La mirada tiene que volverse de la tierra al cielo para ver al Señor y recuperar la visión.
Lectura: Apocalipsis 4:1-5.
Anteriormente, al principio del libro de Apocalipsis, vimos cómo en una situación de ruina espiritual y de pérdida de la visión celestial a fines del primer siglo, el Señor se reveló y habló a través del apóstol Juan a las iglesias. La palabra del Señor para las iglesias busca la restauración de aquello que se ha extraviado. Y lo que se ha perdido no es algo menor, ni secundario; es nada menos que lo esencial, es la visión del Señor mismo.
Y, porque se ha perdido la visión de Cristo, la iglesia ha comenzado a perder su función, su forma y su testimonio sobre la tierra. Pero, en este punto de la historia, Dios llama nuevamente a escena a su siervo Juan, que está en la isla de Patmos, confinado e impotente frente a los avances de Satanás contra la iglesia. Y le dice: «Yo soy el Alfa y la Omega, yo soy el primero y el último. No temas, porque aunque todo en la tierra puede cambiar, yo no cambio. Yo soy el mismo, yo soy eterno, y yo sostengo a la iglesia. Yo doy vida y edifico a la iglesia».
Así que, la primera llamada es a sacar nuestros ojos de las circunstancias negativas y adversas y a ponerlos en Aquel que es eterno, que estuvo muerto, pero ahora vive por los siglos de los siglos. La iglesia es restaurada mirando al Señor.
La preeminencia de Cristo
La visión celestial tiene dos grandes aspectos: Cristo en los cielos y su cuerpo aquí en la tierra. Cuando al apóstol Pablo se le reveló la visión celestial, él vio las dos cosas: a Cristo, pero también al cuerpo de Cristo sobre la tierra. Y vio que Cristo y la iglesia son inseparables, y que son una sola cosa en la mente y en la voluntad de Dios.
Esta es la visión celestial: ese nuevo Hombre cuya cabeza está en los cielos, pero cuyos pies se posan sobre la tierra, que está en el cielo y está en la tierra al mismo tiempo. Cristo en el cielo y el cuerpo sobre la tierra. Pero, porque la iglesia está en la tierra, también Cristo está en la tierra, y porque Cristo está en el cielo, también el cuerpo está en los cielos con él. En los cielos y en la tierra, un solo y nuevo Hombre. Esta es la visión celestial completa.
El Señor sigue con Juan el mismo orden que siguió con Pablo. El Señor siempre comienza con la revelación de sí mismo y luego viene la iglesia. Primero es Jesucristo, porque de él nace la iglesia, y ella es la expresión de Cristo. Entonces, en el orden de Dios, lo primero es enfocar toda nuestra atención en Cristo. Que él recobre su lugar, central y supremo, en la iglesia. Porque si él no tiene la preeminencia, no hay ninguna posibilidad de que la iglesia sea restaurada a su vocación y testimonio delante de Dios.
El lugar donde ocurre esa visión no es el cielo. A nosotros nos parece el cielo por la forma gloriosa en que el Señor se revela. Pero el Cristo glorioso que se revela a Juan, en el comienzo de su visión, no está en el cielo. Si leen con atención, se nos dice que Juan vio siete candeleros de oro. El Señor le dice que los candeleros son las siete iglesias. Por cierto, cuando uno mira las iglesias a partir del capítulo 2, uno no ve candeleros de oro: ve problemas, carnalidades, pecados y un sinfín de situaciones negativas. Pero, a los ojos de Dios, las iglesias son candeleros de oro; porque esta es la visión celestial; no la visión terrenal. A los ojos del cielo las iglesias son candeleros de oro, porque están hechas de Cristo. El oro representa lo que viene de Dios.
Vea usted que el Señor no está en el cielo: está caminando en medio de los candeleros; es decir, está entre nosotros. Él se pasea en medio de las iglesias. El apóstol Pablo dijo: «…porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia». Y Juan nos muestra esto mismo: que el Señor cuida, sustenta y lava constantemente a su iglesia. Él camina en medio de los candeleros para purificar, para sostener, para restaurar y para dar vida; y para ello emplea la gloria y la riqueza de su propia persona.
