Tres aspectos de la visión de Pablo camino a Damasco.
Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial».
– Hechos 26:19.
Esta es la tercera vez que en el libro de los Hechos aparece la narración de la conversión de Saulo, y es la segunda vez que él mismo tiene que hablar acerca de ella. La primera vez está en Hechos capítulo 9, donde Lucas ubica cronológica-mente el momento en que ocurre este hecho.
Un hombre en debilidad
Ahora, no es casualidad que esto ocurra tres veces. ¿Cuántas veces oró Jesús en el Huerto? ¿Cuántas veces negó Pedro a Jesús? Luego, cuando Jesús, una vez resucitado, se encuentra con Pedro, ¿cuántas veces le preguntó: «¿Me amas?»? ¿Cuántas veces oró Pablo para que le fuese quitado el aguijón en la carne? ¿Cuántas veces se le mostró a Pedro la visión del lienzo? Siempre que algo aparece tres veces hay una debilidad muy grande, un debilitamiento; hay una comprensión de cuán frágiles somos en nuestra humanidad, cuán carentes somos.
Seguramente Pablo contó muchas veces más su conversión. Al menos estuvo preso unos dos años y medio, y era llamado por los tribunos para preguntarle por qué causa estaba allí. Pero el hecho de que la Escritura lo haya registrado tres veces, indica que Pablo había comprendido de cuánta debilidad estaba rodeado. De hecho, estaba en cadenas, estaba preso. Así que, al acercarnos a esta expresión de Pablo, «No fui rebelde a la visión celestial», es importante que comprendamos la fragilidad en la que él mismo se veía.
Por otra parte, a esta altura de su vida, Pablo había caminado al menos 25 años siguiendo al Señor. Es un creyente, un siervo del Señor, maduro, con una experiencia muy rica, que se expresa en sus cartas. Cuando escribe 2ª a los Corintios, muestra todo un currículum, con elementos tales como: «tres veces he sido azotado… he padecido naufragio… en ayunos… en muchos desvelos…». Así que, antes de decir estas palabras, Pablo tiene una experiencia de años siguiendo al Señor. Ha escrito al menos seis cartas, ha realizado los tres viajes misioneros conocidos en el libro de los Hechos, y ha llenado el mundo del evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
¿Qué les parece poder decir: «No fui rebelde a la visión celestial»? Este hombre, en debilidad, pero fortalecido en la gracia del Señor, es capaz de decirlo. Y a los veinticinco años, cuando está ante Agripa, debe recordar su conversión. Pablo la tenía que recordar en cadenas.
El aguijón de Cristo contra Pablo
Hay tres cosas que yo quisiera ver en este pasaje. La primera está en Hechos 26:14, las palabras del Señor: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón». Cuando Pablo está relatando su conversión, luego que esa luz más radiante que el sol se le aparece, las primeras palabras que él recuerda de nuestro Señor son éstas. ¿Cuál es el aguijón con el cual estaba siendo aguijoneado Pablo?
Para aproximarnos a esta expresión del Señor, tenemos que ver qué cosa él estaba narrando. Pablo era un hombre cruel con la iglesia; él tomaba a los santos, los azotaba y los obligaba a blasfemar el nombre de Jesús. Era tal su ira, que pidió cartas para ir más allá de Jerusalén, y apresar a cualquiera que invocara el nombre de Jesús.
Pero, ¿saben?, cada vez que Pablo tomaba a un creyente y lo llevaba para azotarlo, él empezaba a escuchar palabras que no había oído nunca de la boca de aquellos que habían sido azotados. Escuchaba decir: «Gracias, Señor, porque estoy padeciendo por tu nombre». Y cada vez que oía eso, era como un aguijón tomado por el Señor para amonestar la conciencia de Pablo, al punto que Pablo dice: «Yo estaba presente cuando Esteban murió, y yo consentía en su muerte, y yo guardaba las ropas de los que iban a matarlo».
Sin lugar a dudas, Pablo estuvo allí, cuando Esteban, lleno del Espíritu, vio la gloria de Dios y a Jesús sentado a la diestra del Padre, y proclamó: «Veo la gloria de Dios». Y esas palabras fueron un aguijón en la conciencia y en el corazón de Pablo, y él fue amonestado por los santos que confesaban así.
