Un llamado a vigilar para no extraviarse de la sincera fidelidad a Cristo.
Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia … Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd”.
– Mat. 3:16-17; Mat. 17:5.
La primera de estas escenas es pública. Mucha gente venía a Juan, al Jordán, para ser bautizados por él. Entonces, vino también nuestro Señor Jesucristo, quien no tenía pecado por el cual arrepentirse. Muchos se bautizaron en aquel día, pero para ninguno hubo una voz desde los cielos, salvo para él. Uno solo, de entre todos los hombres, es así reconocido desde el cielo.
Muchos profetas anunciaron la venida del Señor. Aun Juan el Bautista pudo decir: «Este es el Cordero de Dios». Pero ahora se oye una voz más potente: es Dios mismo, con toda su autoridad, quien dice: «Este es mi Hijo amado», para que la atención de todos los hombres se fije en Aquel en quien el Padre se agrada.
Dios está diciendo: «Todo lo que él haga, será de mi agrado; todo lo que él diga será mi voz; lo que él realice será mi obra. Yo estoy con él. Si alguien quiere buscarme tendrá que venir por él. Si alguien quiere agradarme a mí, tendrá que estar a cuentas con él». El Padre está presentando a su Hijo ante toda la humanidad.
En Mateo capítulo 17, la escena es más íntima. Nuestro Señor Jesucristo había tomado a Pedro, a Jacobo y a Juan, y había subido con ellos a un monte. En ese momento, vuelve a oírse una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
Pero veamos un detalle: la voz no es para la multitud. Ahora Dios está haciendo callar a Pedro. Los siervos del Señor que van a hacer la obra del ministerio tienen que saber por experiencia que ni su voz ni su opinión, ni aun sus mejores intenciones, valen en tal servicio.
Cuando Dios hace callar a Pedro, en realidad, nos está haciendo callar a todos nosotros. Es como si el Señor dijese: «Siervos míos, ¡silencio! Oigan primero al que es el Alfa y la Omega, al Verbo de Dios».
Los siete «Yo soy»
Ahora, escuchemos al Hijo (Juan 6:35). «Jesús les dijo: Yo soy…». El Padre ha dicho: «Este es…». El Hijo dice: «Yo soy el pan de vida. El que a mí viene, nunca tendrá hambre, y el que en mí cree, no tendrá sed jamás». Hermanos, ¿hemos venido al Señor? ¿Sació él nuestra hambre? ¡Somos testigos de que esta palabra es verdad!
En el capítulo siguiente, Juan 7:37-38, el Señor dice: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva». ¿Conocemos esto nosotros? Desde el día en que el Señor vino a ser real en nuestros corazones, un torrente de agua de vida comenzó a fluir, y la sequedad del desierto terminó.
Nos hemos reunido aquí, para oír la voz del Señor. Él dice: «Yo soy», y lo que él dice, se cumple.
«Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12). ¿Estamos siguiendo al Señor? Gracias al Señor, las tinieblas quedaron atrás; los que caminamos en Cristo nos entendemos unos con otros, porque en Su luz, tenemos comunión. Quien no le sigue, o se ha desviado de Cristo, de nuevo ha vuelto a las tinieblas, y con él no nos podemos entender. Pero, hermanos, el Padre nos dijo que oyéramos al Hijo. El Hijo nos habla, nos sacia y nos alumbra.
Sigamos, oyendo al Señor: «De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas … yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:7, 9-10). Hemos hallado en el Hijo esta vida abundante; y para entrar en ella, el Señor mismo es la puerta.
Él dice: «Yo soy el buen pastor». Las ovejas le oyen a él, le conocen y le siguen. Necesitamos oír al Señor siempre, necesitamos que hable Cristo en nosotros siempre (2 Corintios 13: 3), porque las ovejas oirán Su voz y le reconocerán. Si nuestro hablar no es Cristo, si él no está llenando nuestro corazón, entonces no nos extrañemos que alguien se aleje. Sus ovejas sólo atienden a Su voz.
¿Por qué hemos permanecido juntos estos años? Creo que ha sido la obra preciosa del Señor. Hemos aprendido a reconocer la voz del Señor sin quedarnos detenidos en el instrumento humano.
Sigamos oyendo: Juan 11:25: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá». Qué tremenda conmoción habrá en la creación cuando los que murieron en Cristo rompan los sepulcros a la voz del Señor, porque él es la resurrección y la vida. Amados hermanos, ¿acaso nosotros no éramos una multitud de muertos? Todos estuvimos muertos en delitos y pecados, pero oímos Su voz, y hemos pasado de muerte a vida. Muchos que están en muerte vendrán a la vida, si oyen a Cristo en nosotros.