La posición de la iglesia
Una vez que hemos visto al Señor, podemos ver a la iglesia del Señor. No podemos ver primero a la iglesia y luego al Señor. Algunos hermanos quieren comenzar la restauración de la iglesia por la iglesia, cambiando las cosas de la iglesia, modificando algo aquí y modificando algo allá. Leyendo en el Nuevo Testamento dicen: «Ah, la iglesia tiene que funcionar de esta manera … la iglesia tiene que establecerse de esta otra manera … la iglesia tiene que seguir este otro modelo … porque está en el Nuevo Testamento». Y comienzan con la iglesia. Pero si comenzamos con la iglesia, no vamos a ir muy lejos. Tenemos que comenzar con el Señor de la iglesia, con Cristo, antes de llegar a la iglesia. Porque no hay iglesia sin Jesucristo.
Si miramos con atención los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis, tenemos que las siete iglesias de Asia todavía retienen el modelo bíblico de iglesia en cuanto a la forma exterior. No son aún una denominación, ni un sistema, ni tampoco organizaciones humanas. Todavía son iglesias de acuerdo al pensamiento de Dios. Por eso son siete candeleros.
Pero aun así, eso no significa que esas iglesias están aprobadas a los ojos del Señor; aunque tienen la forma correcta, no significa que están aprobadas. Es necesaria la forma correcta, pero la forma no garantiza nada. Estas iglesias tienen la forma, ¡pero algunas de ellas no tienen al Señor! La forma es necesaria porque es útil al Señor de la iglesia; pero cuando el Señor se ha ido, la forma se convierte en una cáscara vacía.
Entonces, el Señor habla a las iglesias. A Éfeso: «Recuerda de dónde has caído, porque has dejado tu primer amor». A Laodicea: «Yo estoy a la puerta». En Laodicea, el Señor está fuera de la iglesia. Están tan llenos de sí mismos, que no hay lugar para el Señor en el corazón de esa iglesia. Él está fuera del corazón de los hermanos.
Así que, no estemos orgullosos de las formas. Miremos al Señor, porque él es todo lo que necesitamos. Las formas no nos aseguran nada, pero el Señor nos asegura todo. No digamos: «Porque nosotros hacemos las cosas de esta y aquella manera, estamos bien», sino: «Porque miramos al Señor, nos mantenemos en pie. Es el Señor quien nos sostiene».
Una cosa más antes de pasar al capítulo 4. Al final del mensaje a cada una de las iglesias, el Señor repite siempre dos cosas. La primera es: «Al que venciere…». Cada una de las cartas termina con una promesa dirigida al que venciere. Y cada una de esas promesas están relacionadas con el propósito eterno de Dios para con Cristo y la iglesia. Y la segunda, que cada una de las cartas termina diciendo: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».
Prestemos atención a esto. Lo que el Señor está diciendo es, también, lo que el Espíritu está diciendo a las iglesias. A una iglesia, el Espíritu dice una cosa y a otra iglesia habla otra cosa. Pero a todas se les dice, en general: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». Así, pues, lo que el Señor dice a una iglesia es válido para todas.
Aunque en el desarrollo de su propósito Dios ha establecido que la iglesia se exprese en la tierra por medio de compañías locales de creyentes, la vocación de la iglesia no es local. Si nuestra visión se vuelve tan estrecha como nuestra localidad, hemos perdido de vista al Señor.
La única razón por la cual necesitamos separarnos en localidades, es porque no somos capaces de reunirnos todos juntos. Pero si pudiéramos hacerlo, si ello fuera posible, el Señor habría hecho de esa manera su iglesia. Es una visión universal. No seamos estrechos en nuestro corazón. Necesitamos a todos los hermanos y hermanas, en el mundo entero.
La vocación celestial de la Iglesia
Ahora, vamos a la visión. Fíjense ustedes que el Señor en el capítulo 1, 2 y 3 está en la tierra. Pero miren lo que le dice al apóstol Juan. «Después de esto miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo». Hasta ahora el Señor ha estado sobre la tierra; el Señor ha descendido para revelarse y a hablar con Juan sobre la tierra. Pero ahora el Señor llama a Juan a subir a los cielos. Pues, aunque el Señor viene a la tierra, su propósito es llevarnos a los lugares celestiales, porque nuestra vocación no es terrenal. El propósito de Dios para la iglesia no está en esta tierra; está en los cielos.
