Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.
Lucas 15
Con excepción de los tres primeros versículos que son la introducción de Lucas, y el principio del versículo 11 que sirve solo de enlace, todo el capítulo contiene las palabras pronunciadas por nuestro Señor, y son de suma importancia por lo que se proponen enseñar.
El capítulo se destaca por sobre las cumbres de la literatura bíblica, por su belleza pictórica incomparable; pero de una manera principal, porque enfoca verdades con respecto a Dios y al hombre, que son fundamentales en tal sentido.
Aunque la llave de la interpretación está colgada a la entrada, se necesita de algo más para tener una idea cabal; es necesario leer los capítulos 14, 15 y 16 y los primeros diez versículos del capítulo 17. Todos ellos constituyen el relato de las actividades del último sábado en la vida de Jesús, anterior a aquel con el cual comenzó la semana final y culminó en la cruz, y del cual no tenemos nada escrito.
No es posible, ni necesario por ahora, detenernos en los capítulos mencionados; baste hacer notar que el capítulo 14 termina con un párrafo en el que nuestro Señor enuncia las condiciones del discipulado, en un lenguaje tal vez mucho más riguroso de aquel que había empleado antes, sin que esto quiera decir que Jesús había alimentado en los hombres la idea de que seguirle era cosa fácil.
En dicho párrafo se deja oír por tres veces su voz diciendo: «No puede ser mi discípulo». Si colocamos esta declaración lado a lado de lo que ha venido expresando, nos daremos cuenta de lo estricto de sus condiciones.
Las últimas palabras con las cuales se cierra el capítulo y que salieron de los labios de Jesús, fueron: «El que tiene oídos para oír, oiga» (14:35). Es allí donde principia el capítulo 15, y realmente continúa en estrecha relación con las palabras: «Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle».
Él había expresado las condiciones del discipulado, como habíamos dicho, en un lenguaje que revelaba lo estricto de las mismas; y es interesante observar que aquellos que más le necesitaban fueron los más ansiosos de escucharle.
Lucas no nos da una descripción en detalle de la manera como Jesús recibió a tales gentes, pero lo que nos dice es bastante para darnos una idea. Cerca, y observándolo todo, los fariseos y los escribas murmuraron: «Este a los pecadores recibe y con ellos come».
No hay duda de que esto fue lo que vieron en esta ocasión: a Jesús recibiendo a los pecadores y comiendo con ellos. Fariseos y escribas rectos según su propia estimación, y por esa circunstancia sin necesidad de arrepentimiento, tenían en gran menosprecio a aquella multitud ceremonialmente sucia, y tal vez muchos de entre ella literalmente sucios; y a todos los agruparon designándolos con una palabra: «pecadores».
Ellos contemplaron a Jesús recibiendo a tal clase de gente como si él fuera su amigo y ellos también lo fueran; no se mantenía a distancia, sino que estaba en medio de ellos, comiendo con ellos; y el comentario de ellos con respecto a él fue de profunda desaprobación.
Tales fueron las circunstancias que provocaron estas interesantes palabras de nuestro Señor. Lucas dice: «Entonces él les refirió esta parábola, diciendo»; y ese «les» se refiere principalmente al grupo de fariseos y escribas que le criticaban, aunque sin excluir a todas aquellas gentes señaladas como «pecadores». Sin embargo, Jesús aludió más a aquellos llamados «virtuosos» que tenían hacia los pecadores un absoluto desprecio, hombres sin compasión, porque no conocían nada del corazón de Dios.
La enseñanza se propone, entonces, dar a estos escribas y fariseos la razón de Su actitud hacia los pecadores; es como si el Señor les hubiera dicho: «Estáis observando algo que no entendéis»; y acto seguido comenzó a interpretarles aquello que se presentaba delante de sus ojos.
No hay duda de que, si estos que vigilaban a Jesús estaban interesados en él, imaginaron que Su actitud hacia los pecadores traería como resultado Su propia contaminación; y por ello todo el móvil de Su enseñanza fue para demostrarles que lejos de ser así, el resultado sería más bien la restauración de los perdidos.
