La historia de la restauración, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, está regada con las lágrimas de los restauradores.
Hermanos amados, ayer se nos compartió acerca de la gloria de la Nueva Jerusalén. ¡Qué difícil resulta describir tal hermosura! Recibimos gran consuelo al saber que vamos hacia allá. ¡Qué precioso destino tenemos! Hoy estamos aquí, en las limitaciones de la carne y de la sangre, en medio de un mundo que está entero bajo el maligno. Pero viene el día en que ya no estaremos en este tabernáculo cansado, frágil y enfermizo, sino en uno semejante al cuerpo de la gloria suya, y por la eternidad reinaremos con el Señor.
Nuestro tema es la restauración. La restauración supone que hubo una desgracia, una caída, un cautiverio, un fracaso muy grande. Entonces, es necesario que se produzca un movimiento que restaure. Y, como ya se ha dicho, la iniciativa debe tomarla Dios.
El cautiverio del pueblo antiguo
«Amargamente llora en la noche, y sus lágrimas están en sus mejillas» (Lam. 1:2). Esta es la condición de Jerusalén en días de Jeremías. El profeta llora amargamente mientras ora y escribe. Estas son las lágrimas durante la caída.
«¡Cómo se ha ennegrecido el oro! ¡Cómo el buen oro ha perdido su brillo! Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles. Los hijos de Sion, preciados y estimados más que el oro puro, ¡cómo son tenidos por vasijas de barro, obra de manos de alfarero!» (Lam. 4:1-2). «Los ancianos no se ven más en la puerta, Los jóvenes dejaron sus canciones. Cesó el gozo de nuestro corazón; nuestra danza se cambió en luto. Cayó la corona de nuestra cabeza; ¡Ay ahora de nosotros! porque pecamos… Mas tú, Jehová, permanecerás para siempre; tu trono de generación en generación…Vuélvenos, Oh Jehová, a ti, y nos volveremos; renueva nuestros días como al principio (Lam. 5:14-16, 19, 21).
Con gran dolor, el profeta deja estampada la terrible condición del pueblo de Israel en aquellos días. Sin embargo, el cautiverio babilónico al que fueron llevados no duraría para siempre. La fecha de término eran setenta años. (Jer. 25:11).
Veamos las lágrimas de la restauración en el profeta Daniel: «En el año primero de Darío hijo de Asuero… yo Daniel miré atentamente en los libros el número de los años de que habló Jehová al profeta Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta años». Daniel estudia las Escrituras, ¡y descubre que el tiempo se ha cumplido! Entonces se derrama en oración y ruego: «Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza. Y oré a Jehová mi Dios e hice confesión diciendo: Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos; hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas … Ahora pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos; y haz que tu rostro resplandezca sobre tu santuario asolado…» (Dan. 9:3-5, 17).
Dios encontró en Daniel a un siervo que se derrama delante de él, y rápidamente viene un ángel del cielo a consolarle. Para que haya restauración en este tiempo, ¡deben existir Danieles que conmuevan los cielos con su oración!
La respuesta a esta oración la encontramos en el libro de Esdras: «En el primer año de Ciro rey de Persia, para que se cumpliese la palabra de Jehová por boca de Jeremías, despertó Jehová el espíritu de Ciro rey de Persia, el cual hizo pregonar de palabra y también por escrito por todo su reino, diciendo: Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá. Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea Dios con él, y suba a Jerusalén que está en Judá, y edifique la casa a Jehová Dios de Israel (él es el Dios), la cual está en Jerusalén. Y a todo el que haya quedado, en cualquier lugar donde more, ayúdenle los hombres de su lugar con plata, oro, bienes y ganados, además de ofrendas voluntarias para la casa de Dios, la cual está en Jerusalén».
Oh, hermanos, la respuesta del cielo proveyó todas las cosas que se necesitaban. Un rey poderoso, Ciro de Persia, fue el instrumento de Dios. ¡Qué buena noticia! «El que haya quedado…». Muchos judíos despertaron con este anuncio, e hicieron rápidamente los preparativos y muchos regresaron a Jerusalén.
Lágrimas de restauración
En el libro de Esdras 3:12 se describe el espíritu de aquellos días de restauración de la casa de Dios: «Y muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo, y se oía el ruido hasta de lejos».