Hermanos amados, ¿recuerdan lo que dice él al final de cada carta? «Al que venciere…». Porque cuando la iglesia está en ruinas, ha perdido su visión. ¿Por qué han perdido la visión? Porque se han vuelto terrenales. Han perdido su calidad celestial porque han perdido la visión celestial. Entonces han descendido; los intereses de las iglesias son intereses de este mundo, de esta vida. Sus deseos, sus motivos, su esfuerzo, su trabajo, todo lo que hacen, lo hacen con motivos y razones terrenales.
¿Dónde está nuestro corazón, hermanos? ¿Está puesto en la visión celestial? ¿En qué estás invirtiendo tu vida? ¿En las cosas de la tierra? ¿En hacer cosas que te den una satisfacción en esta tierra? Pues, incluso es posible usar el servicio al Señor para desarrollarnos y encontrar satisfacción en esta tierra.
Hermanos amados, el Señor no sólo busca gente salva: él necesita vencedores. ¿Quiénes son los vencedores? Los que han visto la visión celestial, se han apegado a ella y viven en esta tierra por causa de esa visión y sólo para esa visión. «…lejos esté de mí gloriarme», dijo Pablo, «sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo». «En cuanto a mí, el mundo no existe para mí, y yo tampoco existo para el mundo».
Entonces, el Señor llama a Juan a subir. Necesitamos que nuestras amarras y nuestras ataduras con esta tierra se corten, para ser elevados por el Espíritu hasta los lugares celestiales donde pertenecemos.
El trono inconmovible
Y a Juan se le dice: «Sube acá». «Y al instante yo estaba en el Espíritu; y he aquí, un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno sentado». En el cielo hay un trono. Juan va a conocer el misterio de la voluntad de Dios; pero, en el cielo todo comienza con el trono. Para relacionarnos con Dios, para venir a la presencia de Dios, tenemos que venir primero ante su trono. El trono significa autoridad; suprema autoridad.
Antes de que hubiera nada ya estaba ese trono, y cuando todo haya terminado, todas las cosas serán convocadas una vez más para dar cuenta a los pies de ese trono, pues ese trono reina desde los siglos, hasta los siglos eternos. Entretanto, la historia transcurre; entretanto, Satanás se rebela y actúa; pero un día él estará también delante de ese trono y recibirá el juicio de ese trono.
«Y el aspecto del que estaba sentado era semejante a piedra de jaspe y de cornalina; y había alrededor del trono un arco iris, semejante en aspecto a la esmeralda». Cuando llegamos ante el trono, nos encontramos con la autoridad de Dios y caemos de rodillas. Sin embargo, el que se sienta en el trono es como de piedra de jaspe. El jaspe es una piedra verde, diáfana y transparente. Y el verde, en la Escritura, es el color de la vida. Entonces, no es sólo un trono de autoridad; es también un trono del cual fluye la vida. Todos los propósitos del trono están relacionados con la vida. No es un trono que da muerte. Es un trono cuyo designio eterno es dar vida, y vida en abundancia. Al final de Apocalipsis, usted encuentra de nuevo el trono de Dios en medio de la ciudad; y de debajo del trono fluye el río del agua de vida de Dios; porque Dios –el que se sienta en el trono– está lleno de vida.
Y luego, hay alrededor del trono un arco iris semejante en aspecto a la esmeralda. La esmeralda también es una piedra preciosa de color verde. El arco iris representa el pacto de misericordia de Dios con la creación. Por tanto, el suyo es un trono de autoridad, pero también de vida y misericordia.
«…la primera voz que oí … dijo: Sube acá, y yo te mostraré…». Es el Señor Jesús quien le está mostrando a Juan el trono. Porque él mismo está bajo la autoridad del trono. Él dijo: «Yo no hago nada sin mi Padre; sólo aquello que el Padre dice que haga, eso hago». Y él vino para revelarnos a Aquel que está sentado en el trono. «Nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». El Señor nos revela al Padre, y nos muestra el trono donde se sienta el Padre.
Ahora recuerde, la visión celestial de Juan es la misma de Pablo en Efesios, aunque la visión de Juan está llena de símbolos espirituales. Los capítulos 4 y 5 de Apocalipsis son equivalentes a los tres primeros capítulos de la carta a los Efesios. Están presentes las mismas cosas, pero lo que hace Juan aquí es ponerlas en orden, pues cuando la iglesia ha perdido su esencia, se requiere volver al principio, y hacerlo, además, en forma ordenada.
