EVANGELIO
Hay un ropaje de justicia que Dios ha provisto para adornar y hermosear nuestra alma desnuda.
Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió».
– Gén. 3:21.
Existe un Dios y un acceso hasta su sonrisa. Existe un cielo y una puerta para llegar a él. El Salvador que había de venir, y que ya vino, son un solo Cristo. La fe de Abel y la de Juan el Bautista miraban al mismo Cristo. No predicó Noé una justificación y Pablo otra. Los patriarcas no se regocijaron en una esperanza y los apóstoles en otra.
El único camino a la vida
Desde el principio al fin, todos los peregrinos del monte de Sion se apoyaron en un mismo brazo. Todos los viajeros que cruzan el mar de la vida, camino del descanso eterno, son guiados por la misma brújula.
Cuán importante es, pues, para nosotros pensar lo siguiente: ¿Hemos escapado de los múltiples caminos tortuosos que llevan a la destrucción? ¿Viajamos seguros por la única vereda que conduce a la vida? Cristo Jesús es este único camino.
Los rayos de su amor redentor brillaron tan pronto como hubo un pecador que iluminar. El jardín del Edén fue testigo del sombrío espectáculo de la inocencia destruida; pero fue también testigo de algo más que la mera inocencia restaurada. Los padres de nuestra raza no fueron expulsados al salvaje desierto de la tierra sin una promesa alentadora, sin un fuerte consuelo, sin una preciosa perspectiva y sin una imagen clara de plena restauración.
El camino de regreso al cielo les fue trazado en un mapa muy claro. Sobre él mismo estaba representado, con vivos colores, el Señor Jesús.
El ropaje de justicia
Hasta los vestidos que les fueron hechos, y les fueron puestos, les predicaban el Evangelio. Considera la situación. Estaban conscientes de su propia vergüenza y se ruborizaban de la misma luz del día.
En su turbación trataron de ocultarse. Idearon lo que más bien eran sombras de vestidos; no podían humanamente hacer más. ¡Cuán endebles, cuán harapientos y cuán andrajosos aquellos ropajes!
Pero Dios, en Su misericordia, vino en su ayuda. Suplió toda su necesidad, hizo «túnicas de pieles y los vistió».
Tal vez hasta aquí no hayas visto nada en estas prendas, a no ser calor para el cuerpo y protección contra la intemperie. Pero puedes estar seguro de que el significado es mucho más amplio. Es espiritual. Nos habla del ropaje de justicia que Dios ha provisto para adornar y hermosear nuestra alma desnuda. ¡Quiera el Señor mostrarnos, por su Espíritu, esta maravilla!
Recibimos más luz sobre el particular si examinamos la materia de la cual fueron hechas las vestimentas. No eran hojas puestas juntas, ni fibras entretejidas, ni raíces trenzadas. Eran pieles de animales muertos.
La muerte, pues, había empezado su obra desoladora en el huerto. Pero, ¿cómo se acercó a sus primeras víctimas? No con el paso lento del decaimiento gradual. Era la mañana de la existencia. El tiempo estaba en su infancia. Los desperdicios de las épocas estaban todavía muy lejanos. Estas bestias del campo deben haber caído por mano de la violencia.
Pero, ¿por qué? No para proveer al hombre de comida. Antes del diluvio, los vegetales tan solo bastaban para la nutrición. Fue Noé el primero en oír la concesión más amplia: «Todo lo que se mueve y vive, os será para mantenimiento: así como las legumbres y plantas verdes, os he dado todo» (Gén. 9:3). Aquellos animales fueron muertos, pues, con otros propósitos.
Un sacrificio en Edén
No hubo propósitos impíos, pues Dios no miró con agrado aquella muerte. Testifica de ello usando las pieles. Si, pues, murieron de acuerdo con la voluntad de Dios, queda solo una conclusión lógica: fueron ofrecidos en sacrificio. Así representaron al Cordero «inmolado desde antes de la fundación del mundo».
