La parte de la historia de la iglesia que no ha sido debidamente contada.
A lo largo de toda la Edad Media, numerosos grupos de creyentes dejaron el cristianismo organizado de sus días, para experimentar una fe más viva, sencilla y real, conforme al patrón de fe y práctica que encontraban en la Biblia. Fueron perseguidos y martirizados por miles a causa de su testimonio y, en algunas regiones, casi exterminados. Sin embargo, no fueron destruidos totalmente y permanecieron ocultos, esparcidos aquí y allá por toda Europa, hasta el advenimiento de la Reforma. Entonces salieron nuevamente a la luz, animados por la llama que un remoto monje agustino había encendido al clavar sus 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, por vuelta del año 1517.
Estaba naciendo la Reforma, y aquel oscuro monje no podía sospechar aún que la pequeña llama recién encendida, pronto se convertiría en una hoguera que haría arder Europa entera, y trastocaría para siempre la historia del cristianismo y aún de la propia civilización occidental.
Martín Lutero encendió la llama, pero muchos otros habían trabajado antes preparando la hoguera. Por eso, cuando se escuchó su grito de batalla «sola fe y sola Escritura», la mirada de muchos se alzó esperanzada hacia la promesa del nuevo día que parecía despuntar en el horizonte, entre las ruinas de la decadente cristiandad de su tiempo. Sin embargo, el día llegó cargado de enormes contrastes, con una tormenta de luces y sombras, nubes oscuras y relucientes rayos de sol.
Los Reformadores protestantes buscaron regresar a la Biblia como única norma de fe y conducta. No obstante, a los ojos de muchos cristianos de aquellos días, la restauración que propiciaron no fue lo suficientemente radical y se quedó, por así decirlo, a medio camino. Estos «otros» hermanos procuraron una restauración mucho más fundamental, que regresara a la misma esencia de la iglesia, tal como la encontraban en las páginas del Nuevo Testamento. Sus enemigos los llamaron anabaptistas, palabra griega que significa «rebautizadores», debido a su rechazo del bautismo infantil y su fuerte énfasis en la conversión individual, confirmada por el bautismo voluntario como señal exterior. Pero ellos se llamaban a sí mismos simplemente «hermanos».
Los comienzos
Los historiadores fechan comúnmente el origen de los anabaptistas en 1525, en la ciudad suiza de Zurich. Allí el reformador Ulrico Zwinglio estaba comenzando la reforma protestante en estrecha alianza con los magistrados de la ciudad. Entre sus seguidores tempranos estaban dos brillantes eruditos, que pertenecían a algunas de las familias más acomodadas de la ciudad: Conrad Grebel y Félix Manz. Este último era amigo cercano del reformador suizo. Sin embargo, muy pronto comenzaron a discordar de algunas de sus enseñanzas, especialmente en lo relativo a naturaleza de la iglesia y la salvación. Zwinglio enseñó, en un principio, que la restauración de la fe debía ser un retorno completo a las Escrituras, y que todo aquello que no estuviese explícitamente contenido en ellas debía ser desechado. Manz y Grebel adhirieron calurosamente a este principio.
No obstante, poco después, Zwinglio cambió de opinión, y desarrolló lo que vendría a ser la postura protestante clásica, sostenida también por Lutero, y más adelante por Calvino: Todo aquello que se encuentra explícitamente prohibido en las Escrituras debe ser desechado, mientras que lo demás puede ser mantenido, mientras no contravenga sus enseñanzas. La magnitud de esta divergencia era enorme, pues permitía a muchos reformadores contemporizar en diversos asuntos de práctica eclesiástica con los príncipes y magistrados de su tiempo, a fin de garantizar su respaldo a la causa protestante. En verdad, todos ellos estaban, en mayor o menor grado, convencidos de que la reforma protestante no podía tener éxito sin el apoyo político y militar de los príncipes.
Así, Zwinglio intentó crear una iglesia nacional «suiza», que incluyese a todos los «ciudadanos suizos» en ella, sin importar si eran o no verdaderamente cristianos. Por esta y otras razones, continuó aceptando el bautismo infantil, pues, lógicamente, en su concepto de iglesia no cabían la necesidad de conversión y regeneración individual.