Dios tiene un orden espiritual para todo, y en ese orden lo primero es su trono. No podemos venir a Dios sino reconociéndole como la autoridad suprema y absoluta sobre nosotros. Por cierto, a Jesucristo podemos venir como un amigo, pero ante Aquel que se sienta en el trono, sólo podemos venir diciendo: «Tú, oh Señor, reinas». Este es el camino para la restauración de la iglesia.
«Y alrededor del trono había veinticuatro tronos; y vi sentados en los tronos a veinticuatro ancianos, vestidos de ropas blancas, con coronas de oro en sus cabezas». Lo segundo que Juan ve, después que ha visto el trono y todo lo que éste representa, es que alrededor (y bajo su autoridad) hay veinticuatro tronos más.
En la Escritura, el número 24 es el producto de la suma de 12+12. Doce es el número del pueblo de Dios: doce tribus para el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, y doce apóstoles para la iglesia de Jesucristo en el Nuevo Testamento. El número 24 es la totalidad del pueblo de Dios. Ahora, se presenta ese número en veinticuatro tronos, porque desde el punto de vista de Dios, la iglesia está llamada a reinar juntamente con Cristo, a ejercer la autoridad del trono sobre la tierra.
Pero cuando la iglesia pierde la visión celestial, también pierde su función en la tierra. ¿Usted se ha preguntado alguna vez por qué, después de haber sido salvos, seguimos en la tierra? ¿Por qué el Señor no nos lleva de inmediato con él? Pienso que es porque el Señor quiere que ejerzamos y representemos su autoridad sobre la tierra.
Estos son los propósitos eternos de Dios, y no van a cambiar. El Señor necesita que su pueblo ejerza su autoridad sobre la tierra, para expulsar a Satanás y terminar con la rebelión que hay en ella. En el cielo, los ángeles corren para cumplir la voluntad de Dios; allí la voluntad de Dios no es estorbada. Pero sí en la tierra. El ángel rebelde ha caído a la tierra y ha puesto al hombre en rebelión contra Dios. Entonces, aunque el Señor está gobernando, aquí en la tierra no está siendo obedecido.
Uno de los propósitos del Señor para su iglesia es que ella ejerza la autoridad del cielo sobre la tierra. Por eso, él enseñó a orar: «Venga tu reino y hágase tu voluntad aquí en la tierra». La iglesia puede y debe orar para traer la voluntad de los cielos a la tierra. ¡Qué grande y misericordioso es nuestro Dios! Porque él podría de inmediato terminar con la rebelión que hay en la tierra, pero él quiere hacerlo con nosotros.
«Veinticuatro ancianos». La palabra anciano aquí, en griego, no es ancianos de edad. Es presbítero, es decir, uno que representa la autoridad del Señor en la iglesia. Esta es, por consiguiente, la vocación celestial de la iglesia. Estamos llamados a reinar juntamente con Cristo.
Si usted lee todas las promesas dadas a los vencedores en los capítulos 2 y 3, varias de ellas dicen: «Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono», y, «le daré autoridad sobre las naciones». Lo mismo que el Señor recibió del Padre, él ahora quiere que la iglesia lo reciba de él.
«Y del trono salían relámpagos y truenos y voces; y delante del trono ardían siete lámparas de fuego, las cuales son los siete espíritus de Dios». En la Escritura, los relámpagos, los truenos y las voces representan la revelación, la palabra y los mandamientos de Dios. Cuando el Señor descendió al monte Sinaí para hablar con Moisés, de la nube que cubría el monte salían truenos, relámpagos y voces; porque el Señor estaba revelando su palabra y hablando su voluntad a Moisés.
Esto es muy importante. El trono no es una figura decorativa. El que está sentado en el trono gobierna, reina, ejerce su autoridad en el universo. Este trono está particularmente relacionado con la iglesia aquí en la tierra. Los planetas oyen la voz del trono, y obedecen; los ángeles en el cielo cumplen la voluntad del trono. Pero cuando él habla, ¿quién, en la tierra, oye su voz? ¿Acaso la escuchan los príncipes de este mundo, los presidentes de las grandes naciones y las superpotencias de este mundo? No. El trono de Dios está relacionado con la iglesia de Jesucristo aquí en la tierra.
Entonces, cuando el Señor habla en los cielos, ¿quién tiene que oír y expresar la voluntad de su trono aquí en la tierra? La iglesia de Jesucristo. Por eso, «el que tiene oídos… oiga». Porque, si la iglesia no escucha, ¿cómo podrá el trono ejercer su autoridad en la tierra? ¿Se da cuenta, cuán importante es la vocación celestial de la iglesia?
