La figura y el ministerio de Juan completan la revelación de Dios en el Nuevo Testamento.
La fecha de los escritos de Juan es, por lo general, posterior a la de los de Pablo; y por esto, su contribución más distintiva a la revelación neotestamentaria es el énfasis en la recuperación.
Cuando la iglesia estaba ocupada en exterioridades en desmedro de la vida interior, aparece Juan en escena para recordar a los hombres las verdaderas cualidades divinas. Esto se pone de manifiesto en el comienzo de aquel relato de cómo Jesús le descubrió a él y su hermano Jacobo: «en la barca … que remendaban sus redes» – reparando el daño ocasionado por el trabajo de la noche anterior.
Por supuesto que Juan no dejaba de ser pescador en un sentido acabado, como lo era Pedro, y parece que dentro de su esfera, él también construía como lo hacía Pablo. Le encontramos al principio del libro de los Hechos tomando parte en la predicación y la predicación en sus comienzos; y al igual que Pablo, también Juan puede escribir con autoridad «a la iglesia» (3 Juan 9). Pero visto en el contexto del Nuevo Testamento, la característica más sobresaliente en los escritos de Juan es, por cierto, este ministerio particular de volver las cosas a su estado original dispuesto por Dios.
Como todos sabemos, el Evangelio de Juan es el último de los cuatro. Sus epístolas también son las últimas; y su revelación (Apocalipsis) se halla al fin del Libro de Dios. Todos sus escritos son, en cierto sentido, los últimos. En el Evangelio de Juan encontramos por todas partes la reflexión sobre este hecho. Juan se ocupa muy poco de la obra de Jesús, como se registra, digamos, en Marcos. Ni tampoco se ocupa de los mandamientos del Señor, como lo hace Mateo en el Sermón del Monte. Ni se inquieta acerca de lo que debes hacer si alguien te quita la chaqueta, o si, cuando te lo pide el vecino, deberías ir con él una milla o dos. Este no es su interés primordial ahora. Su afán se relaciona con la vida de las eternidades y de que el creyente esté bien vinculado con esa vida. Si uno vuelve a esa consideración, Juan dice que todo lo demás seguirá luego. En esto también es muy distinto de Lucas. No trata de cosas exteriores y temporales – con fechas y genealogías, aunque éstas le lleven hasta Adán. Todo su mensaje estriba en que debemos ir, pasando más allá de todas estas cosas, a la Vida. Todo aquí necesita ahora ser reparado. Volvámonos a la Vida que «bajó del cielo», piensa Juan, y cuando estemos allí, Pedro y todo lo que le preocupa, será protegido, como así también Pablo.
En un sentido, Juan no tiene cosa nueva que ofrecer. No nos lleva más adelante, pues Dios ya lo ha dicho todo. El propósito de la revelación encomendada a Juan es volvernos a ese propósito original, mediante un nuevo contacto con el mismo resucitado Señor de la vida.
Al leer el Evangelio de Juan no podemos menos que quedar impresionados por el hecho de que el primer capítulo es la clave de todo lo que sigue. En ese capítulo encontramos la gracia y la verdad, dos ríos que fluyen de Cristo. «La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (1:17).
A través del Evangelio encontramos el mismo doble énfasis, por un lado sobre la verdad, y por el otro sobre la gracia. La verdad siempre hará demandas, y la gracia siempre estará allí para cumplirlas. En el incidente registrado en el capítulo 8, de la mujer sorprendida en adulterio, la verdad brilla. Jesús no le dijo a ella: «Está bien, no has pecado». No les dijo a los judíos que lo que ella había hecho no era grave, y que él no estaba demasiado preocupado por ello. No, el Señor dijo: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (8:7). La verdad desnuda estaba allí: Ella ha pecado, y de acuerdo a la ley debía ser apedreada; pero también estaba presente la gracia, pues cuando todos se habían ido, el Señor se dirigió a ella y le dijo: «Ni yo te condeno». A través del Evangelio de Juan siempre hallamos que la gracia y la verdad corren paralelas.
Pero cuando nos volvemos a las epístolas de Juan, encontramos algo más. Oímos menos acerca de la gracia y la verdad. Estas cartas fueron escritas en años posteriores y, entonces, se hacía necesaria una restauración más fundamental. Por tanto, encontramos que Juan nos hace retroceder más. «Dios es luz» (1ª Juan 1:5). «Dios es amor» (1ª Juan 4:8). Mientras que en el Evangelio, Cristo, que procedía del Padre se reveló entre los hombres como la gracia y la verdad, aquí en las epístolas, Cristo, existiendo con el Padre, se revela a los hombres como la luz y el amor.
Lo que ha sido la verdad en el Evangelio, se transforma en la luz en las epístolas. Lo que ha sido la gracia en el evangelio, en las epístolas se transforma en el amor. ¿Por qué? Porque lo que es luz en Dios, al ser transmitido a los hombres, se transforma en verdad; lo que es amor en Dios, cuando es traído a los hombres, se convierte en gracia.
El amor se vuelve a Dios, pero la gracia permanece aquí. Todo lo que está en Dios es luz y amor, pero al ser transmitido a los hombres se torna en verdad y gracia. Y siempre es posible que la gracia sea mal utilizada; los hombres se han apropiado de estas cosas. Pero Dios es luz y Dios es amor, y no podemos subir para tocarlo; eso está fuera de nuestro alcance. De modo que el método de Juan consiste en hacernos retroceder al mismo Trono, no en ofrecernos alguna novedad, sino en confrontarnos nuevamente con lo original. Es volviendo a la Fuente como recuperaremos y preservaremos lo que por ahora se ha perdido.