Contra este estado de cosas reaccionaron Manz, Grebel y todos los demás anabaptistas. Para ellos, el principio resultaba inaceptable, pues violaba la clara enseñanza de la Escritura sobre la iglesia como una nación compuesta únicamente de hombres y mujeres redimidos, visiblemente separados del mundo, y sometida sólo a la autoridad de Cristo su cabeza. Para nosotros hoy, esta verdad puede parecer obvia, pero, por muchas razones no era así para la mayoría de los líderes protestantes.
Causas de la divergencia anabaptista
Durante la larga noche medieval, la identidad entre iglesia y cristiandad, considerada esta última como la suma de la naciones cristianas, se consideró un dogma incontrovertible de la fe. Este modo de ver las cosas se originó con la conversión del emperador romano Constantino en 312 D. C., y en su posterior confirmación del cristianismo como religión oficial del imperio.
Luego vino otro emperador, Justiniano, que en su famoso código lo declaró la religión exclusiva, y autorizó el uso de la fuerza y la espada contra los disidentes, fuesen «cismáticos» o «herejes». De este modo, cristianismo e imperio se hicieron casi sinónimos. El imperio protegía a la iglesia y la iglesia legitimaba al imperio. Vale decir, iglesia y estado estaban unidos.
De esta paradojal simbiosis surgió la cristiandad medieval, tras la caída del imperio romano de occidente. Esta caída produjo un inmenso vacío de poder y organización dentro de las zonas geográficas abarcadas por la desaparecida administración imperial y los pueblos que estaban bajo su dominio. Pero, la iglesia cristiana organizada fue llenando ese espacio, debido, en gran parte, a que en ella sobrevivió mucho de la organización y eficiencia administrativa del imperio que muchos recordaban con nostalgia.
No obstante, con el advenimiento de la Reforma, la situación política cambió, pues muchos de los príncipes y reyes europeos estaban cansados de someterse a lo que consideraban un dominio despótico y abusivo. Sin embargo, comprendían que para lograr su independencia debían contar con el apoyo del pueblo y para ello tenían que ofrecer a sus súbditos una religión que sustituyera la oficial y los liberara del control que ésta ejercía sobre sus conciencias.
Pero debía ser una religión para «todos» sus súbditos, vale decir, nacional. Por tanto, su apoyo a la Reforma estuvo siempre condicionado por esta perspectiva y necesidad. Que no se nos malinterprete. Sin duda, algunos de ellos fueron creyentes sinceros y piadosos, pero, inevitablemente su horizonte político-cultural condicionó y limitó su visión de la iglesia, así como la visión de los reformadores a los que prestaron su apoyo político y militar.
Contra esta nueva forma unión de la iglesia y el estado reaccionaron los anabaptistas, reconociendo con claridad el error de perspectiva de quienes la sustentaban y procurando arrojar la luz de la Palabra sobre este trascendental asunto por medios pacíficos.
En este punto se encuentra el origen de la tragedia anabaptista. Comenta Ismael Amaya: «Sin duda que sería difícil encontrar en la historia de la iglesia un acontecimiento más triste que el caso de los anabaptistas. Parecía como que los anabaptistas estaban en contra de todos, y todos en contra de ellos. Puesto que rechazaban las enseñanzas tanto de Lutero como de Zwinglio, y también del catolicismo, fueron víctimas de crueles persecuciones de parte de todos ellos. Pero su rechazo de la unión entre la iglesia y el estado, y del estado mismo, hizo que las autoridades seculares los consideraran como insurrectos.
Según el concepto prevaleciente en aquellos tiempos, la separación entre la iglesia y el estado era imposible. A1 afirmar esta doctrina, los anabaptistas escogieron el sangriento camino de los mártires, y su martirio constituye un monumento impresionante de la Reforma. Se sacrificaron por un principio que era inaceptable para la sociedad y la iglesia de su tiempo.
Como se oponían al catolicismo, al luteranismo, y al zwinglianismo, la iglesia los consideraba herejes, y como rechazaban el estado, éste los trataba como rebeldes. En consecuencia, fueron vistos como enemigos por los príncipes, por los reformadores protestantes, y por los líderes católicos, quienes los persiguieron sin piedad».