No estamos en la tierra para trabajar, enriquecernos, ser mejores profesionales, tener bonitas familias y comprar buenos autos y buenas casas. No, estamos en la tierra para hacer la voluntad del trono que está en los cielos. No hay otra razón. Si no fuera por eso, él ya habría terminado con este mundo. Pero él tiene misericordia y alarga los tiempos; porque espera que su iglesia escuche su voz y lleve a cabo su voluntad sobre la tierra.
¿Estamos oyendo la voz del trono? ¿Oímos al que habla desde los cielos, la voz del cual conmovió una vez la tierra, pero, como está escrito, conmoverá otra vez los cielos y la tierra? Hoy habla con misericordia; un día hablará para acabar todo. ¡Qué responsabilidad tenemos, todos y cada uno de nosotros!
Por eso dice inmediatamente que «delante del trono ardían siete lámparas de fuego, las cuales son los siete espíritus de Dios». Si usted lee el versículo 5:6, lo mismo que está delante del trono está también en Cristo: «…estaba en pie un Cordero como inmolado, que tenía siete cuernos y siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra». ¿Para qué? Para que por toda la tierra se escuche su voz, y por todo el mundo sus palabras. ¿Quiénes tienen que escuchar su voz? Los suyos, sus siervos, su pueblo, la iglesia de Jesucristo. «El que tiene oídos para oír, oiga». ¿Qué es lo que habla el Espíritu? Lo que habla el trono; los propósitos y la voluntad del trono de los cielos.
La voluntad eterna
«Y delante del trono había como un mar de vidrio semejante al cristal; y junto al trono, y alrededor del trono, cuatro seres vivientes llenos de ojos delante y detrás. El primer ser viviente era semejante a un león; el segundo era semejante a un becerro; y el tercero tenía rostro como de hombre; y el cuarto era semejante a un águila volando. Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir».
Estos cuatro seres vivientes aparecen también en la visión de Ezequiel, y en la visión de Isaías. En Ezequiel se les llama querubines, y en Isaías, serafines. En nuestra Biblia dice seres vivientes, pero, en el griego, se les llama simplemente vivientes. Cuatro vivientes. ¿Por qué?
En el griego, existen dos palabras para decir vida, que en nuestra Biblia no siempre se traducen correctamente. Por un lado, la vida humana es psiqué, que a veces se traduce como alma, y otras como vida. Cuando el Señor dice: «El que halla su vida, la perderá», en griego es: «El que halla su psiqué, su alma, la perderá; pero el que la pierda, para vida eterna la guardará». La palabra vida eterna aquí es zoé. Siempre que se habla de la vida divina se emplea zoé. Ahora, estos seres que describe Juan, son llamados zoon, es decir, «vivientes» que expresan la misma clase de vida que tiene Dios: zoé.
Lo segundo que vimos en el trono es que el que se sienta en él está lleno de vida. Ahora, estos seres vivientes son la expresión de esa vida. Son cuatro, porque cuatro es el número de la creación de Dios: los cuatro puntos cardinales y los cuatro términos de la tierra. Pero, ¿qué más representan estos cuatro seres vivientes? Se nos dice que son como un león, un becerro, un hombre, un águila volando. Sabemos que esos cuatro rostros son los cuatro aspectos del Señor Jesucristo en los evangelios.
Entonces, estos cuatro seres vivientes, por un lado, representan la creación de Dios, y por otro, representan a Cristo. Esto expresa el propósito del trono: llenarlo todo, la creación entera, de Cristo. Por eso están llenos de ojos por delante y por detrás. ¿Por qué tantos ojos? Porque, ¿cuántos ojos necesita usted para conocer a Cristo? El Señor Jesucristo es tan grande, que se necesitan estos cuatro seres vivientes para expresar el conocimiento de él en plenitud. Con dos ojos vemos sólo una parte. Sin embargo, para conocer a Cristo en plenitud, se necesitan todos los hijos de Dios, porque con la mirada de todos tenemos la visión completa de Cristo. Con tu mirada, con mi mirada, tenemos una porción; pero si juntamos la visión de todos los hijos de Dios, tenemos a Cristo en plenitud.