Tres parábolas en una
Al examinar las enseñanzas de Jesús, la primera cosa que advertimos es que no hay más que una sola parábola en lugar de tres. Lucas claramente dice: «Entonces él les refirió esta parábola». Y todo lo que les enseñó, de principio a fin, constituyó una parábola.
Podemos hablar con toda propiedad de tres parábolas, si recordamos que en último análisis, las tres constituyen un tríptico. No puede haber ninguna verdadera interpretación de lo que Jesús enseña, si se omite cualquiera de ellas; las tres son necesarias para la revelación del pensamiento del Señor.
Adelantándonos un poco, y resumiendo, podemos decir que el tema único de la parábola, es el de la gracia de Dios. Si se nos objetara que la palabra gracia no se encuentra por ninguna parte, diríamos como respuesta que aun cuando no se encuentra precisamente aquel término, el hecho de la gracia está latente desde el principio hasta el fin.
De esta manera la parábola tuvo por objeto enseñar a estos directores espirituales, algo de la verdad más profunda con respecto a Dios. Ellos conocían Su justicia; ellos conocían Su rectitud; ellos conocían Su santidad; pero no conocían Su gracia. Ésta era la que Jesús les estaba poniendo al descubierto, y al mismo tiempo, si tenían ojos para ver, les estaba revelando la verdad acerca de la gente a quien ellos tenían en menosprecio; les estaba haciendo ver que si tal gente no tenía lugar en el corazón de ellos, sí lo tenía en el corazón de Dios.
Cosas perdidas y cosas halladas
La parábola se divide naturalmente en tres partes, mostrando primero a un pastor que sufre en la búsqueda de su oveja perdida; luego a una mujer que busca una moneda perdida hasta que la encuentra; y finalmente a un padre que canta de alegría cuando su hijo regresa al hogar.
Hay unidad en la parábola en el hecho de que trata de cosas perdidas: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido.
La parábola también destaca el valor del individuo sobre la masa; aunque es cierto, y debe recordarse siempre, que él amó a la humanidad en la multitud, no debe perderse de vista que en esta ocasión él piensa en el individuo: un hombre que ha perdido una oveja; una mujer que ha perdido una moneda; un padre que ha perdido a un hijo. De esta manera se exalta el valor del individuo; y en la medida en que esto se reconozca, se podrá apreciar mejor el valor de la multitud.
La parábola no trata solo de cosas perdidas, sino de cosas perdidas que se buscan, de cosas perdidas que se hallan, y de cosas perdidas que se restauran. El pastor busca la oveja; la mujer busca la moneda; pero aquí hemos de hacer una pausa, porque el padre no busca al hijo, sino le recibe cuando el hijo lo busca.
El Hijo como el buen Pastor
Es de suyo evidente que en una perspectiva tan general como es ésta en que nos estamos colocando, solo podemos ver la parábola en bosquejo. Al hacerlo, contemplemos primero el cuadro del Pastor.
Todos los que leen esta narración están de acuerdo en que aquí tenemos un cuadro del mismo Hijo de Dios. Él ya había usado esta figura de lenguaje antes; la empleó cuando instruía a sus discípulos en Cesarea de Filipo después de la confesión de Pedro (Mat. 16); y después, en la controversia que tuvo con sus enemigos al darles razón de lo que había hecho con el hombre ciego de nacimiento, habló de sí mismo como del «buen Pastor», declarando lo que eso significaba en relación con su misión.
En esta parábola, en términos generales, él emplea la misma figura de lenguaje. El método estuvo caracterizado por la sencillez; y no obstante, a la luz de todos los hechos y de la interpretación a que se ha hecho referencia, la cual se encuentra en Juan capítulo 10, apenas conocemos algo de lo que tal actitud pastoral significó.
De esta manera, en la primera parte de la parábola, él estaba interpretando su misión; misión que consiste en buscar a la oveja perdida.
