El padre de la fe, un ejemplo del compromiso y la responsabilidad que requiere todo padre de familia.
Es muy distinto conocer los relatos bíblicos como historias, a verlos como revelación. Hay una verdad escondida en cada palabra que Dios va revelando a la iglesia. Hoy quisiéramos ver algunos rasgos de la vida de Abraham, aplicándolos en especial a los padres de familia.
El nombre Abram significa «padre enaltecido», que después Dios cambió a Abraham, «padre de multitudes». Con Abraham comienza la historia de la fe; por eso, él es llamado el padre de la fe.
La revelación del misterio de Dios comienza con Abraham. Él es mencionado a menudo por los escritores neotestamentarios, y aun por el propio Señor Jesús. Así, en el pasaje de Juan 8:31-59, cuando él habla con los fariseos, nos llama la atención el versículo 56: «Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó».
Esto nos recuerda las palabras de Hebreos 11:13-16: «Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad».
«Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb. 11:8-19).
La visión de Abraham
La historia de la fe comienza con Abraham. Dios lo llamó desde una tierra de idolatría, para iniciar la recuperación del misterio de Dios. Dios le mostraría una revelación muy especial. Abraham vio el propósito de Dios como ningún otro patriarca. La revelación fue de tal magnitud, que él pudo salir de aquel entorno, para vivir una vida errante.
Abraham entendió y salió de su tierra en busca de aquello que se le había prometido. No es simplemente la historia de una familia que va de un lugar a otro para adquirir una posesión terrenal; es la historia de un hombre que le creyó a Dios. Abraham fue el primer creyente; por eso, es nuestro padre.
«A Abraham le fue contada la fe por justicia (…) Y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia; y padre de la circuncisión, para los que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado» (Rom. 4:9, 11-12).
Este es el primer hombre constituido justo por causa de la fe. «Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros» (4:16).
La circuncisión espiritual
Abraham es el comienzo de la circuncisión y de la incircuncisión; es el primer creyente que recibe la justicia de Dios, porque vio el día del Señor y, viéndolo, fue declarado justo. Pablo dice a la iglesia en Colosas: «En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos» (Col. 2:11-12).
El apóstol está diciendo que, para nosotros, la circuncisión es el bautismo. Cuando alguien se compromete con el Señor y se bautiza, se despoja de aquel cuerpo pecaminoso. Dios nos circuncida, no en la carne, sino en el corazón, y hacemos pacto con él, pasando a ser hijos de la promesa, a pertenecer a la simiente de Abraham, de modo que él es nuestro padre en cuanto a la fe.
Filipenses reitera esto. «Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Flp. 2:3). Nosotros somos la verdadera circuncisión. Abraham, el hombre que fue justificado por la fe, es nuestro padre. Él puso sus ojos en Cristo y esperó en él, y no se estableció ni edificó nada en este mundo, porque esperaba ver el propósito de Dios realizado.
A causa de la visión, Abraham se desapegó del mundo. Dios le prometió que toda aquella tierra sería suya y de su descendencia. Sin embargo, él no labró la tierra ni fundó una ciudad, porque lo que tenía en su mente y corazón era «la ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios».
El rol del padre en la familia
En el propósito de Dios para la familia, sin menospreciar el rol de la madre, es vital el compromiso del padre.
En los tiempos de Abraham, la sociedad estaba constituida sobre un modelo patriarcal. Dios estableció este modelo en las Escrituras. Por eso, hablando de Abraham, queremos hablar del compromiso y la responsabilidad que tiene el varón que es padre de familia. Hoy, en nuestra sociedad, pareciera que la única función del hombre es proveer a la casa; pero eso es muy pequeño en relación a lo que Dios demanda del padre de familia.
Dios tomó a Abraham y obró en él, revelándose en diversas etapas. Por medio de él, Dios abriría una vertiente espiritual para toda la humanidad.
En la familia, el padre es el que tiene la visión. Sin visión, la casa irá a la ruina, perderá el rumbo. «Sin profecía, el pueblo se desenfrena» (Prov. 29:18). Donde hay un padre firme en Cristo, firme en la fe, la familia se irá conformando a la visión que él va estableciendo en su casa.
La responsabilidad del padre de familia es fundamental para el propósito divino. Es más, la misión terrenal del Señor Jesús, si pudiésemos definirla, era revelarnos al Padre. Todo comienza con el Padre, quien es el origen de todo: la vertiente, la luz, la sabiduría, la corrección, la disciplina.
El padre es vital en el hogar. En la sociedad actual, este rol se ha distorsionado, reduciéndolo a una mera función de proveer. La imagen paterna es desvalorizada, mostrándolo como un hombre débil, torpe, ineficiente. Pero no es así en el propósito de Dios.