Muy pronto, esta discrepancia llevó, tanto a Grebel como a Manz, a distanciarse de Zwinglio. El 21 de enero de 1525, ambos fueron bautizados junto con algunos seguidores radicales de Zwinglio. Pues, después de mucho estudio y cuidadosa oración, habían llegado a la convicción de que debían bautizarse unos a otros. Este acontecimiento marcó el comienzo del movimiento anabaptista. Para ellos el bautismo (que practicaban por rociamiento o «aspersión») era la única forma de testimoniar el verdadero arrepentimiento y la conversión personal. En consecuencia, muy pronto estuvieron predicando y bautizando creyentes a través de toda Suiza.
Zwinglio y los magistrados de la ciudad reaccionaron decretando severas leyes contra quienes se «rebautizaban» (pues todos, a juicio de ellos, ya habían sido bautizados cuando niños), incluyendo la pena de muerte por ahogamiento; castigo que se convirtió en la forma de martirio más común entre los anabaptistas y al cual llamaron, el «tercer bautismo». Y además, convocaron a las autoridades de toda Europa a «cazarlos y aprehenderlos». Grebel huyó junto con otros hermanos, y murió de peste en 1526, después de predicar el evangelio en otras ciudades de Suiza. Félix Manz fue arrestado por Zwinglio y las autoridades de Zurich, atado y arrojado a las frías aguas del río Limmat, que corre por el centro de la ciudad.
La persecución contra los anabaptistas se desató con una crueldad inusitada por toda Europa, tanto en los países católicos como protestantes. Miles de hombres y mujeres fueron ahogados, enterrados vivos, y quemados. Se constituyeron cuerpos especiales de policía para buscarlos, llamados Täuferjäger (cazadores de anabaptistas). Los hijos de los mártires eran arrebatados a sus familias y entregados a familias de grupos eclesiásticos oficialmente reconocidos. En todas partes la persecución de los anabaptistas se convirtió en una política de estado.
Enseñanzas y prácticas
Debido a la temprana muerte de sus líderes más destacados, los anabaptistas nunca llegaron a escribir una exposición detallada y sistemática de sus enseñanzas. En verdad, tampoco deseaban crear un sistema de doctrina acabado y excluyente. Y además, nunca llegaron a constituir un movimiento organizado. Por lo mismo, se suele reunir bajo el rótulo de anabaptistas a grupos con intereses y creencias muy distintas e incluso opuestas.
En general, se reconocen tres grandes ramas: «los anabaptistas propiamente dichos», «los espirituales», y «los racionalistas anti-trinitarios» – aunque, sus perseguidores no distinguían entre ellos y los consideraban a todos como una sola cosa.
De entre ellos, quienes nos interesan en este artículo son los primeros. Estos adoptaron con sencillez las doctrinas cristianas históricas tales como la Trinidad y las dos naturalezas de Cristo (completamente divino y completamente humano), sin ningún interés especulativo ulterior. Al igual que Zwinglio, Lutero y Calvino, creían en la salvación por la sola gracia, por medio de la fe y sin obras meritorias, la autoridad final de las Escrituras y el sacerdocio de todos los creyentes. Pero divergían de ellos en cuanto a su práctica y aplicación.
Con respecto a la salvación, a la par de la justificación por la fe, enfatizaban la regeneración interior y una vida posterior de verdadera transformación como evidencia de ella. Por lo mismo, daban especial énfasis a la responsabilidad personal y a la conversión individual. No aceptaban el bautismo de niños, al que consideraban ineficaz, pues, decían, sólo quienes se han convertido de manera responsable y consciente pueden recibir el bautismo como señal de esa conversión. Y también, practicaban de modo real el sacerdocio de todos los creyentes, pues sus reuniones eran abiertas a la participación de todos los hermanos y hermanas, mientras que sus pastores y predicadores surgían de entre los mismos hermanos, muchas veces, sin mayor preparación formal. Además, practicaban una intensa vida de comunión entre sí, partiendo el pan y orando juntos por las casas.
