Si no hay Dios, la vida que tenemos carece de significado, valor o propósito último.
La necesidad de Dios y la inmortalidad
Loren Eiseley escribe: «El hombre es el Huérfano Cósmico; es la única criatura en el universo que pregunta: ¿Por qué?». Otros animales tienen su instinto para guiarlos, pero el hombre ha aprendido a hacer preguntas. «¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy?». Desde la Ilustración, cuando se despojó de los grilletes de la religión, el hombre ha intentado contestar estas preguntas sin hacer referencia a Dios. Pero las respuestas que ha hallado no han sido estimulantes, si no oscuras y terribles. «Eres un subproducto accidental de la naturaleza, el resultado de la materia más el tiempo y el azar. No hay ninguna razón para tu existencia. Todo lo que enfrentas es la muerte».
El hombre moderno pensó que al librarse de Dios, se había librado de todo aquello que lo reprimía y ahogaba. Sin embargo, descubrió que al matar a Dios, se había dado muerte a sí mismo. Porque si no hay Dios, la vida de hombre se vuelve absurda.
Si Dios no existe, tanto el hombre como el universo están inevitablemente condenados a la muerte. El ser humano, como todos los organismos biológicos, debe morir. Sin la esperanza de la inmortalidad, la vida de hombre lleva solo a la tumba. Su vida no es sino una chispa en la oscuridad infinita, una chispa que nace, parpadea, y muere para siempre.
Por consiguiente, todos debemos enfrentar lo que el teólogo Paul Tillich ha llamado «la amenaza del no ser». Porque aunque ahora sé que existo, que estoy vivo, sé también que algún día ya no existiré, que ya no seré más, que voy a morir. Este pensamiento es pasmoso y amenazador: ¡Pensar que la persona que llamo «yo» dejará de existir, que no será más!
Recuerdo vivamente la primera vez que mi padre me dijo que algún día yo moriría. De algún modo, como niño, el pensamiento simplemente nunca había cruzado por mi mente. Cuando me lo dijo, quedé lleno de miedo y una insoportable tristeza. Y aunque intentó repetidamente asegurarme que esto ocurriría en mucho tiempo más, eso no parecía importar. Fuese antes o después, el hecho innegable era que yo moriría y ya no sería más, y esta idea me resultó abrumadora. Eventualmente, como todos, llegué simplemente a aceptarlo.
Todos aprendemos a vivir con lo inevitable. Pero esa percepción infantil sigue siendo cierta. Como el existencialista francés Jean-Paul Sartre observó: «Algunas horas o algunos años no hacen ninguna diferencia una vez que se ha perdido la eternidad».
Ya sea que llegue antes o después, la perspectiva de la muerte y la amenaza del no ser es un horror terrible. Pero una vez conocí un estudiante que no sentía esta amenaza. Decía que había crecido en una granja y estaba acostumbrado a ver los animales nacer y morir. La muerte era para él simplemente algo natural, parte de la vida, por así decirlo.
Yo estaba intrigado por lo diferente que eran nuestras perspectivas acerca de la muerte y encontraba difícil entender por qué él no sentía la amenaza de no ser. Después de varios años, pienso que encontré mi respuesta leyendo a Sartre. Sartre observó que la muerte no es amenazante en tanto la veamos como la muerte del otro, cuando la vemos en tercera persona, por así decirlo. Es solo cuando la internali-zamos y la vemos en primera persona («Mi muerte: Yo voy morir») que la amenaza del no ser se vuelve real.
Como indica Sartre, muchas personas nunca asumen esta perspectiva de primera persona en su vida; uno puede mirar incluso su propia muerte desde un punto de vista de tercera persona, como si fuera la muerte de otro o incluso de un animal, como hizo mi amigo. Pero el verdadero significado existencial de mi muerte solo puede apreciarse de la perspectiva de primera persona, cuando comprendo que yo voy morir y dejaré de existir para siempre. Mi vida es meramente una transición momentánea del olvido al olvido.
Y el universo, también, enfrenta la muerte. Los científicos nos dicen que el universo se está expandiendo, y todo en él se aleja más y más. Mientras esto sucede, se vuelve más y más frío, y su energía se agota. En el futuro todas las estrellas se consumirán y toda la materia colapsará en estrellas muertas y agujeros negros. No habrá luz en absoluto; no habrá calor; no habrá vida; solo los cadáveres de estrellas y galaxias muertas, siempre expandiéndose en la oscuridad interminable y las frías profundidades del espacio: un Universo en ruinas. Así que no solo la vida de cada persona individual está condenada; la raza humana entera está condenada. No hay escapatoria. No hay esperanza.