El Espíritu y la iglesia
La segunda fase de la parábola está representada por la mujer que busca una moneda. Nos sorprende este cambio de cuadro de un pastor a una mujer. Para esta mujer que busca la pieza de plata, la moneda era aún de valor, pero estaba perdida; había dejado de ser moneda circulante.
Permítaseme recordar que, desde la primera página de la Biblia, Dios se revela en el hecho y en el misterio de la Maternidad; ello está claramente sugerido en el primer capítulo del Génesis cuando refiriéndose al Espíritu Santo dice: «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas».
La expresión «se movía» alude a las alas extendidas de la maternidad. Mientras que el hecho de la paternidad de Dios se encuentra guardado como reliquia en la literatura del Antiguo Testamento, en las palabras: «Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen» (Sal. 103:13); también vemos su maternidad en aquellas otras palabras no menos interesantes: «Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros» (Is. 66:13).
Cuando vamos más allá de esta parábola hasta las interpretaciones apostólicas de Cristo y de su obra, nos encontramos con que se habla de la iglesia como de la Novia; y en esa figura se revela el hecho de que la iglesia es el instrumento del Espíritu de Dios que cubre al mundo.
Aquí, entonces, tenemos un cuadro del Espíritu de Dios obrando por medio de la iglesia, en busca de la moneda que ha perdido su valor; si la primera fase de la parábola descubre al Hijo como el Pastor; la segunda descubre al Espíritu obrando por medio de la iglesia.
Revelación de Dios como Padre
Cuando llegamos a la última fase, encontramos que todos están de acuerdo en su propósito, que no es sino el de la revelación de Dios como Padre.
En la primera parte se nos descubre al padre entregando al hijo la herencia que le correspondía; todo lo que el hijo malgastó en un país lejano viviendo desenfrenadamente, fue la hacienda que su padre le había dado. Y cuando llegamos al momento cuando esa hacienda ha sido totalmente malgastada, leemos: «Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia» (v. 14).
No fue esta una mera coincidencia, sino la revelación de un hecho invariable; los hombres pueden encontrarse en medio de la abundancia, pero si lo malgastan todo, pueden también encontrarse en medio del desamparo. Al llevar este hecho a la vida espiritual, es aún más evidente. Cuando los hombres han malgastado la hacienda que Dios les ha otorgado, hay hambre en todas partes.
Tomando la historia como nuestro Señor se propuso que la tomáramos; es decir, en el orden natural para interpretar lo espiritual, nunca debemos olvidar que mientras el hijo estuvo ausente de la casa paterna, el padre sufría. El hijo sufre, pero su sufrimiento nunca es tan grande como el del padre y de la madre que han quedado en el hogar para llorar su ausencia y su pérdida.
Hay algo demasiado terrible en la palabra perdido, especialmente cuando se habla de un hijo perdido; pero es bueno que nos preguntemos algunas veces cuando nos entristecemos frente al hecho, por quién nos entristecemos. Está muy bien que sintamos tristeza por el hijo; pero nuestra tristeza debe ser mayor por el padre que ha perdido a su hijo. Esta deducción de la historia no es únicamente razonable, sino inescapable.
Viene el momento cuando el hijo pródigo, reducido a la indigencia de su propia personalidad, recapacita y regresa; y aquí nos encontramos frente a una escena de sorprendente belleza. Lo primero que contemplamos es «a un hombre viejo corriendo»; nos inclinamos a decir que no podría haber nada más característico de la carencia de dignidad.
La referencia al padre comienza diciendo que le vio cuando aún estaba lejos; y eso, para mí, no significa simplemente que le vio acercándose al hogar cuando estaba todavía a distancia, sino que así lo había visto, siempre, mientras estuvo lejos. Es una realidad que Dios nunca pierde de vista a los hombres y a las mujeres perdidos.
La actitud paternal
¿Sugerimos que la actitud de este padre corriendo al encuentro de su hijo fue indigna? Anulemos tal suposición; nunca está revestido de mayor dignidad un padre humano, que cuando su corazón acelera sus pies para darle la bienvenida al hijo pecador que regresa al hogar.