De ahí aprendemos que hubo víctimas que derramaron su sangre en el Edén. ¡En efecto! La primera gota de sangre que empapó la tierra, y el primer gemido mortal, proclamaron los términos más inteligibles que «la paga del pecado es muerte» y que «sin derramamiento de sangre no hay remisión». La doctrina de estos ritos es la doctrina de la cruz.
No hay dudas en cuanto a las pieles que suministraron las primeras prendas de vestir al hombre. Fueron tomadas de las ofrendas por el pecado. Así que, para la visión de fe, cada sacrificio es el signo doble de la salvación plena. Cada altar proyecta una sombra, no solo de la sangre que nos libra del infierno, sino también de la justicia que nos gana el cielo.
Tal es el cuadro, admirable por su simplicidad. Mas, ¿quién puede expresar la amplitud y la profundidad de verdad que encierra? Una verdad que es la misma llave del cielo y el alimento del alma. Hasta que aprendamos esto, nos encontraremos en la antesala del Evangelio. ¿No querréis vosotros acercaros conmigo e indagar, y buscar el pleno consuelo del conocimiento perfecto?
No puedo dudar que su mayor deseo es entrar a las gozosas mansiones de los benditos una vez que esta breve vida haya pasado. Pero, ¿tenéis vosotros el ropaje adecuado para tal ocasión? Estar en el cielo es estar con Dios. Todo allí es hermoso. Todos brillan con pureza. Todos tienen la blancura de la perfección inmaculada. La mirada de Dios descansa sobre ellos con deleite. No halla defecto ni reproche en ellos. Los considera dignos de sentarse en tronos de gloria.
Ataviados para ser hallados dignos
Mas, ¿cómo han obtenido tales vestimentas? No puede ser obra de hombres. Las manos manchadas únicamente pueden lograr suciedad. «Somos como trapos de inmundicia». Está claro que si pudiéramos morar allí donde sólo la justicia reina sería porque traeríamos con nosotros a la misma justicia. Igualmente cierto es que podríamos hacernos fácilmente dioses, si consiguiéramos vestirnos con ropas inmaculadas. ¿Quién, entonces, puede ataviarnos para que seamos hallados dignos?
Todo ha sido provisto en el Salvador
Nuestro razonamiento nos lleva a las buenas nuevas del glorioso Evangelio. Todo se ha provisto en el Salvador Jesucristo. La justicia que necesitamos, y que nos es ofrecida, es su misma obediencia. Él hace por nosotros lo que nosotros nunca hubiéramos podido hacer. En él nos convertimos en lo que nunca hubiéramos sido sin él. Él obra una dignidad infinita, a fin de poder ser para nosotros todo lo que su nombre implica: «Jehová justicia nuestra».
¡Cuán precioso es este pozo de verdad! Saquemos de él refresco más profundo en gratitud y fe. He aquí, una y otra vez, el hecho glorioso. Un hombre, nacido de mujer, ha pasado por la vida humana sin apartarse ni una sola vez del camino de Dios.
La tierra ha visto a un Hombre tan puro como Dios, tan santo como Dios, tan perfecto como Dios, tan impecable como Dios. Corrió toda la senda de la ley sin desviarse un solo paso. Con fuertes alas se remontó a las alturas, y no vaciló ni flaqueó. El ojo escudriñador de Dios siempre sobre él, no pudo hallar ni por una sola vez la ausencia del amor celestial en su pensamiento, en su palabra ni en sus hechos.
El suelo, a menudo, fue resbaladizo, pero él nunca resbaló. Permaneció erguido delante de Dios, sosteniendo con sus manos una plena y perfecta obediencia, realizada y completada hasta el último detalle. Y todo esto fue por nosotros. Lo trajo para dárnoslo; y lo ofrece a todo pecador desnudo que, por la fe, corre a cobijarse en Él.
Lector, acaso te preguntes: ¿Me confirma el Señor con sus palabras esas nuevas? Si, él las confirma. Escucha sus palabras: «La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él» (Rom. 3:22).
Confía completamente en estas palabras y habrá para ti paz perfecta. Es para todos, como pago a su favor en el libro de contabilidad.