¿Quién le enseñó a Esteban a decir esas cosas cuando lo estaban apedreando? ¿Quién le enseñó a decir: «No les tomes en cuenta este pecado»? ¿Se imaginan a Saulo, enardecido, enfurecido, escuchando esas palabras? ¡Qué palabras más fuertes para la conciencia de este hombre! ¿Quién se las enseñó a Esteban? Esteban no estuvo con Jesús. Probablemente se convirtió en el momento en que Pedro predicó. Él estuvo con los apóstoles, y, ¿quién, de los apóstoles, con total seguridad, escuchó a Jesús decir: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»? ¡Juan!
Juan estuvo a los pies de la cruz, y oyó decir a Jesús: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Esteban, en algún momento, estuvo con Juan, el cual le narró el momento de la cruz. Y cuando Juan narraba esto, Esteban estaba expectante. Y él, bajo la palabra de Juan, comienza a ver al Señor, y ocurre aquello glorioso que Pablo enseña en Corintios: Somos transformados de gloria en gloria, respecto de aquella imagen que vemos. Entonces Esteban, cuando lo estaban apedreando, no tuvo que recordar una lección, porque la gloria estaba en él. Y cuando Pablo escuchó estas palabras, y las muchas palabras de los santos confesando el nombre de Jesús, y viendo que oraban por los que les perseguían, eso era un aguijón para él.
Hermanos, no nos cansemos de hacer el bien, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Hoy día, Dios necesita aguijonear las conciencias de los hombres. Dios necesita amonestar las conciencias y, ¿a quién tiene para hacerlo? ¡A nosotros! A ti y a mí, haciendo el bien, orando, bendiciendo, procurando amar. Así que aquí hay una primera cosa: «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón». El aguijón era la vida y palabras de Cristo, manifestadas en los santos.
La visión nos derriba o nos vuelve rebeldes
Hay un segundo aspecto en este momento de la conversión de Saulo. «Y habiendo caído todos nosotros en tierra…» (Hechos 26:14). Cuando leo esta expresión, me acuerdo de Isaías, en el capítulo 6. «Vi yo al Señor… Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey». Cuando podemos ver algo de los cielos, cuando podemos discernir algo de las riquezas de la gloria eterna en Cristo Jesús, algo en nosotros es derribado, algo en nosotros cae.
La visión celestial no nos puede dejar indiferentes. La visión celestial, o nos derriba, o nos rebelamos. Frente a esta visión, Isaías dice: «Mis labios son inmundos», porque no podía expresar con sus labios aquella gloria que estaba presenciando. Entonces dice: «¡Ay de mí! que soy muerto».
Antes que Pedro se convirtiera, Jesús fue a su casa. Aquella noche Simón no había pescado nada. Entonces el Señor le dice: «Boga mar adentro y echa la red». Él era pescador, y estaba seguro que ahí no había peces. Pero cuando Jesús da la palabra, empieza a haber una cantidad enorme de peces. Entonces Pedro empieza a vislumbrar, y empieza a reaccionar frente a eso. Cae de rodillas y dice: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador». ¡Qué dulce el Señor! No le tuvo que decir a Pedro: «Eres un pecador». Bastó que el Señor estuviera junto a él, bastó que Pedro lo escuchara, que viera este milagro, para que dijera: «¡Este hombre es el Señor!».
Cuando Juan estaba en la isla de Patmos, en el Espíritu, en el día del Señor, y oye la voz del que estaba tras él, nos dice: «…caí como muerto». Así que la visión celestial nos derriba, nos hace caer. O nos rebelamos. Y, ¿por qué digo esto? Porque, cuando Pablo está hablando de su conversión ante Agripa, noto a Pablo pesando, viendo qué estaba pasando en el corazón de Agripa. Agripa estaba siendo persuadido por el Señor. Pablo captaba que la obra del Espíritu Santo se estaba empezando a realizar en Agripa, y cuando nota eso, empieza a hablar de esta manera: «Oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial». Pablo estaba intuyendo que en el corazón de Agripa estaba subiendo la rebeldía, la tozudez, la dureza de cerviz.