«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6). El Señor es el camino. Si hay algo imprescindible para llegar de un punto a otro, es un camino. Si algo va a ocurrir en los días venideros, si vamos a llegar a un objetivo, es Cristo mismo nuestro camino. No hay otra vía, no vamos a seguir un determinado énfasis doctrinal – vamos a seguir a Cristo. No vamos a seguir a un hombre en particular, sino a aquel Hombre que es el camino y que siempre nos lleva en comunión perfecta con el Padre.
El último de los ‘Yo soy’, está en Juan 15:5: «Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer». Si no hemos aprendido esta lección, la aprenderemos tarde o temprano. Apenas comencemos a separarnos del Señor, el fracaso viene, porque separados del Señor nada podemos hacer; pero quien permanece en él no puede seguir siendo estéril. El que permanece en el Señor madurará, crecerá; habrá algo más de la vida de Cristo manifestada en él.
Los faros
Permítanme decir que, tanto las palabras directas de Dios el Padre, como las palabras de nuestro Señor Jesucristo, son verdaderos faros. Cuando un barco ha salido de puerto, sigue una ruta determinada; pero en las noches, cuando se acerca a la costa, y más aún, cuando se acerca ya a su destino, necesita de los faros. Si estos faros no están encendidos, o si no son tomados en cuenta, el barco puede naufragar.
El apóstol Pablo dice: «La noche está avanzada» (Rom. 13:12). Como iglesia, como testimonio de Dios en el mundo, estamos navegando en medio de una noche oscura. Es fácil desviarse de la ruta; en tal caso nuestro barco podría perder el rumbo hasta zozobrar.
En realidad, es muy fácil deslizarse. Hebreos 2:1 lo advierte solemnemente, y Gálatas 5:4 lo expresa dramáticamente. Es más fácil de lo que nos podemos imaginar. La tendencia a deslizarse es una debilidad humana muy grande. Nosotros podemos estar desviándonos sin percatarnos de ello.
Pero hay un faro encendido: Dios sigue diciendo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». Su voz continúa hoy tan vigente como antaño. Dios sigue diciendo: ‘Yo no me complaceré en movimiento alguno, ni en énfasis religiosos, ni en manifestaciones espirituales diversas, sólo en mi Hijo tendré complacencia».
Ese es el faro que está encendido. Si traspasamos ese faro, nos deslizamos y puede naufragar nuestro barco. El Padre dice: «Este es mi Hijo», y el Señor dice: «Yo soy». «Yo soy el pan … la luz … el camino, la verdad, la vida … Yo soy la resurrección y la vida … la puerta … el buen pastor … la vid verdadera». No hay necesidad humana que no pueda suplir este gran ‘Yo soy’ que es Jesucristo nuestro Señor.
Hermanos, nosotros hemos sido llamados a vivir en Cristo, y a que nuestro mensaje sea Cristo. Recordemos que en una oportunidad al apóstol Pablo se le dijo: «No temas, sino habla, y no calles» (Hechos 18:9). En cambio, a Pedro, en aquella ocasión mientras aun hablaba en el monte, se le hizo callar. ¡Qué diferencia!
Es que el tema de Pedro eran las enramadas, eran los monumentos. Se estaba desviando… ¡y era un discípulo íntimo! Era un siervo, pero su énfasis era incorrecto. Se deslizó del Señor, y tuvo que ser silenciado. Gracias a Dios, Pedro avanzó más tarde hacia una vida fructífera.
Es común oír a Pablo decir: «Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna, sino a Jesucristo y a éste crucificado» (1ª Cor. 2:2). En otro momento dijo: «Buscáis una prueba de que habla Cristo en mí, el cual no es débil para con vosotros, sino que es poderoso…» (2ª Cor. 13:3). Hablaba de un Cristo que era poderoso en él – Cristo hablando por él.
También decía: «Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús» (2ª Corintios 2:14). ¡Qué bien enfocado! Cómo considera los faros de Dios, y no se desvía a diestra ni a siniestra. Si estamos agradando a Dios, no es por seguir a un determinado personaje de la tierra, sino que nuestro triunfo es en Cristo.
Dice luego: «Porque para Dios somos grato olor de Cristo…» ésta es la fragancia del conocimiento de Cristo. Amados hermanos, a esto hemos sido llamados nosotros, porque Cristo es nuestra vida y nuestro mensaje.
