la iglesia Metodista Episcopal de Chile era deplorable a principios del siglo XX.
Así, alrededor de cien años después, un nuevo avivamiento visitó, ahora, a la iglesia metodista y surgió una nueva iglesia, la iglesia Metodista Pentecostal. Por ello, cabe la pregunta: ¿El resultado de un nuevo avivamiento, tendrá que ser una nueva iglesia que, en cien años más, estará a su vez necesitada de un nuevo avivamiento? Aquí hay algo extraño ¿no les parece? ¿No será que cuando Dios nos visita no logramos entender exactamente lo que él quiere hacer? Estoy convencido que siempre nos quedamos cortos a la hora de responder a la visitación de Dios.
Entonces, ¡líbrenos el Señor de detenernos en medio del camino y, como dijera Pablo, no pretendamos haberlo alcanzado, sino extendiéndonos a lo que está delante, prosigamos a la meta! ¡Que así sea!