Los más jóvenes cantaban. Ellos veían la victoria presente. Estaban contentos por lo que estaba ocurriendo; cantaban y danzaban. Pero había algunos ancianos, de ochenta o más años de edad. Ellos habían sufrido todo el triste destierro hacia el cautiverio, con Jeremías habían llorado las Lamentaciones del capítulo 5. Pudiendo haberse quedado cómodos en Babilonia, prefirieron hacer todo el camino de retorno, ¡oyeron a su Dios! Ellos, que habían colgado las arpas en los sauces porque no podían cantar cánticos del Señor en tierra de extraños (Sal. 137), esperaron setenta años para descolgar las arpas: «Allá rendiremos culto, en el lugar que nuestro Dios ha escogido. ¡Vamos!». Y a duras penas llegaron, y cuando vieron que se echaban los cimientos de la casa, intentaron cantar, pero no pudieron. En ese momento, sólo pudieron llorar, y lloraron a gritos.
De seguro, ellos pensaron: «Por nuestras fuerzas, jamás se podría haber hecho esto. Nosotros sólo aportamos pecados, sólo aportamos carnalidad e idolatría, así entorpecimos el propósito del Señor. Pero Dios en su infinita misericordia nos recupera, nos trae de vuelta a su casa». Y ahora, al ver los cimientos, lloran y se derraman delante del Señor.
¿Restauración queremos? La restauración es con lágrimas. Se llora mientras la casa de Dios se edifica, porque algo se ha visto de la gloria de la primera casa, y de su ruina posterior. La característica de aquellos judíos piadosos, era que ellos «habían visto la casa primera». Ellos jamás se conformarían con un sustituto babilónico. Muchos de ellos murieron sin consuelo, y esta generación de los días de Esdras y Nehemías tuvo la gracia de ver en sus días la restauración del testimonio del Señor sobre la tierra.
Somos bienaventurados si nuestros ojos espirituales se han abierto para «ver la casa de Dios», es decir la iglesia, el testimonio del Señor hoy sobre la tierra, la cual ciertamente no es un edificio en un lugar geográfico determinado. Las Escrituras no nos muestran una organización de manufactura humana, sino un organismo vivo, formado por hombres y mujeres redimidos que viven la vida de Cristo, en comunión unos con otros, bajo el gobierno del Espíritu Santo.
Hoy estamos viendo un poco más claramente lo que es el amor de hermanos, la centralidad de Jesucristo, la vida de Cristo formado dentro de nosotros, algo estamos viendo de la gloria de Dios en medio de su casa. Bendigamos al Señor, porque no ha sido por nuestra fuerza, ni por nuestra capacidad, sino por la infinita fidelidad, misericordia y gracia de nuestro Dios. ¡A él sea el honor, la gloria y toda la alabanza!
Más lágrimas
Hay más lágrimas. Hay lágrimas en Daniel capítulo 9; hay lágrimas en Esdras capítulo 9 y también en Nehemías capítulo 9. ¿Por qué llora Esdras? «Cuando oí esto, rasgué mi vestido y mi manto, y arranqué pelo de mi cabeza y de mi barba, y me senté angustiado en extremo. Y se me juntaron todos los que temían las palabras del Dios de Israel, a causa de la prevaricación de los del cautiverio» (Esdras 9:3-4). ¡Qué percepción espiritual tiene Esdras! Él sabe precisamente en qué punto se encuentran. «Deberíamos estar aun cautivos, pues lo merecemos. Dios ha levantado un remanente, y por Su misericordia estamos aquí restaurando todas las cosas».
Sin embargo, en plena restauración, también se cometieron pecados. Entendamos esto: Hubo pecados que provocaron el cautiverio (días de Jeremías). Pero los pecados que Esdras confiesa aquí, ¡son los pecados en plena restauración! ¿Qué nos querrá decir el Señor a nosotros con esto?
Déjenme decirles algo: los pecados que se cometan en este tiempo, después de todo lo que hemos visto, tienen una gravedad mayor, porque nuestra responsabilidad es mayor hoy. Mientras más cerca estemos del Señor, los pecados de los hijos de Dios parecen ser aun más graves.
Miremos Esdras 10:1. «Mientras oraba Esdras y hacía confesión, llorando y postrándose delante de la casa de Dios, se juntó a él una muy grande multitud de Israel, hombres, mujeres y niños; y lloraba el pueblo amargamente». ¿Podemos ver aquí la unidad de la iglesia? Cuando Esdras llora, cuando pide perdón, no está solo. Daniel estaba solo; pero Esdras está acompañado. La restauración ha avanzado. En términos del nuevo pacto podemos decir que «el cuerpo está tomando forma». Hoy, Dios está reuniendo hombres y mujeres quebrantados de corazón.
No sólo los hombres; también las mujeres están incluidas, y los niños. Que los niños aprendan de los fracasos de los viejos, y juntos nos postremos delante del Señor, y lloremos santificándole.
Dios miró con agrado esta humillación de su pueblo. El Señor se agradó de un clamor como el de Daniel y de Esdras, y de toda aquella multitud que lloraba amargamente. Luego siguió adelante la restauración. Dios de nuevo se movió, y finalmente se logró el objetivo de los hijos del cautiverio. Estas son las lágrimas de la restauración.