Que Dios permita que seamos absolutamente traspasados con esta verdad. «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». El Señor no se agrada de ti ni de mí; aquí interviene la cruz de Cristo, para dejarnos a nosotros de lado, para que al vivir y hablar Cristo en nosotros, su aroma se manifieste en este mundo.
Si tan sólo enseñásemos estos siete ‘Yo soy’ del evangelio de Juan, comprobaremos la abundancia que hay para llenarnos y regocijarnos en el Señor.
Amados hermanos, nuestro mensaje es Cristo, nuestro tema es Cristo, nuestra puerta es Cristo. Somos llamados a permanecer en él. ¡Benditos faros de Dios, para que no nos desviemos!
Otro faro
Hermanos, la otra gran alerta que tenemos es Laodicea (Apocalipsis 3:14). Debemos temblar cuando pensamos en Laodicea. «Porque tú dices…» (vers. 17). Laodicea tiene voz propia. «Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo».
Nosotros no estamos en el punto de partida. Un buen número de los que aquí estamos llevamos varias décadas caminando en el camino del Señor. Y se necesitan los faros de advertencia, que nos hablan del peligro. Son los faros de Dios que están encendidos en las Escrituras, y que nos trazan la ruta precisa para llegar a buen puerto, al destino del agrado del corazón del Señor. ¡Qué gran pérdida sería comenzar bien y terminar mal!
Debemos darle una gran importancia a Laodicea, porque ellos fueron hermanos que alguna vez estuvieron en la realidad de Filadelfia. Y, después de algunos años caminando en este camino o navegando en este barco de Dios, hemos aprendido que todos los que tienen la realidad de Laodicea, alguna vez estuvieron en la realidad de Filadelfia.
Se equivocaron los hermanos de Laodicea – pensaron que lo tenían todo. Externa y doctrinalmente están correctos. Ellos creen en la unidad de la iglesia, ellos creen en el señorío de Jesucristo, sostienen las verdades del reino de Dios, ellos creen en la absoluta suficiencia de la sangre del Cordero. Sin embargo, hay un problema en el corazón: se sintieron grandes, autosuficientes. Entre ellos ya no se oye la voz del Señor, ellos hablan: «…tú dices…». El Señor nos libre, hermanos, que, teniendo nosotros un glorioso llamamiento, el olor que despidamos sea, para el cielo, un olor a Laodicea. Ese es el otro faro; tal faro nos dice: ‘¡Peligro, por aquí no!’, para que no nos desviemos hacia una ortodoxia externa en medio de una irrealidad interna.
Que el Señor nos libre de ‘dar cátedra’, menos aun cuando ni siquiera nos la han solicitado. Que nos demos cuenta que nuestra palabrería cansa. Que el Señor nos libre de responder preguntas que no se han hecho, en un afán por exhibir un mero conocimiento.
Nosotros no estamos en el punto de partida, no estamos buscando cuál es el camino que agrada al Señor. Creemos que el Señor quiere un Cuerpo, no organizaciones humanas. Creemos que el Señor es la cabeza de este Cuerpo, y que en todo pueblo y en toda nación el Espíritu de Dios está llamando a los suyos a salir de los sistemas religiosos; y, sin nombre ni estructura, sin liderazgos piramidales, nos juntemos en uno, unidos en torno a la mesa del Señor, compartiendo la vida preciosa de Jesucristo, en la vida corporativa, la comunión de los santos, todos sirviendo gozosos al Señor.
Pero, amados hermanos, la vida del Cuerpo es la vida de Cristo; la vida corporativa es la vida de Cristo manifestada en nosotros. Déjenme decirlo de esta manera: la vida que produce vida es la vida de Cristo. Tu vida y mi vida no la producen; podríamos, en cambio, producir muerte. El mero conocimiento de las cosas no nos da la realidad de las cosas; sólo es lenguaje sin vida.
Ruego a los hermanos, cuando usemos la palabra ‘realidad’, sea con claridad, con mucha conciencia de lo que estamos diciendo. Que no sean meras palabras nuestras. La realidad es Cristo, Cristo realmente en ti y en mí, la esperanza de gloria. Que, al hablar algo, Cristo de alguna manera esté allí.
¿Por qué será que con algunos hermanos no nos entendemos? Si usted nos examina doctrinalmente, creemos lo mismo. Qué paradoja. Qué dolor debe haber en el corazón del Señor. Pero, si creyendo lo mismo, aun así no tenemos comunión espiritual real, que nos quede muy claro: Alguien no respetó los faros; alguien, de alguna manera, se quedó con el lenguaje; Cristo dejó de ser su todo.
Y Dios sigue diciendo con voz potente: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».