Así que, cuando Dios cuenta, al lado del creyente, y exige el cumplimiento de la ley, he aquí que aparece a favor del pobre pecador una obediencia inmensa que cumple las más mínimas exigencias de la misma. Es el obsequio de la mano de Cristo.
Dios ni desea ni puede recibir más. Así que es sobre todos, para todos los que creen. Por consiguiente, cuando el creyente llama a las puertas del cielo, lo hace vestido con el ropaje celestial; la justicia de Cristo le cubre. ¿Qué más se le puede exigir? Aparece tan brillante y glorioso como Dios mismo.
Hechos justicia de Dios
Quisiera que hallarais satisfacción en este punto. Y con este deseo os ruego que consideréis otro pasaje de la Escritura: «Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2ª Cor. 5:21).
¡Bendito el hombre en cuyo corazón calan hondo estas verdades! Le son más preciosas que diez mil mundos. ¿No nos dicen ellas que nosotros, que no somos más que vileza, si solo estamos unidos a Cristo somos hechos justicia de Dios?
Que se nos considerara justos sería ya mucho. Pero mucho más es que se nos considere justicia de Dios. Gozaos en tan grande consolación. El creyente humilde hace eco a las palabras de la Escritura cuando dice: En Cristo soy hecho justicia de Dios.
Es manifiestamente la voluntad de Dios que esta provisión por el alma estuviera siempre presente ante nuestros ojos adoradores. Resultando así que el objeto más familiar a nuestros sentidos, aquel con el que cubrimos el cuerpo, está planeado para tal fin. Estudie esta lección. Es comprensible a toda inteligencia. Es tan clara para el ignorante como para el letrado.
Hallo, sin embargo, que las sombras terrenas no aciertan a describir las realidades celestes; es como la criatura que comparada al Creador no es nada.
Una vestidura eterna
Admiramos el ropaje de la inocencia de Adán. Puro y delicado; pero era humano. No así esta vestimenta. El Dios-Hombre, Jesús, es su autor. Pronto fue mancillado el vestido de Adán, pronto se echó a perder. Lo tocó Satán, y se deshizo.
Pero la nueva vestimenta está guardada en lo alto de los cielos, y el destructor no la puede alcanzar. Las pieles traídas a Adán pronto se harían viejas y se estropearían.
La nueva vestimenta es justicia sempiterna (Dan. 9:24). Una edad sigue a otra edad, pero ella no ve corrupción; su novedad es siempre joven. Los vestidos terrenos son a veces de impresionante esplendor. Pero, aun las mismas vestiduras regias de Salomón, ¿qué serían junto al ropaje celestial? Pálidos trapos, como la más débil estrella colocada frente a los rayos del sol al mediodía.
Me detengo aquí, creyendo que la eternidad no acabará con las alabanzas por este vestido. Y no habré escrito en vano si estas breves palabras hacen más preciosos a alguna alma los preciosos vestidos de la justicia divina.
Un llamado
Lector, ¿quieres tú vestirte de ellos? Pide, y se te darán. Busca con fe sincera y serán tuyos. El hijo pródigo vuelve y el padre le dice: «Traed el mejor vestido y ponédselo» (Luc. 15:22). Acude contrito el pecador y las mejores galas de los cielos le son puestas encima. Sé, pues, sabio y escucha la voz que desde arriba te dice: Os aconsejo que adquiráis de mí vestiduras blancas, para vestiros con propiedad.
¿Qué más puedes desear? La dignidad de Cristo para nuestra indignidad. Su impecabilidad para nuestra pecaminosidad. Su pureza para nuestra impureza. Su belleza para nuestra deformidad. Su sinceridad para nuestra hipocresía. Su verdad para nuestra falsedad. Su humildad para nuestro orgullo. Su constancia para nuestra apostasía. Su amor para nuestro odio. En una palabra, su plenitud para nuestro vacío; su gloria para nuestra vergüenza, y su justicia por nuestras muchas injusticias.
Feliz el hombre que contesta: ¡Me escondo en ti, bendito Jesús! Te recibo como mi justicia. Esta alma canta dulcemente: «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia» (Is. 61:10), añadiendo con humildad esta nota triunfal: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2ª Tim. 4:8).