En verdad, anhelaban formar iglesias de creyentes según el modelo del Nuevo Testamento, en oposición a las «iglesias estatales», donde era imposible distinguir entre creyentes falsos y verdaderos.
Por otro lado, rechazaban las persecuciones por motivos religiosos y las guerras asociadas con ellas. Fueron convencidos pacificadores en una era donde el odio y la intolerancia parecía ser la norma. Se debe, por lo mismo, rechazar la conocida tesis de que las crueldades de la cristiandad de su tiempo se explican por el «espíritu de la época». Los hermanos dejaron muy claro, para cualquiera que quisiera escucharlos, que el verdadero espíritu del evangelio es muy distinto. Y se debe consignar que tanto Lutero, como Zwinglio, Calvino y los demás líderes de la Reforma conocían muy bien sus enseñanzas. Sin embargo, y al parecer, no les afectaron demasiado.
Baltasar Hubmaier
Gran parte de las principales enseñanzas de los hermanos fueron desarrolladas y expuestas, tras la muerte de Grebel y Manz, por Baltasar Hubmaier, quien se convirtió así en unos de los líderes más importantes e influyentes en la historia de los hermanos. Hubmaier había sido un erudito católico prestigioso y reconocido en toda Europa. Su conversión al protestantismo fue considerada como un gran triunfo para la causa reformada. Era amigo de Erasmo y coincidía con los pacíficos y amables ideales cristianos del famoso humanista. Con respecto a los «cazadores de herejes», tanto católicos como protestantes, escribió: «Los inquisidores son peores que todos los herejes, porque, contrariando al doctrina y el ejemplo de Jesús, condenan a los herejes a la hoguera… Porque Cristo no vino para mutilar, matar, o quemar, sino para que las personas vivan en abundancia».
Después de su conversión, en 1522, fue obligado a dejar su cargo de vice-rector de la universidad católica de Regensburg, Alemania. Desde allí se trasladó a Waldshut, cerca de Zurich, en Suiza, para hacerse cargo de una naciente congregación protestante. No se sabe bien cómo entró en contacto con las ideas anabaptistas, pero es probable que fuese a través de los hermanos asociados con Grebel y Manz. En 1525, comenzó a predicar en oposición al bautismo infantil y poco después llevó a las cerca de 300 personas de la congregación en Waldshut a bautizarse, en un domingo de Pascua.
A partir de allí, comenzó una discusión panfletaria con Zwinglio, defendiendo la causa anabaptista. Pero cuando la policía del emperador apareció en Waldshut, se vio obligado a huir a Zurich, donde fue arrestado rápidamente por Zwinglio y su partido. Después de un tiempo en prisión, debatió públicamente con Zwinglio en un precario estado de salud y fue apabullado fácilmente por su robusto oponente. Acto seguido, este último lo mandó torturar para conseguir su retractación. Hubmaier, cedió bajo la tortura, firmó la retractación requerida, y fue puesto en libertad. Sin embargo, de inmediato se arrepintió con amargura de su debilidad y temor. Huyó a Moravia, donde continuó con su obra. Allí se convirtieron y bautizaron más de 6.000 personas como fruto de su ministerio.
Finalmente, en 1527, los Täufer-jäger del emperador lo apresaron y lo llevaron cautivo a Viena para ser juzgado y ejecutado. Fue quemado públicamente en la plaza del mercado, y mientras las llamas envolvían su cuerpo, se le escuchó repetir varias veces, «¡Jesús; Jesús!», antes de que el fuego silenciara para siempre su voz en este mundo. Tres días después, su valiente esposa fue arrojada desde un puente a las oscuras aguas del río Danubio, con una pesada piedra atada al cuello.
Hubmaier, al igual que todos los anabaptistas, fue acusado de rechazar toda forma de gobierno y aún la misma existencia del estado. Sin embargo, él negaba esta acusación, afirmando que se debe obedecer a los príncipes y gobernadores mientras ello no exija desobedecer la Palabra de Dios. Lo que en verdad rechazaba es la unión de la iglesia y el estado, a la par que abogaba por la libertad de conciencia.
