¿Cómo un hombre puede llegar a hablar las palabras de Dios?
El apóstol Pablo nos entrega una extraordinaria descripción del alto ministerio al que Dios ha llamado a todos aquellos que ministran su palabra. Al respecto, en 1Co. 2:13 nos dice que debemos hablar “no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con la que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual”. Este es un asunto muy importante; una lección que todos necesitamos aprender si lo que buscamos es ser ministros útiles en la edificación de la casa de Dios.
Nuestras palabras no pueden ser de cualquier clase, ni tener su origen en nuestras propias ideas o conceptos, sino en el Espíritu de Dios. No obstante, para que esto sea posible, se requiere en nosotros la obra trans-formadora de la cruz. A continuación intentaremos profundizar un poco más en este asunto.
El poder de Dios
Muchos hombres están, por naturaleza, llenos de recursos y habilidades. Nos impresionamos fácilmente con esta clase de hombres, creyendo que sus grandes capacidades intelectuales y expresivas los convierten en las personas más adecuadas para desempeñar el ministerio de la palabra en la iglesia. Pero esta concepción tiene su origen en un profundo desconocimiento de la naturaleza humana y de los caminos de Dios en sus tratos con ella. El apóstol Pablo nos habla de esto en los primeros capítulos de su primera carta a los corintios.
La ciudad de Corinto estaba situada en el corazón de la antigua Grecia, cuna de la filosofía y el pensamiento occidentales. Debido a su cultura griega, los corintios tenían en alta estima las habilidades intelectuales y oratorias. Pablo resume dicha actitud con la expresión: “los griegos buscan sabiduría” (1Co. 1:22); y a continuación les muestra el notable contraste que existe entre la sabiduría humana y la sabiduría que viene de Dios. La piedra de toque que las separa con un abismo infranqueable, les explica, es la cruz de Cristo.
Las palabras enseñadas por la sabiduría humana son débiles, vacías y carentes de poder alguno. Las palabras que enseña el Espíritu están llenas de vida y poder. Edifican, liberan, transforman y convencen más allá de los argumentos y la elocuencia expresiva. Son palabras que nacen de la cruz. No están, por lo mismo, hechas de profundos pensamientos, brillantes ideas y vastas concepciones humanas. Por el contrario, han surgido en medio de la debilidad, la incompetencia, y el temblor del hombre que las comunica. Aún más, es precisamente la incompetencia de dicho instrumento lo que permite la manifestación del poder de Dios. Esta es la paradoja que encierra el ministerio de la Palabra.
Arribamos así a un importante principio: antes de confiar sus palabras a un hombre, Dios lo prepara por medio de la obra quebrantadora de la Cruz. Pues un hombre que no ha experimentado dicha obra no está capacitado para recibir las palabras de Dios.
La operación de la cruz
Hemos dicho que un hombre necesita experimentar primero la obra de la cruz antes de ser aprobado para que se le confíen las palabras de Dios. Mas, ¿por qué es necesaria dicha obra? Para responder a esta pregunta necesitamos considerar más a fondo la naturaleza humana y la clase de obra que Dios desea hacer en ella.
En todos los hijos de Dios, renacidos del Espíritu, se encuentran operando, simultáneamente, dos clases de vida: la humana y la divina. La vida humana tiene su origen en el alma, mientras que la vida divina tiene su asiento en el espíritu. El alma es, entre otras cosas, el asiento de la mente, la voluntad y las emociones. Por otra parte, el espíritu es una cámara profunda y secreta, más íntima que el alma, creada para ser la morada de Dios en el hombre. El espíritu, a diferencia del alma, no tiene vida y operación propias aparte de la operación de la vida divina en él.
Debido a la caída, el espíritu humano murió y la raza humana perdió su capacidad para tener comunión con Dios, conocerle y vivir bajo el gobierno de su vida. A continuación, el alma creció y se expandió hasta convertirse el poder que sustenta toda la existencia humana. Así el hombre comenzó a vivir por medio de su alma.
Del alma caída y su esfuerzo proceden toda la sabiduría, el conocimiento, las obras y la cultura que los hombres han producido en el devenir de los siglos. Sin embargo, Dios se encuentra completamente ausente de toda esa actividad sin destino, pues nada de lo que el alma produzca a partir de su propia habilidad o energía tiene valor espiritual. Todo su esfuerzo lleva la marca de la futilidad y la muerte. El alma es incapaz de producir por sí misma un solo gramo de vida espiritual.
Por ello, se hace necesaria la cruz. Pues, en sus tratos con el hombre, la meta de Dios no es destruir el alma sino salvarla y convertirla en un instrumento útil en sus manos. Mas, para ello necesita quebrantarla y debilitarla de manera radical. Y llamamos a esta obra por la que Dios quebranta y debilita nuestra alma para convertirla en un siervo humilde y sumiso del espíritu, la operación subjetiva de la cruz.