Pero es cuando llegamos al último, y en cierto modo el más importante libro de toda la Biblia, el Apocalipsis, que vemos plenamente este principio del apóstol, y creo que descubriremos que su énfasis aquí está especialmente en el Señor Jesús como «el verdadero» (3:7). Creo que ninguno puede leer este libro sin comprender que manifiesta la suprema restauración. Indica una revocación completa del Génesis. Todas las fallas que entraron al principio aquí son deshechas; todo lo que se había perdido, es recuperado; todas las preguntas suscitadas en el Génesis, aquí son satisfechas.
En Génesis veo una serpiente. ¿Cuál será el fin de ella? Veo una maldición. ¿Cuál será su fin? Veo a la muerte y el pecado. ¿Dónde terminarán? Veo al hombre impedido de tomar del Árbol de la vida. ¿Cuál será la consumación de estas cosas? Veo su comienzo, pero ¿cuál será su fin? Y ¿cuál será mi fin? Dios en su gracia ha hecho un comienzo en mí, pero ¿qué sería si la salvación terminara en el presente? El propósito del libro de la Revelación es contestar estas preguntas al mostrarme a Jesucristo como vivo para siempre jamás, el Principio y el Fin. Pues el Apocalipsis es un descubrimiento, una revelación de Jesucristo. Corre el telón y revela su persona. Su objeto no consiste, en primer lugar, en iluminarnos tocante al porvenir – el anticristo, el supuesto surgimiento del Imperio Romano, la venida del Señor, el milenio, o el fin, el destino de Satanás.
El remedio de Juan para nuestros males no radica en la cuestión de tantos sellos y tantas trompetas, ni tampoco da respuesta a la pregunta si el arrebatamiento será parcial o no. No fue escrito para satisfacer nuestras especulaciones intelectuales, sino para suplir nuestra necesidad espiritual al revelar a Cristo mismo en plenitud, para que le conozcamos a él.
Es verdad que el Apocalipsis contesta las preguntas en cuanto a nosotros mismos y en forma que sobrepasa aun nuestros pensamientos. Pues lo que Juan nos presenta en lo postrero es, de hecho, más de lo que perdimos al principio.
Dios comenzó con un jardín y concluyó con una ciudad. En Génesis él visitó al hombre a quien había creado; en Apocalipsis su morada, no, su mismo trono, está en medio de los hombres. Pues lo que había sido la iglesia en Pablo, se ha tornado en la Ciudad Santa en Juan.
En el propósito divino, esto siempre fue así. Pues lo que Dios se había propuesto hacer en el principio, se hará; y el Apocalipsis nos asegura que en esencia Juan no nos da nada nuevo; sólo demuestra que lo que Dios había planeado él lo llevará a cabo.
Todo lo que Juan hace es volvernos al Original divino. ¿Cuál es el destino de este mundo? ¿Cuál ha de ser el resultado del conflicto de la iglesia? ¿Cuál será mi fin? Todo, afirma Juan, tiene su respuesta y su cumplimiento en el Señor Jesucristo. ¿Es Cristo mi principio? Él es también mi fin. ¿Es él mi Alfa? También es mi Omega. Cristo es la respuesta a todas mis preguntas. Si tengo cabal comprensión acerca de él, sabré todo lo necesario acerca de lo porvenir – el por qué y la razón de las cosas. Pero es ese el inevitable orden divino. Ninguno está calificado para estudiar las visiones que siguen, registradas por Juan, si no ha tenido primeramente una visión de Cristo Jesús mismo. Porque ella nos dice quién es él, el resucitado y victorioso Rey de reyes, y los hechos que siguen no son sino el resultado de lo que él es.
Esto fue así aun para Juan personalmente. El discípulo amado, quien se había recostado sobre el pecho de Jesús, necesitaba también una revelación del eterno Señor, revelación que le hizo caer como muerto. Sólo después de esa visión, se le podían mostrar las cosas «que habían de venir». La primera visión es fundamental para poder ver las otras. Pues lo que se contempla es un reino; y es el Rey con sus súbditos, y no los expertos en profecía, quienes declaran guerra a todo lo que se opone a su reino. Los hechos venideros no se revelan para proveer material para la especulación; su meta es la derrota del enemigo y el reino universal del Cristo.
De manera que, en el Apocalipsis, Dios nos muestra un aspecto de su Hijo, que no se señala en los Evangelios. En aquellos le vemos a él como Salvador, pero en el Apocalipsis, como Rey; en el evangelio de Juan como el Alfa, en el Apocalipsis como la Omega. Aquél muestra su amor, éste su majestad. En el aposento alto, Jesús se ciñe los lomos para servir; en Patmos, se presenta ceñido por el pecho para la guerra. En los evangelios, su tierna mirada conmueve a Pedro; en el Apocalipsis, sus ojos son como llama de fuego. Allí su voz es suave, llamando a su propias ovejas por su nombre, y palabras llenas de gracia proceden de su boca; aquí su voz es como estruendo de muchas aguas, y de su boca sale una espada aguda de dos filos, dando muerte a sus enemigos.
No basta que conozcamos a Jesús como el Cordero de Dios y como el Salvador del mundo; debemos conocerle también como el Cristo según Dios, el Rey según Dios y el Juez según Dios. Cuando le contemplamos como Salvador, decimos: ¡Cuán bueno y tierno! – y nos recostamos en su pecho. Cuando le vemos como Monarca decimos: ¡Cuán terrible! – y nos postramos a sus pies. En un caso produce acción de gracias; en el otro, adoración. Verle a él ahora como Rey equivaldría, podríamos decir, a ver otro Cristo, experimentar otra salvación. Le contemplamos ahora como el Testigo fiel y verdadero, el divino Garante que hace que, aunque los propósitos de Dios puedan quizá ser estorbados, nunca sean completamente impedidos.
Tomado de ¿Qué haré, Señor?