Cuando lo encontró, se echó sobre su cuello; y como el griego dice, «lo besó mucho», o como diríamos nosotros, lo cubrió de besos.
Y de nuevo podríamos inclinarnos a decir que este padre estaba obrando amorosa, pero no sabiamente. El muchacho estaba con el pelo revuelto y con todas las marcas de la disipación en su persona. ¿No hubiera sido más sabio probarlo antes de echarle los brazos al cuello? Por lo menos, ¿no hubiera sido mejor esperar a que él reconociera su culpa antes de abrazarlo?
La respuesta del padre a tan sabio modo de razonar es ésta: «Será más fácil para mi hijo confesarlo todo, si su cabeza está reclinada sobre mi corazón y mis besos lo están cubriendo». Tal es el retrato de Dios.
Apartando nuestros ojos de las escenas que han desfilado delante de nosotros, contemplemos de nuevo al grupo de hombres satisfechos consigo mismos que habían estada vigilando a Jesús y que ahora le están escuchando; y miremos de nuevo a nuestro Señor como fue visto por estos hombres, recibiendo a la multitud contaminada, y sentándose a comer con ella.
En la parábola tenemos Su interpretación de lo que hizo; Su actitud y Su actividad fueron la actitud y la actividad de Dios; el Hijo, buscando como un Pastor; el Espíritu, buscando como una madre; y el Padre, sufriendo por el hijo perdido y cantando cuando éste regresa al hogar.
El hermano mayor
Finalmente, el Señor Jesús habló a aquellos hombres de un hermano mayor; y la descripción que hizo de él fue un contraste intencional entre los que se justifican a sí mismos y carecen de compasión, sean judíos o gentiles, y los pecadores.
Este hermano mayor sentía una profunda devoción hacia las reglas de su padre, pero no participaba de la simpatía de su corazón, y en consecuencia, estaba incapacitado por completo para justipreciar a su hermano. Si contempláramos a los hombres a través de los ojos de Dios, nunca podríamos menospreciarlos, no importa lo bajo que hubieran caído o lo depravados que hubieran llegado a ser.
Siempre me ha parecido que en esas palabras finales del Señor, en que no tuvo una expresión airada para el hijo pecador, sino solo reveló lo necio de su actitud, estaba haciendo un llamamiento a estos escribas y fariseos que lo vigilaban, a simpatizar con Él en su misión, comprendiendo el corazón de Dios.
El tercer Hijo
Me siento constreñido a concluir la visión general de este maravilloso capítulo, haciendo referencia a algo que le oí decir a Samuel Chadwick hace muchos años en la Conferencia de Northfield. Leyó la historia del hijo pródigo y cuando hubo concluido su lectura, dijo: «Me propongo predicar esta mañana sobre el tercer Hijo de esta parábola».
Entonces continuó diciendo que hay dos hijos: uno que por desobediencia quebrantó el corazón de su padre; y el otro que, aunque obediente a sus mandatos, no participaba de la simpatía de su corazón. Pero hay un tercer Hijo, Aquel que relató la parábola; él fue el Hijo del Padre celestial, quien no solamente guardó Sus mandamientos sino que comprendió Su corazón; y por cuyo motivo pudo revelar la verdad completa respecto de Dios frente a una humanidad remisa, y hacer posible la restauración del perdido.
Es bueno cerrar nuestra meditación con preguntas que nos hagamos a nosotros mismos. ¿Hasta dónde estamos en compañerismo con Dios, tal como esta parábola lo revela? ¿Estamos capacitados para sufrir con el Hijo al emprender el camino para encontrar y restaurar? ¿Estamos, con la mujer, buscando diligentemente hasta encontrar las cosas perdidas? Y por último, ¿estamos capacitados para regocijarnos con el Padre cuando hombres y mujeres, no importa cuán bajo hayan caído, son traídos de nuevo al hogar y al corazón del Padre?
La respuesta a tales preguntas nos dará la medida de nuestro relacionamiento con Cristo.
(Grandes Capítulos de la Biblia, Tomo I).