Las lágrimas de Pablo
Vamos ahora al Nuevo Testamento. Pablo reúne a los ancianos de las iglesias de Mileto y Éfeso. «Cuando vinieron a él, les dijo: Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo, desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos … Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno» (Hechos 20:18-19, 31). ¿Por qué llora el apóstol? En él se cumple la palabra profética: «Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas» (Sal. 126:5-6).
El apóstol sirvió con humildad y con lágrimas; y cuando amonestó, lo hizo con lágrimas de nuevo. Es dramático este relato. «Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hechos 20:28-30).
Veamos estos dos aspectos que hicieron llorar al apóstol. El primero es: «Entrarán en medio de vosotros lobos rapaces». Los que entran. «¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado?» (Gál. 3:1). Aquí hay un llanto en el corazón del apóstol: Alguien vino, y fascinó a los hermanos, y los alejó de la legítima devoción del Señor Jesucristo. Alguien los sacó de la gracia, de la fe, del Espíritu; los hizo volver a la carne, a las cosas externas.
Somos testigos de esta desgracia. Algunos, prometiendo libertad, han llevado a nuestros hermanos a esclavizarse una vez más, y en estos días, con lágrimas, hemos recibido a algunos amados hermanos que vienen huyendo de siervos que se enseñorearon de ellos.
Cristo formado en nosotros
«Tienen celo por vosotros, pero no para bien, sino que quieren apartaros de nosotros para que vosotros tengáis celo por ellos… Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gál. 4:17, 19). Hermanos, las lágrimas en el servicio de Pablo eran porque Cristo aún no había sido formado; por tanto, la carne aún estaba viva, alguien había entrado a fascinar, a confundir a los hermanos con emociones pasajeras. Pero él llora de nuevo, llora hasta que Cristo sea formado en el corazón de los hermanos. Estas son las lágrimas que tendremos que volver a llorar.
«Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo…» (Flp. 3:18). Aquí ya no son personas que entraron desde afuera, sino que se levantaron de adentro. Este es el segundo motivo por el cual Pablo derramaba sus lágrimas en Mileto.
¿Quiénes son los enemigos de la cruz de Cristo? No son mundanos, son hermanos. Estos hermanos son los que siempre causan divisiones y tensiones; son los que resisten la autoridad, y muchas veces ellos mismos son autoritarios. Al oírles hablar, el Espíritu Santo nos da testimonio de su falta de quebranto. Se ve «al hombre», palpamos un ego muy grande, la vida de Cristo está aun encerrada, sin expresión. ¿Entendemos esto?
Hermanos, cuando la división quiere amenazar la iglesia, entonces se sabrá quién es quién en la casa de Dios, entonces se sabrá quién es amigo de la cruz de Cristo y quienes están del lado equivocado; quiénes son los que han avanzado algo en la restauración del testimonio del Señor. Aun hay lágrimas que llorar, el Señor nos socorra porque la carne todavía está presente.
Las lágrimas de Pedro
Hay otro llanto que debemos tener muy en cuenta: «Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente» (Mateo 26:75).
¿Por qué llora aquí Pedro? ¿No tenía él la revelación del Cristo? ¿No era él ya un hijo de Dios? No está llorando por lo que nosotros normalmente llamamos pecado. Él había dicho unos instantes antes: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré». Tenía un sentimiento de superioridad sobre sus hermanos, tenía un altísimo concepto de sí mismo, y cuando se ve confrontado a la prueba, fracasa estrepitosamente.
Los principales problemas que nosotros tenemos para avanzar en la restauración del testimonio del Señor, no son las debilidades morales. Porque, cuando alguien comete un pecado, por vergonzoso que sea, se humillará reconociéndolo. Pero el mayor problema que tenemos es el alto concepto que nos queda de nosotros mismos, es la firmeza en la carne, lo que consideramos «bueno» de nosotros mismos: «Yo no te negaré», dijo Pedro, contradiciendo a su Señor.
Luego, el Señor Jesús guarda silencio, sabiendo lo que espera a su vaso escogido. Nada hizo para evitar que Pedro le negara. Él pudo haber ordenado a Juan, a Mateo o a los otros: «¡Cuiden a Pedro, que no entre en el patio de Anás, porque allí me negará, impídanselo, llévenlo a Betania, escóndanlo en casa de Marta y María!». No, el Señor le dejó fracasar.