Lo absurdo de la vida sin Dios y sin inmortalidad
Si no hay Dios, entonces el hombre y el universo están condenados. Como prisioneros sentenciados a muerte, esperamos nuestra inevitable ejecución. No hay Dios ni inmortalidad. ¿Y cuál es la consecuencia de esto? Significa que la vida misma es absurda, que la vida que tenemos carece de significado, valor, o propósito último. Miremos cada uno de éstos.
No hay significado último sin inmortalidad y sin Dios
Si cada persona deja de existir cuándo muere, entonces ¿qué significado último puede darse a su vida? ¿Importa realmente si alguna vez existió? Su vida puede ser importante en relación a ciertos eventos, pero, ¿cuál es el significado último de cualquiera de esos eventos? Si todos los eventos carecen de sentido, entonces, ¿cuál puede ser el significado o influencia última de cualquiera de ellos? En última cuenta, no hacen ninguna diferencia.
Veámoslo desde otra perspectiva: Los científicos dicen que el universo en originó en una explosión denominada el «Big Bang» hace unos 13 mil millones de años. Suponga que el Big Bang nunca hubiera ocurrido. Suponga que el universo nunca hubiera existido. ¿Qué diferencia sustancial haría? De todos modos, el universo está condenado. Al final de cuentas, no hace ninguna diferencia si el universo alguna vez existió o no. Por consiguiente, carece de significado último.
Lo mismo es verdad con respecto a la raza humana. La humanidad es una especie condenada en un universo agonizante. Porque la raza humana dejará de existir en el futuro; da lo mismo si alguna vez existió. La humanidad, así, no es más significativa que un enjambre de mosquitos o un corral de cerdos, pues su destino es el mismo. El mismo ciego proceso cósmico que los escupió en primer lugar se los tragará a todos en el futuro.
Y lo mismo es verdad de cada persona individual. Las contribuciones del científico al adelanto del conocimiento humano, las investigaciones del doctor para aliviar el dolor y el sufrimiento, los esfuerzos del diplomático por afianzar la paz en el mundo, los sacrificios de hombres buenos en todo lugar para mejorar la condición de la raza humana: todos éstos llegan a nada. Éste es el horror del hombre moderno: dado que acaba en nada, es nada.
Pero es importante ver que no es solo inmortalidad lo que necesita el hombre si su vida ha de ser significativa. La mera duración de la existencia no hace a esa existencia significativa. Si el hombre y el universo pudieran existir para siempre, pero no hubiera Dios, su existencia aún carecería de significado último.
Como ilustración, una vez leí un cuento de ciencia-ficción en que un astronauta estaba aislado en un yermo trozo de piedra perdido en el espacio exterior. Con él tenía dos frascos: uno contenía veneno y el otro una poción que lo haría vivir para siempre. Comprendiendo su predicamento, bebió el veneno. Pero entonces, para su horror, descubrió que había bebido del frasco equivocado, había bebido la poción de la inmortalidad. Y eso significaba que él estaba bajo la maldición de existir para siempre, una vida interminable y carente de sentido.
Ahora, si Dios no existe, nuestras vidas son exactamente lo mismo. Podrían seguir y seguir y aún carecer absolutamente de sentido. Aún podríamos preguntar de la vida: «¿Y qué?». Así que no es solo la inmortalidad lo que el hombre necesita si su vida ha de ser significativa en último término; necesita a Dios y la inmortalidad. Y si Dios no existe, carece de ambos.
El hombre del siglo XX llegó a entender esto. Lean «Esperando a Godot» de Samuel Beckett. Durante toda la obra, dos hombres mantienen una conversación trivial mientras esperan que llegue un tercer hombre, el cual nunca aparece. Nuestras vidas son así, está diciendo Beckett; solo matamos el tiempo esperando. ¿Esperando qué? No lo sabemos. En un trágico retrato del hombre, Beckett escribió otra obra en que el telón se abre revelando un escenario cubierto de basura. Durante treinta largos segundos, el público se sienta y mira fijamente en silencio esa basura. Entonces el telón se cierra. Eso es todo.
Los existencialistas franceses Jean-Paul Sartre y Albert Camus entendieron esto también. Sartre retrató la vida en su obra «Sin Salida» como el infierno. Su obra termina con las palabras de resignación: «Bien, sigamos con él». Así, Sartre escribe en otra parte acerca de la «náusea» de la existencia. Camus, también, vio la vida como un absurdo. Al final de su novela breve «El Extranjero», el héroe de Camus descubre en un destello de comprensión que el universo no tiene significado y que no hay Dios para darle uno.
Así, si no hay Dios, entonces la vida misma, el hombre y el universo, carecen de significado último.
