El profeta Jeremías es conocido como «el profeta llorón», pues su libro está cargado de emotividad y de lágrimas por Judá. Es el profeta que dice, por ejemplo: «¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!». Sin embargo, sus lágrimas no son solo suyas – son también el llanto de Dios por la nación apóstata. Una nación que, pese a los múltiples llamados al arrepentimiento, enfrenta ahora su día postrero. Jeremías fue testigo de la caída de Jerusalén y del éxodo de los exiliados.
Pero Jeremías es también el «profeta llorón» porque escribió el libro de Lamentaciones. Según cuenta la tradición, lo escribió sentado sobre un monte cercano, mientras veía la devastación de la ciudad. Sus palabras se alzan entonces, en oleadas de dolor creciente, como un delicado gemido, en imprecaciones y ayes. Su alma afligida se desgrana en desgarradoras metáforas.
Entonces repite especialmente una, la de la mujer. Jerusalén es una mujer. ¿No había sido Dios su Amado y ella la amada, a la cual Dios había lavado, enjoyado y vestido de hermosura? Pero ahora Jerusalén es la mujer adúltera que se ha vuelto «como viuda», y llora amargamente en la noche. En otro tiempo había sido hermosa, pero después se entregó a sus amantes, los cuales la humillaron y la abandonaron. Ella «suspira», y lamenta, mientras observa sus vestiduras inmundas: «Di voces a mis amantes, mas ellos me han engañado».
El profeta, entonces, se compadece y le dice: «Grande como el mar es tu quebrantamiento, ¿quién te sanará?». No hay nada que se pueda hacer ahora, sino llorar, así que la invita a hacerlo: «Oh hija de Sion, echa lágrimas cual arroyo día y noche; no descanses, ni cesen las niñas de tus ojos». Luego el profeta recrimina a los profetas falsos porque ellos «vieron para ti vanidad y locura; y no descubrieron tu pecado para impedir tu cautiverio, sino que te predicaron vanas profecías y extravíos».
Es Jeremías, «el profeta llorón». La imagen de Jeremías llorando sobre Jerusalén se repite casi seiscientos años más tarde. No se trata de Jeremías, por supuesto, sino de Jesús, con el cual sus contemporáneos le hallaban cierto parecido. Él también llora, y en su llorar va diciendo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor».
La ciudad no está aún desolada; sin embargo, Jesús puede verla tal como estaría cuarenta años después. Exactamente como la vio Jeremías.
Pero la imagen de un profeta llorando por Jerusalén tiene una tercera manifestación. Hoy la verdadera Jerusalén –la iglesia– también está desolada, y el Señor Jesús nuevamente llora sobre sus ruinas. Es el llanto de Cristo por su amada infiel. Casi todo lo que Jeremías dice sobre aquella viuda en Lamentaciones es aplicable hoy a la iglesia. ¿Se unirán los profetas de hoy al llanto de Cristo por su amada, como hizo Jeremías anticipadamente sobre Jerusalén?
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