Dios tuvo que trabajar con nuestro padre Abraham por causa del propósito divino. Para que alguien pueda ser padre, tiene primero que aprender a ser hijo del Padre celestial.
¡Qué hermoso es tener un padre! No todos tienen la vivencia de haber tenido un padre a quien honrar. Pero qué bueno es ver un hogar donde hay tal persona que pone el rumbo; que tal vez habla poco, pero estabiliza a la familia; un varón que controla y pone límites, que da identidad, que cuida, defiende y nutre. Esto se aprende conectado al Padre, aprendiendo a ser hijo del Padre celestial.
Una nueva realidad
El padre tiene la responsabilidad de constituir una familia. Por eso, el primer llamado a Abraham fue: «Sal de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré» (Hech. 7:2). Es un llamado a despegarse de su origen, para constituirse en otra realidad, en un terreno nuevo, donde Dios se comunicará directamente con él, para revelar sus propósitos en esa función que le ha sido asignada.
El Señor llama a salir. No es bueno que los hijos, al casarse, sigan viviendo con sus padres. Y aunque todos, afectivamente, al principio, quisieran que fuese así, esto no ayuda al matrimonio nuevo, porque cuando dos jóvenes se casan se crea una nueva realidad espiritual.
«Serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Gén. 12:3). En una nueva familia, Dios se constituye como cabeza, y pone un «padre de familia». Este padre tiene que crecer por la palabra, aprender del Señor, por el Espíritu, primero a ser hijo del Padre, para ir luego constituyéndose como padre de una nueva realidad.
Por eso, el primer llamado al creyente que se casa, es a salir. Pedro aconseja diciendo: «Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación…» (1a Ped. 1:17). Les está hablando a gentiles y a judíos acerca de una cuestión histórica, pero aquí hay también una aplicación a la realidad nueva de familia. Todo lo que aprendiste hasta ahora, de alguna manera es vano. Aquí hay una nueva realidad, una nueva palabra y una nueva relación.
Aquí se gestan varios problemas, porque el tema de desligarse de los familiares es complejo. Nosotros tenemos lealtades fuertes con nuestros padres, lealtades que a veces no sabemos manejar. Y a veces las familias tienen conflictos, porque hay lealtad emocional con el padre o con la madre, y cuesta desvincularse.
Los padres no quisiéramos que los hijos se vayan, porque no queremos que sufran o que cometan los mismos errores que nosotros. Muchos padres pretenden vivir siempre con sus hijos; pero eso es un error. Los hijos tienen que vivir su propia realidad. Los padres deben respetar eso. Claro, ellos pueden dar sugerencias; pero, si no se les pide consejo, es mejor que callen. Dios se constituye en Padre de esa casa, y él es bueno y los cuidará mejor que nosotros mismos.
Tras el primer llamado, Abraham salió, pero llevó a su padre y a Lot. El no hacer las cosas de acuerdo al plan de Dios, trae conflictos. Hubo problemas, al punto que ellos tuvieron que separarse. Tras haber caminado mucho trecho y conocer al Señor más íntimamente, Dios se le aparece a Abraham una y otra vez, y le repite lo mismo: «Sal de tu parentela».
Necesitamos que se nos recuerde la visión celestial; de lo contrario, la influencia de una parentela incrédula termina diluyendo nuestro llamado. La visión celestial debe estar fresca, para que ella ordene la familia donde Dios nos puso como padres.
«Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad» (Heb. 12:9-10). A veces, ellos no lo hicieron tan bien. Eran estrictos, y nos disciplinaban rudamente, y aun así, los venerábamos. Así es de fuerte la paternidad.
Intimidad con Dios
En Génesis 12 se inicia la historia de Abram, padre enaltecido. Más tarde, en un compromiso más avanzando en la revelación del Señor, Dios le cambia el nombre, y hace realidad la promesa del hijo. Su historia se puede resumir en cuatro altares. En el primero, Abraham aprendió a depender de Dios; en el segundo, aprende a vivir para Dios. Luego, Abraham aprende a vivir con Dios. Y al final, en el último altar, aprende a vivir en Dios.
Hay una secuencia de intimidad que Dios conduce. Él no nos abandona. En la vida cristiana, Dios nos va guiando hacia un camino de acercamiento, un camino de amistad.
Santiago también señala un elemento muy interesante con respecto a Abraham: «¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?» (Stgo. 2:21-22). Hablando del padre de la fe, Santiago dice que no es solo la fe. La fe va acompañada de las obras. Pablo enfatiza la fe de Abraham. Pero Santiago dice que no es solo la fe; fueron también las obras; porque la fe fue acompañada con obras.
«Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios» (v. 23) . ¿Cuándo? Cuando él obró por la fe, obedeciendo a lo que estaba viendo. Cuando Dios le pidió al heredero, la única vía por la cual se realizaría el propósito divino, él puso a su hijo en el altar; puso aun lo que Dios le había dado, creyendo en su corazón que Dios lo podría levantar aun de entre los muertos.
Abraham «fue llamado amigo de Dios». El concepto de amistad es muy interesante en las Escrituras, porque el Señor mismo, al final de su ministerio en la tierra, dice a sus discípulos: «Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos» (Juan 15:15). El amigo es el confidente, el que conoce lo secreto. Con el amigo se habla sin reservas. Cuando compartes con un amigo, tú hablas; no te reservas nada. Abres el corazón sin temor, porque tu amigo te entiende. Y no solo eso: él también te corregirá.
«Abraham mi amigo» (Is. 41:8). Abraham era un hombre como cualquiera, pero le creyó a Dios. «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra?» (Gén. 18:17-18). ¿Cuál es la razón por la cual Dios no le encubre nada a Abraham? Porque éste cumplirá su función como padre; porque ha tomado en serio lo que se le reveló.
Traspasando la visión a los hijos
«Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él» (v. 19). A este hombre que había creído y había tomado el compromiso de traspasar la visión a sus hijos, que iba a hacer el trabajo de un padre, Dios no le ocultaría nada; le hablaría abiertamente. Abraham fue amigo de Dios.
Tenemos mucho que oír todavía al Señor. Hay mucho que él quiere revelarnos cuando nos ve comprometidos en el día a día, en el hogar. Dios obrará, porque él quiere que su corazón halle reposo en ti y en mí, y él quiere esta amistad, esta intimidad del último altar donde Abraham entregó todo el sentido de su vida.
«Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac». Por la fe, él estaba viendo la visión de Dios, el propósito, el tiempo final, la obra de Dios consumada, «y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir» (17-19).
Cuando Abraham levantó el cuchillo para degollar a su hijo, entonces el ángel del Señor lo detuvo, porque en su corazón ya lo había entregado. ¡Qué maravilloso! Y luego, Abraham siguió con ese hijo. Lo recibió «de entre los muertos», y se dedicó a Isaac, no por sus afectos hacia él, sino por el propósito de Dios.
Los hijos no son nuestros; ellos vienen para ser hijos de Dios, para cumplir el propósito divino. Dios nos pide sacrificarlos para él, porque son suyos. Estos hijos son de Dios, porque él tiene propósito con ellos, y este propósito tiene que cumplirse.
Siendo Abraham ya viejo, llama a su mayordomo, y le encomienda buscar una esposa para Isaac. No se conformó solo con haberlo criado. La tarea de un padre no concluye aquí.
Asegúrate que tus hijos se casen bien, que se casen con Cristo, en Cristo y para él. Aquí está en juego el propósito divino. Por eso es complejo cuando un creyente se casa con una persona incrédula. Dios puede permitirlo circunstancialmente, pero su voluntad perfecta no es ésa. Los hijos deben buscar esposo o esposa en el pueblo de Dios, y los padres debemos procurar que eso se cumpla.
«Júrame que irás a mi tierra y a mi parentela, y tomarás mujer para mi hijo Isaac». El pasaje de Génesis 24 es muy bello, y nos enseña que hay que ayudar a los hijos a encontrar esposo o esposa. El primer requisito es que sea discípulo de Cristo. Sus estudios o procedencia pueden tener importancia, pero no es lo primero. También es necesario que esté haciendo algo, estudiando o trabajando. Lo demás es manejable – pero lo esencial es Cristo.
Eliecer oró a Dios que le diese una señal que confirmara cuál era la mujer idónea para el hijo de su amo. Y así ocurrió. Rebeca le dio agua a él y a sus camellos, como el criado lo había pedido. Ella se esforzó y trabajó. Eso es importante: un hijo o hija del pueblo de Dios, que tenga fe, que tenga atributos de servicio, de amor. Así fue escogida mujer para Isaac. Tal fue la obra de Abraham como padre.
Nosotros tenemos un Padre que gobierna, que avanza en aquel propósito que perdió Adán: «Fructificad y sojuzgad». Tomar terreno y dominio para el Señor; tomar la familia y enseñar a los hijos a poner los ojos en Cristo, yendo adelante, para enviarlos preparados como esposo o como esposa, para que sigan llenando la tierra, para la gloria del Señor.
Síntesis de un mensaje impartido en Temuco (Chile), en agosto de 2016.