No hay valor último sin inmortalidad y sin Dios
Si la vida acaba en la tumba, entonces da lo mismo si uno ha vivido como un Stalin o como un santo. Dado que el destino de cada uno finalmente no se relaciona con la propia conducta, usted puede simplemente vivir como mejor le parezca. Como lo expuso Dostoyevsky: «Si no hay inmortalidad, todas las cosas están permitidas».
Sobre esta base, un escritor como Ayn Rand está completamente en lo cierto al alabar las virtudes del egoísmo. Viva totalmente para el yo; ¡no hay nadie que le haga rendir cuentas! De hecho, sería estúpido hacer algo diferente, pues la vida es demasiado corta para arriesgarla actuando por otra cosa que no sea puro interés propio. Sacrificarse en favor de otro sería estúpido.
Pero el problema es aun peor. Porque, dejando de lado la inmortalidad, si no hay Dios, no puede haber estándares objetivos del bien y el mal. Todo lo que confrontamos es, en palabras de Jean-Paul Sartre, el hecho desnudo, carente de valor, de la existencia. Los valores morales son ya sea solo expresiones de gusto personal o los derivados de la evolución y condicionamiento socio-biológico.
En un mundo sin Dios, ¿quién puede decir cuáles valores son correctos y cuáles no? ¿Quién puede juzgar que los valores de Adolfo Hitler son inferiores a los de un santo? El concepto de moralidad pierde todo significado en un universo sin Dios. Como un eticista ateo contemporáneo señala: «Decir que algo es malo porque está prohibido por Dios, es absolutamente comprensible para cualquiera que cree en un legislador divino. Pero decir que algo está mal, aun cuando no haya ningún Dios para prohibirlo, no es comprensible. El concepto de obligación moral es ininteligible aparte de la idea de Dios. Las palabras permanecen pero su significado se ha ido».
En un mundo sin Dios, no puede haber bien y mal en un sentido objetivo, solo nuestros juicios subjetivos cultural y personalmente relativos. Esto significa que es imposible de condenar la guerra, la opresión o el crimen como algo malo. Ni tampoco es posible alabar la fraternidad, la igualdad y el amor como algo bueno. Porque en un universo sin Dios, el bien y el mal no existen, solo esta el hecho desnudo y sin valor de la existencia, y no hay nadie que diga que tú tienes la razón y yo estoy equivocado.
No hay propósito último sin la inmortalidad y sin Dios
Si la muerte nos espera con los brazos abiertos al final del camino, ¿cuál es entonces el propósito de la vida? ¿Es todo para nada? ¿No hay razón para la vida? ¿Y qué del universo? ¿Es absolutamente en vano? Si su destino es una tumba helada en el vacío del espacio exterior, la respuesta debe ser: Sí, es vano. No hay ninguna meta, ningún propósito para el universo. Los restos de un universo muerto simplemente seguirán expandiéndose y expandiéndose para siempre
¿Y qué del hombre? ¿No hay ningún propósito en absoluto para la raza humana? ¿O simplemente desaparecerá algún día en el olvido de un universo indiferente? El escritor inglés H. G. Wells previó tal perspectiva. En su novela «La Máquina del Tiempo», el viajero del tiempo de Wells viaja lejos en el futuro para descubrir el destino de hombre. Todo lo que encuentra es una tierra muerta, salvo por un poco de liquen y musgo, orbitando un gigantesco sol rojo. Los únicos sonidos son el zumbido del viento y las suaves olas del mar.
«Más allá de estos sonidos inanimados», escribe Wells, «el mundo estaba silencioso. ¿Silencioso? Sería difícil expresar su quietud. Todos los sonidos de hombre, el balido de oveja, los gritos de las aves, el zumbido de los insectos, el movimiento que sirve de fondo a nuestras vidas, todo se había acabado». Y así, el viajero de tiempo de Wells regresó, pero, ¿a qué? Meramente a un punto anterior en la carrera sin objeto hacia el olvido. Cuando, como no cristiano, leí por primera vez el libro de Wells pensé: «¡No, no! ¡No puede acabar así!». Pero si no hay Dios, así es como acabará, nos guste o no. Esta es la realidad en un universo sin Dios: no hay esperanza; no hay propósito.
Lo que es verdad para la humanidad como un todo es verdad individualmente para cada uno de nosotros: estamos aquí sin ningún propósito. Si no hay Dios, entonces nuestra vida no es cualitativamente diferente de la de un perro. Como el antiguo autor de Eclesiastés lo pone: «Los hombres terminan igual que los animales; el destino de ambos es el mismo, pues unos y otros mueren por igual, y el aliento de vida es el mismo para todos, así que el hombre no es superior a los animales. Realmente, todo es absurdo, y todo va hacia el mismo lugar. Todo surgió del polvo, y al polvo todo volverá». (Ecl. 3:19-20, NVI).
