Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor».
– Efesios 5:15-17.
Nuestro anhelo como creyentes es agradar el corazón de nuestro Padre, haciendo su voluntad en todo tiempo. Sin embargo, en los días malos en que vivimos, a menudo nos vemos envueltos en la carrera loca del mundo, situación que de una u otra forma minimiza la eficacia de nuestro servicio al Señor, debilitándolo o haciéndolo poco fructífero. Como resultado, cuando tenemos conciencia de no haber llenado la medida de Dios, nos sentimos frustrados.
Esta debilidad, la mayoría de las veces, es consecuencia de no haber atendido a la perfecta voluntad de Dios, con respecto al lugar que damos en nuestro corazón a las cosas celestiales y a las cosas terrenales. El apóstol Pablo, en los últimos capítulos de su epístola a los Efesios, nos señala claramente la voluntad de Dios en relación a las prioridades en la vida del creyente: Dios está primero; después, la familia y la relación entre esposos y entre padres e hijos; luego el trabajo y la relación entre siervos y patrones.
Cabe preguntarnos: ¿Cómo estoy utilizando mi tiempo? ¿Estoy dando prioridad a las cosas celestiales? ¿O es mi familia mi principal dedicación? ¿O es mi trabajo el que ocupa el sitial preferente? Si el orden de Dios es alterado, sufriremos pérdida.
«Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas» (Dt. 6:5). El mandamiento para todo creyente es buscar primero el reino de Dios y su justicia. Esto implica nuestro servicio al Señor y a los hermanos. Si nos ocupamos con diligencia en los negocios de nuestro Padre, él se ocupará de los nuestros.
Otra parte importante de nuestro tiempo es la que dedicamos a la familia. La institución familiar en el mundo de hoy va siendo cada día más desacreditada, y esta situación es el origen de la falta de comunicación, la pérdida de autoridad de los padres, la desobediencia de los hijos, y toda la secuela de males que va carcomiendo moralmente a la sociedad. El creyente no puede cometer la insensatez de desatender a su familia, ni aun con el pretexto de servir a Dios.
Por último, está el trabajo. La sociedad de consumo nos empuja en una búsqueda insaciable de satisfacciones y bienes materiales. En nuestro país se ha acuñado el término ‘trabajólico’, para referirse a la persona exageradamente adicta al trabajo. El cristiano no debería caer en esa trampa. Detrás de todo, está la estrategia de Satanás, quien, en el caso de los creyentes, los agobia con tareas y los neutraliza en su servicio al Señor. Por tanto, «teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto» (1 Tim. 6:8).
Dios tiene la preeminencia. Y todo lo demás tiene su lugar de precedencia en la vida del creyente. Hay un equilibrio en nuestro tiempo dedicado al Señor, a la familia o al trabajo secular, que solo el Señor –en su gracia– nos puede conceder. Que él nos socorra para que podamos andar sabiamente, redimiendo nuestro tiempo y haciendo Su voluntad.
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