¿Está Cristo en cuanto hacemos? Entonces, Dios está allí. Si Él está, entonces, hay vida, hay gozo y alegría de estar juntos. ‘¡Qué saludable la visita de un hermano que nos trae más de Cristo!’ ¡Qué comunión interminable! ¡Qué dolor al despedirnos!, porque toda nuestra comunión y conversación estuvo centrada en la Persona bendita del que vive y reinará por los siglos de los siglos. ¡Aleluya, hermanos!, llenos de Cristo nos anhela el Padre.
Un faro en el camino
En Gálatas 2:1-2 se relata una reunión íntima de Pablo con Pedro, Jacobo y Juan en Jerusalén, donde éste les expuso el evangelio que predicaba. Luego de recibir su exposición, ellos le hicieron un encargo: «Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo cual también procuré con diligencia hacer» (10).
Es como si le hubiesen dicho: ‘Estás bien doctrinalmente, Pablo; pero pondremos un faro en tu camino. Hay algo que te va a regular: el trato que des a los pobres’. Usemos la palabra ‘pobre’ en el sentido amplio, refiriéndonos a los pequeños, los que no tienen mucho conocimiento, los más débiles en la casa del Señor.
«Acuérdate de los pobres». Amados hermanos, esto nos habla de humildad, de un corazón quebrantado ante el Señor. No un corazón altivo. Si tú eres humilde cuando estás frente a un hermano mayor que tú, pero, en ausencia de alguien que regule tu proceder, tratas con aspereza a los pequeños, ya no está Cristo allí; te vuelves un hombre legalista, y el Espíritu del Señor es contristado.
Hermanos, concluyamos esta palabra considerando dos de las siete cosas que el Señor aborrece en Proverbios 6:16-19: «…los ojos altivos». Cualquiera que se desvía de Cristo mostrará la altivez de su alma. No está Cristo en un hombre altivo; no está el espíritu de Cristo allí. Cristo es humilde. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».
La otra es «…y el que siembra discordia entre los hermanos». Dios aborrece los ojos altivos, y al que siembra discordia entre los hermanos. Somos llamados a unir el cuerpo de Cristo, no a separar a los hermanos; a amarnos unos a otros, a manifestar la vida preciosa del Señor.
El Señor lo es todo. Tenemos una facilidad terriblemente grande para desviarnos sutilmente. Deslizarse hacia las formas sin vida es muy fácil para un cristiano descuidado. Reuniones del partimiento del pan, sin vida; reuniones de oración, sin vida, un servicio mecánico, rutinario, etc. ¡El Señor nos libre!
El único antídoto para esto es una devoción a la persona bendita de nuestro Señor Jesucristo. Cada día digamos: «Señor, te necesito; sin ti, nada soy. Sólo en ti lo puedo todo. Señor, tú lo eres todo; yo no soy nada. Si en algo soy experto, es en causar problemas. Soy experto en producir tensión en medio de la comunión y en hablar de tal forma que fatigo a los oyentes».
Que el Señor permita que nos demos cuenta a tiempo, porque si Cristo está hablando, será grato escuchar a un siervo hablar por horas. Si recibimos vida de Cristo, ¡Aleluya! Tiene todo el tiempo disponible. Pero, si va a hablar el hombre… ¡Dios nos libre!
Si no estamos empapados de Cristo, la restauración de la iglesia podría parecer una cosa externa, una forma más, una corriente más. Nuestra única gloria, nuestro único gozo, es Cristo. Sin Cristo, seríamos una mera religión, y el Señor nos vomitaría de su boca. ¡Temblemos ante esto!
Sería saludable que cada uno se pregunte a sí mismo: ¿Qué está saliendo de mí? ¿Qué impresión estoy causando? ¿Aparezco yo, con todos mis conocimientos exhibidos, o aparece Cristo? ¿Aparezco yo con mi carisma, con mis dones, con mi propia personalidad, o es Cristo que está siendo manifestado?
Hermano, si apareces tú, aunque sea lo mejor de ti, habrá muerte en la casa del Señor. Pero nosotros estamos para ministrar la vida de Cristo. Preguntémonos cada día, constantemente, muchas veces, humillados en la presencia del Señor: «Padre mío, ¿cuánto de tu Hijo se ha formado en mí? En todos estos años de caminar contigo, ¿cuánto de Cristo ha sido en mí formado, que agrade tu corazón, y que sea bendición para los santos?».
Eso es lo único que tiene valor, realmente. Lo demás podría ser mera simpatía humana.
Síntesis de un mensaje impartido en la 3ª Conferencia Internacional, 2006.