Por otra parte, siempre que aparecen los querubines en la Escritura, lo hacen en relación con la gloria de Dios; ellos aparecen para separar a Dios y su gloria de todo aquello que no es parte de su gloria. Cuando el hombre pecó en el huerto, Dios puso querubines para separar al hombre del árbol de la vida; porque los querubines representan la santidad y la grandeza de la gloria de Dios. Dios no puede ser contaminado por el pecado, ni por el mal. Ellos guardan esa separación, por eso están alrededor del trono, y por eso dicen: «Santo, santo, santo».
Santidad significa separación. Cuando el Señor mira a las iglesias, él separa lo santo de lo profano, lo celestial de lo terrenal, lo divino de lo humano. Eso significa que el propósito de Dios no puede ser contaminado por el hombre. Que no podemos mezclar nuestros pensamientos con los pensamientos de Dios, nuestros intereses con los intereses de Dios. La iglesia tiene que ser totalmente santa. Todo lo del hombre tiene que ser excluido de la casa de Dios.
«Santo, santo, santo». Los querubines están a favor de Dios, y en contra de lo que hace el hombre. Ponen una separación que nadie puede cruzar, como celosos guardianes de la gloria y de la santidad de Dios. «Yo Jehová, y a otro no daré mi gloria».
«Y siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas».
Hermanos amados, hay una voluntad suprema que creó todas las cosas y que rige todas las cosas: la voluntad de Aquel que se sienta en el trono. La Escritura nos dice que esa voluntad es una sola. Algunos hermanos piensan que Dios tiene una voluntad distinta para cada persona. Pero no. Dios tiene una sola voluntad: su voluntad eterna, por la cual creó, conduce y gobierna todas las cosas para llevarlas al cumplimiento de esa voluntad.
La visión celestial, que gobierna todas las cosas, es la voluntad del trono. Y, ¿cuál es la voluntad del trono? «Reunir todas las cosas en Cristo». Que Cristo sea cabeza, sea Señor, sea centro de todo, y aquel que lo llena todo en todo. Y que esto se lleve a cabo por medio de su iglesia.
Entonces, la visión de Juan en este capítulo es que nosotros subamos para hacer nuestros los intereses, los designios y la voluntad de Aquel que se sienta en el trono.
La restauración de su voluntad sobre la tierra
En el capítulo 5, Aquel que se sienta en el trono tiene un libro en la mano, escrito por dentro y por fuera. Dice la Escritura que nadie podía abrir el libro, ni tocarlo, ni mirarlo. ¿Por qué? Porque ese libro contiene todos los decretos y designios de su voluntad. En otras palabras, cómo es que esa voluntad se va a llevar a cabo finalmente.
Todo está en el libro, pero nadie podía abrir el libro. La voluntad de Dios estaba inhabilitada, porque el hombre había caído. Porque el instrumento que Dios creó para la ejecución de su voluntad estaba muerto en sus delitos y pecados. Por eso Juan dice: «Y lloraba yo mucho».
«Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos». ¡Cristo ha vencido para abrir el libro y desatar los sellos, y llevar a cabo la voluntad eterna de Dios! Los sellos están abiertos, los jinetes están cabalgando, y la voluntad de Dios se está llevando a cabo en el mundo. ¡El Cordero que fue inmolado ha vencido!
El propósito eterno del trono fue estorbado un día, porque el hombre cayó. Pero el Cordero vino, y fue inmolado en la tierra, y recuperó al hombre para la voluntad de Dios. Un día, Juan y los otros apóstoles en el monte de los Olivos, vieron que el Señor fue llevado al cielo, hasta que una nube lo ocultó de sus ojos. ¿Qué pasó después? No lo supieron. Pero vino un día, muchos años más adelante en la vida de Juan, cuando los cielos se abrieron para él, y por primera vez pudo ver lo que había ocurrido con el Señor.
Juan vio que cuando el Cordero subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo, más allá de las nubes, entró en la presencia de aquel trono inconmovible, y se presentó con su propia sangre delante de Dios, para redimirnos. Cristo nos llevó consigo a la gloria, y nos presentó ante el Padre, sin mancha, sin arruga, sin pecado. Su iglesia, rescatada para el Padre y para su propósito eterno. Por eso, el Padre le dio el libro. Y el Cordero abrió el libro y desató sus sellos.
¡Bendito es el Cordero de Dios, que nos ha redimido y nos ha llevado a la presencia de Dios, y nos ha sentado en los lugares celestiales, y nos ha dado su propia gloria, para que reinemos con él, y para que hagamos su voluntad! Amén.