En este libro, que se lee más como un pedazo de literatura existencialista moderna que como un libro de la Biblia, el escritor muestra la futileza del placer, la riqueza, la educación, la fama, la política y la honra en una vida condenada a acabar en la muerte. ¿Su veredicto? «¡Vanidad de vanidades! Todo es vanidad!» (1:2).
Si la vida acaba en la tumba, entonces no tenemos ningún propósito último por el cual vivir. Y más que esto, aunque no acabara con la muerte, sin Dios, la vida aún carecería de propósito. El hombre y el universo serían entonces simples accidentes del azar, lanzados a la existencia sin razón.
Sin Dios, el universo es el resultado de un accidente cósmico, una explosión fortuita. No hay razón para su existencia. En cuanto al hombre, es un capricho de la naturaleza—un producto ciego de la materia, más el tiempo, más el azar. Es simplemente un poco de cieno que desarrolló racionalidad.
Como un filósofo lo ha puesto: «La vida humana está montada sobre un pedestal subhumano y debe desplazarse por sí sola en el corazón de un universo silencioso e inconsciente».
Lo que es verdad del universo y de la raza humana también es verdad de nosotros como individuos. Si Dios no existe, entonces usted es simplemente un aborto de la naturaleza, lanzado a un universo sin propósito para vivir una vida sin propósito.
Así, si Dios no existe, significa que el hombre y el universo existen sin propósito, dado que el fin de todo es la muerte, y que llegaron a existir sin propósito, dado que son solo productos ciegos del azar. En pocas palabras, la vida carece absolutamente de razón. ¿Entiende usted la gravedad de la alternativa que se nos presenta?
Si Dios existe, hay esperanza para el hombre. Pero si Dios no existe, todo lo que nos queda es la desesperación.
¿Entiende por qué la pregunta sobre la existencia de Dios es tan vital para el ser humano? Como un escritor ha dicho muy acertadamente: «Si Dios está muerto, entonces el hombre también está muerto». Desgraciadamente, la gran masa de la humanidad no comprende este hecho. Continúan adelante como si nada hubiera cambiado.
Esto me recuerda la historia de Nietzsche del loco que en las primeras horas de la mañana irrumpió en el mercado, linterna en mano, gritando: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!». Dado que muchos de los presentes no creían en Dios, provocó mucha risa. «¿Dios se ha perdido? «, se mofaron de él, «¿O está escondido? ¡O quizá se ha ido de viaje o ha emigrado!». Le gritaron y se rieron.
Entonces, el loco se volvió hacia la multitud y los atravesó con su mirada. «¿Dónde está Dios?», les gritó. «Yo les diré. Nosotros lo hemos matado: ustedes y yo. Todos nosotros somos sus asesinos. ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos beber al mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hicimos cuándo desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se está moviendo ahora? ¿Lejos de todos los soles? ¿Acaso no nos hundimos continuamente, hacia atrás, hacia los lados, adelante, en todas las direcciones? ¿Queda un arriba y un abajo? ¿No estamos extraviándonos como en una infinita nada? ¿No sentimos el aliento del espacio vacío? ¿No se ha vuelto más frío? ¿No viene noche y más noche? ¿No deben encenderse las linternas por la mañana? ¿No oímos todavía del ruido de los sepultureros que están enterrando a Dios? … Dios está muerto … Y nosotros lo hemos matado. ¡Cómo nosotros, asesinos entre los asesinos, nos consolaremos!».
La muchedumbre miró fijamente al loco en el silencio y asombro. Por fin este azotó su linterna en el suelo. «He venido demasiado pronto», dijo. «Este tremendo evento aún está en camino; no ha alcanzado los oídos del hombre todavía».
Los hombres no entendieron realmente las consecuencias de lo que habían hecho al matar a Dios. Pero Nietzsche predijo que algún día la gente comprendería las implicaciones de su ateísmo; y este descubrimiento introduciría una edad de nihilismo: la destrucción de todo significado y valor en la vida.
La mayoría de las personas aún no reflexiona en las consecuencias del ateísmo y así, como la muchedumbre en el mercado, sigue inconscientemente su camino. Pero cuando comprendemos, como hizo Nietzsche, lo que el ateísmo implica, entonces su pregunta nos golpea fuertemente: «¿Cómo nosotros, los asesinos de todos los asesinos, nos consolaremos?». (Continuará)
William Lane CraigTomado de: http://www.reasonablefaith.org/