En aquella hora, Pedro supo quién era él realmente. ¡Qué vergüenza, qué dolor más grande! Recién llegó a conocerse a sí mismo. Allí sufrió la derrota de sus mejores atributos humanos: su arrojo, su valentía, su alto concepto de sí mismo, su sentimiento de superioridad sobre sus hermanos. Sin embargo, estas lágrimas fueron las que marcaron su verdadera restauración.
Me temo que a muchos de nosotros el Señor no nos va a librar de estas vergüenzas, hasta que nos demos cuenta lo peligrosos que somos en nosotros mismos. Porque un siervo que pierda la confianza en su carne, se volverá manso, dúctil en las manos del Señor.
Cuán difícil es tratar con un hermano duro de carácter; con un hombre firme en sus posiciones, contestatario, argumentador, resuelto, lleno de juicios. Cree, mejor dicho, presume, que sus ideas, sugerencias y opiniones, son las mejores, y lucha por hacerlas prevalecer. ¿Cómo tratamos con él? Cuando un hombre no ha llorado amargamente, exhibe su propia firmeza, muy seguro de sí mismo. ¿Cómo lo tratamos? No queda otra alternativa que el Señor trate con él. El Señor tiene que derribarnos.
No son los problemas morales los que retrasan la obra de la restauración o la unidad de la iglesia. Son las posiciones firmes del hombre, las fortalezas de la carne, la justicia propia. Ese es el mayor problema para la restauración. Pero, como Dios se ha propuesto que nosotros resplandezcamos como luminares, él ha fijado sobre ti y sobre mí sus ojos (Sal. 32:8-9), y lo que se ha propuesto, lo llevará a cabo.
Yo no sé qué medios usará Dios contigo o conmigo. He sufrido algunas de estas cosas, no sé cuántas me faltará sufrir todavía. Pero es una crisis necesaria, hermanos. Si Dios va a ganar algo con nosotros, tiene que tratar con esas durezas, con esas posiciones rígidas, con esa falta de renovación en el entendimiento, con ese deseo de hacer las cosas siempre de la misma manera. Eso es religiosidad vana, a fin de cuentas. El Señor tiene que romper todo eso.
Tendrá que llevarnos al punto en que nos conozcamos vergonzosamente y lloremos nuestra miseria. Ese llanto amargo será el comienzo de una verdadera restauración. Después de aquella saludable crisis, lloraremos amargamente, y nos pondremos al lado de Dios, contra nuestra carne. Esto es un síntoma de madurez en los hijos de Dios.
Después de experimentar estos dolores, algo de aquella arrogancia natural, algo de aquella repulsiva autosuficiencia, irá muriendo. Que el Señor permita que caigamos de rodillas, porque cuando esto va muriendo, entonces se comienza a ver algo de la dulzura de Cristo, algo de la gracia, de lo apacible del carácter de Cristo. ¡Bendito sea el nombre del Señor!
Lágrimas en Apocalipsis
«Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron…» (Ap. 21:3). Después viene la descripción de la gloriosa ciudad celestial, la desposada, la esposa del Cordero. ¿Quiénes estarán allí? Los que lloraron.
Oh hermanos: Jeremías, Daniel y Esdras lloraron por el pecado del antiguo pueblo del Señor. Y no estuvieron solos – muchos se acercaron para llorar delante del Señor. Y cuando se echaban los cimientos, se lloró.
Y cuando Pablo sirvió al Señor, lo hizo con lágrimas, a causa de los enemigos de la cruz de Cristo. Muchos tenían la doctrina de la cruz, pero no la realidad, y provocaban divisiones y tensiones en el pueblo, y Pablo lloraba por eso, y con lágrimas les amonestaba.
El Señor necesita hombres quebrantados de corazón. Aquellos que nunca lloran (no hablamos de una mera emoción), son incapaces de edificar la casa de Dios, de conducir a los santos a la ansiada madurez. Si no son tratados por el Señor pueden llegar incluso a maltratar a las ovejas. Dios trabajará con hombres quebrantados.
El fruto apacible
¿Cómo era Pedro antes de haber llorado amargamente? ¿Cómo le vemos después, en Pentecostés? Parecen dos hombres distintos. ¡Qué bien le hizo a Pedro ese llanto amargo! Le marcó el rumbo de lo que tenía que ser el verdadero servicio en el Espíritu.
¡El Señor nos hará un favor si nos derriba! El Señor me hará el favor más grande si quebranta la dureza de mi alma, que aprisiona la vida de Cristo.
El camino de la restauración es un camino con lágrimas. Si queremos presentarnos ante el Señor con gavillas, no esperemos sólo reuniones con mucha algarabía y danza. Pablo dice: «Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la iglesia». Hay aflicciones, porque todavía hay mucha carne presente. El Señor derribe esto. El día que el Señor te deje en silencio, el día que te quebrante, te hará un gran favor.