Johanes Denck
Otro líder importante durante los primeros días de los hermanos fue Johanes Denck, quien en Basel había entrado en contacto con Erasmo y trabado amistad con el grupo de destacados eruditos que se reunían en torno a él. Luego fue profesor en una de las escuelas más importantes de Nüremberg, ciudad donde el joven luterano Ossiander llevaba adelante la Reforma.
Denck se desilusionó profundamente de ésta, al observar que muchos de los que se decían nominalmente «justificados por la fe» no mostraban ningún cambio real en sus vidas, ni mucho menos una conducta santa. Para él, esto no era sino el signo de una seria carencia en el evangelio que estaba siendo predicado. Ossiander lo denunció a los magistrados de la ciudad y éstos lo conminaron a abandonarla, sin permitirle una defensa pública de su fe, alegando que era demasiado hábil y astuto en la presentación de sus «errores». Denck se despidió de su familia y partió a una vida de destierro errabundo hasta el fin de sus días.
Dondequiera que fue, lo siguieron la calumnia y la difamación. Sus enemigos le atribuían toda clase de doctrinas perversas y llamaban a evitarlo como a un hombre extremadamente peligroso. A pesar de toda aquella violenta difamación, muchas veces escrita, Denck jamás pagó con la misma moneda en sus escritos. No se percibe en ellos ningún rastro de amargura o rencor hacia quienes lo calumniaban.
Aún más, en un tiempo de especial presión en su contra, escribió acerca de ellos: «Me aflige el corazón el estar en desunión con muchos de los cuales, de otra manera, no puedo considerar sino como mis hermanos, porque adoran al mismo Dios que yo adoro, y honran al Padre que yo honro. Por consiguiente, si Dios lo quiere y hasta donde es posible, no haré un adversario de mi hermano, tampoco de mi Padre un juez, pero, en tanto estoy en el camino, estaré reconciliado con todos mis adversarios».
Esta admirable declaración expresa muy bien la actitud con la que miles de hermanos enfrentaron la persecución e incluso el martirio durante aquellos días, dejando detrás de sí un imperecedero testimonio del verdadero espíritu del Señor Jesucristo y su evangelio.
Denck cumplió hasta el fin con este propósito. De Nüremberg pasó a Augsburgo, donde conoció a Hubmaier y fue bautizado, ligándose así con los hermanos anabaptistas. Después de un tiempo de ministerio allí, la obra creció rápidamente, pero debió huir nuevamente y buscar refugio en Estraburgo, donde existía una importante asamblea de hermanos bautizados. En esa ciudad los líderes del partido protestante eran Capito y Bucer. El primero simpatizaba con los hermanos y tenía esperanzas de llegar a un entendimiento con ellos. Sin embargo, Bucer recelaba de su influencia y solicitó a los magistrados que expulsaran a Denck.
Obligado por la situación, partió hacia Worms, donde se dio a la tarea de traducir e imprimir los Profetas Mayores y Menores. Volvió nuevamente a Augsburgo para una conferencia de hermanos venidos de varios distritos. Allí se opuso decididamente a aquellos que se inclinaban al uso de la fuerza contra quienes los perseguían. Se la llamó, «la conferencia de los mártires», debido al gran número de participantes que más tarde selló su vida con el martirio.
Finalmente, en 1527, después de ir de una parte a otra , perseguido y rechazado, y tras pasar por muchas aflicciones y necesidades, Denck llegó a Basel con su salud quebrantada. Allí volvió a encontrase con los viejos amigos de su juventud. El compasivo reformador Ecolampadio lo encontró casi moribundo y lo acogió en su casa, donde poco tiempo después murió, en descanso y en paz al fin.
Poco antes de morir, escribió: «Dios sabe que no busco otro fruto, excepto el que realmente muchos, con un corazón y un alma, glorifiquen al Padre de Nuestro Señor Jesucristo, sean o no circuncidados y bautizados. Porque pienso de un modo muy distinto a aquellos que atan el Reino de Dios excesivamente a ceremonias y elementos de este mundo, cualesquiera que ellos sean». En aquellos días de escasa tolerancia, afirmó: «En asuntos de fe, todos deberían ser libres para actuar voluntariamente y por propia convicción». (Continuará).