Yo digo que ha sido glorioso estar entre ustedes; pero digo que ha sido espantoso lo que hemos oído en estos días, porque lo que hemos oído nos derriba, o nos hacer ser más altivos. Pero no creamos que lo que hemos oído puede ser indiferente a nuestros corazones. Nuestro corazón es engañoso, más que todas las cosas; y podemos tener altivez y endurecernos frente a la visión celestial.
Pablo dice: «No fui rebelde». Lo glorioso de la visión celestial es que, por más glorioso que sea lo que vemos, nos podemos rebelar. Dios no nos va a imponer las cosas a modo de señorío. Nunca lo va a hacer. No lo hizo Jesús. Él llamó a un joven rico, y le dijo: «Ven, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres». Y el joven rico se devolvió, y el Señor le permitió volverse. Eso es glorioso. Cuando nos viene la visión celestial, nos debemos postrar ante el Señor.
Un encuentro con la verdadera autoridad
Hay una tercera cosa que está en Hechos 26:15. «Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor?». Fíjense en esta expresión de Pablo. Él no sabía quién era; pero sí supo algo: que era el Señor. No sabía contra quién estaba endureciéndose. No tenía idea. Y en esto, Pablo fue honesto, fue sincero. Pero sí supo algo inmediatamente, que esa luz le rodeó y le hizo caer. Él supo, y tuvo una realidad de que era el Señor.
Jesús sabía lo que iba a ser de Pablo. Le dice a Ananías: «Vé, porque instrumento escogido me es éste». Aquí, el mismo Pablo dice: «He aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo…». Así que miren lo que le viene a Pablo. Pablo iba a tener una tremenda autoridad. Estuvo en Éfeso como dos años y medio, y toda Asia escuchó la palabra. Y creo que por eso, cuando nosotros nos encontramos con el Señor nos encontramos con su autoridad. En este encuentro de Pablo era vital el tema de la autoridad, y por eso Pablo pregunta: «¿Quién eres, Señor?». Dado el servicio que iba a tener, era importante que desde el primer día de su conversión entendiera la naturaleza de la autoridad que hay en el Señor Jesucristo.
Ahora, esta no es una autoridad humana; no tiene absolutamente nada que ver con algún concepto de autoridad que nos fijemos a partir de una experiencia natural. No es la autoridad de generales o de capitanes, de gobernadores o de príncipes. Es una autoridad muy distinta, y Pablo la notó inmediatamente; una autoridad que podía ser perseguida por Pablo. Pablo tenía que tener un encuentro claro con esa autoridad. Por eso, la pregunta: «¿Quién eres, Señor?», porque él sabía que se había enfrentado a una autoridad tan distinta. Él sabía lo que era la autoridad; había pedido cartas para ir a Damasco; sabía que era importante ir bajo autoridad. Pero aquí, el Señor le está mostrando una autoridad que no tiene origen en la tierra.
¿Cómo es esa autoridad? En Apocalipsis 5:5, hay una descripción de esta autoridad. «Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos. Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado». ¿Dónde está la mayor expresión de autoridad en los cielos? ¡Un Cordero como inmolado!
La autoridad surge del padecimiento, del sacrificio, de la entrega, del servicio, de someterse a la voluntad de Dios. El lugar de mayor gloria, allí donde está Aquel que es sobre todo nombre, el que fue exaltado hasta lo sumo, allí donde reside la mayor autoridad, ese poder está en un Cordero como inmolado. ¡Aleluya! Nada tiene que ver con la idea de un capitán o un general, o de un hombre noble. ¡No! Es un Cordero inmolado el que está en medio del trono de Dios, que fue exaltado por el Padre y puesto en el lugar de gloria.
Él es el digno en medio nuestro, es el que tiene autoridad. Por eso hay un canto nuevo en los cielos, que no había antes de que el Cordero subiera: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra».
¡Qué impresionante cuadro! ¡El que tiene más autoridad es un Cordero inmolado! Es uno que me puede decir: «Perdona a tus hermanos». ¿Qué le puedo decir yo al Cordero inmolado? «Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza». ¡Qué impresionante! Esta clase de autoridad fue con la cual Saulo se enfrentó. Y se rindió, se postró, y entregó su vida; perdió todo lo que había que perder y renunció a todo lo que había que renunciar.