Progresivamente, por medio de dolorosas y difíciles circunstancias, él va debilitando nuestra autoconfianza, seguridad, capacidad y actividad natural. Sin cesar, hasta que la espina dorsal de nuestra vida anímica se quiebra de manera definitiva. Antes de que esto ocurra, estamos llenos de opiniones, iniciativas, y sabemos qué decir en cada situación y a cada uno. Nos atrevemos a opinar libremente sobre casi cualquier asunto de la vida de la iglesia y la obra de Dios, confiados en nuestros estudios, lecturas y profundos razonamientos teológicos. Citamos con toda facilidad capítulos y versículos para apoyar nuestros puntos de vista, y somos muy coherentes y lógicos a la hora de exponer o predicar lo que llamamos “la palabra de Dios”. Somos fuertes, convincentes, enfáticos y decididos en lo que creemos y predicamos.
Sin embargo, toda esta actividad tan segura y confiada en sí misma, se encuentra muy lejos de la clase de ministerio que Dios aprueba. Que no se nos malentienda. No estamos abogando aquí en contra del estudio de la Biblia, el pensamiento teológico ni la preparación. Más bien, estamos enfatizando que nuestra confianza y ministerio no pueden estar basados sobre este tipo de cosas, ni sobre ninguna otra clase de capacidad o fortaleza meramente natural.
Tristemente, debido a nuestro fatal desconocimiento de la cruz, mucha de nuestra obra y servicio carecen de verdadera profundidad espiritual. Y, aunque exteriormente tenemos resultados concretos y visibles, nuestro corazón se siente frustrado e insatisfecho con lo que hacemos. Leonard Ravenhill dijo poco antes de morir: “La gente dice que la iglesia esta creciendo y extendiéndose. Sí, ahora tiene diez millas de ancho, y aproximadamente un cuarto de pulgada de profundidad”. 1
Quienes conocen la obra de la cruz, han aprendido a no confiar en sus palabras, conocimientos y elocuencia para predicar y exponer sobre doctrinas y verdades bíblicas. Por el contrario, han descubierto, a través de sucesivas experiencias de fracaso y quebrantamiento, cuán inútiles pueden resultar las palabras y la sabiduría meramente humanas en la obra de Dios. Al igual que Pablo, se paran delante de los hombres para hablar con mucha debilidad, temor y temblor. Temor de hablar y exponer algo que no proceda del Espíritu de Dios. Y aún mientras hablan tiemblan ante la idea de que su propia carne se introduzca en lo que están diciendo.
La senda de la Cruz
Todos lo hijos de Dios necesitan experimentar la obra subjetiva de la Cruz. Tras su operación, el alma, debilitada, entumecida e impotente, es constreñida a apoyarse en el espíritu y depender exclusivamente de él para su actividad. Entonces, y sólo entonces, recibe la facultad de aprender las palabras que enseña el Espíritu allí en la secreta cámara desde donde se nos comunica la vida divina.
Ahora bien, la obra subjetiva de la cruz, nos introduce en una senda nueva y distinta a toda nuestra experiencia anterior. Una senda estrecha, de limitación y muerte para la carne. De esta manera llegamos a conocer el verdadero poder de Dios. Aprendemos, como Pablo, que, para la manifestación de la vida divina en nuestro cuerpo mortal, necesitamos vivir siempre entregados a muerte, vale decir, a la operación diaria de la cruz sobre nuestra vida natural. “Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”.
Esta es la senda que produce verdadero fruto espiritual para Dios. En tanto la cruz mantenga su marca y presión sobre nuestra vida natural, la vida divina podrá fluir desde el espíritu, pasar a través del alma y tocar a otros con el poder de Dios. Por esta causa, nos dice el apóstol, nos entregamos voluntariamente a morir cada día por causa de Jesús. Pero entonces, al acumularse sobre nosotros aflicción sobre aflicción y debilidad tras debilidad, de una manera maravillosa e inexplicable encontramos que, mientras hablamos, otros son tocados por el poder de una vida que está más allá de toda nuestra capacidad y habilidad para “hacer la obra de Dios”. La diferencia es, por cierto, incalculable.
“El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado –dijo el Señor– son espíritu y son vida”. Es decir, se trata de palabras que no tenían origen en la actividad especulativa de una mente preclara, una aguda inteligencia o un amplio conocimiento de la Biblia y sus doctrinas. Brotaban, por el contrario, de una vida interior de perfecta comunión y dependencia del Padre Celestial. “Y conoceréis –nos dijo también– que nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo”.
Que el Señor, en su gracia inagotable, nos conduzca a conocer y experimentar la operación interior de la cruz sobre nuestra energía natural, y nos convierta así en verdaderos ministros de su palabra.
“Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1Co.2:4-5).
1 Citado por Jim Cymbala en el libro “Fuego Vivo, Viento Fresco”. Ed. Vida, 1998.