La restauración del testimonio de Cristo es la recuperación de lo que Cristo es en su plenitud. Para poder expresarlo, la Iglesia debe desprenderse de todo lo terrenal.
Lecturas: Mateo 13:1, 10-11, 24, 31, 33, 34-35.
El significado de las parábolas
Ustedes pueden observar que en el capítulo 13 de Mateo el Señor usa repetidas veces la expresión: «El reino de los cielos es semejante a…», y hace a continuación una comparación entre el reino de los cielos y una figura –una parábola– extraída de la vida cotidiana. Entonces, las parábolas son usadas para ejemplificar algo que tiene que ver con el reino de los cielos.
Por eso, en primera instancia, son fáciles de entender. Pero lo que no es fácil de entender es su sentido espiritual. Así, al explicar las dos primeras parábolas, el Señor nos dio un principio: que el significado evidente de la parábola esconde un significado espiritual que no es evidente para el entendimiento humano. Y por tanto, se requiere al Señor mismo para interpretar las parábolas, vale decir, la ayuda del Espíritu Santo.
Aunque el lenguaje del Señor parece simple, su significado no es simple. El versículo 35 nos dice que el Señor hablaba en parábolas, «…para que se cumpliese lo dicho por el profeta, cuando dijo: Abriré en parábolas mi boca; declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo». Como dice también la Escritura: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman». Cosas escondidas, secretas, a las cuales el hombre no tiene acceso, porque están escondidas del hombre desde la fundación del mundo.
El reino que fue escondido
Como pueden notar, el tema de estas parábolas en general es el reino de los cielos. Cuando la Escritura –particularmente el evangelio de Mateo– habla del reino de los cielos, ¿a qué está haciendo referencia? Si leemos Mateo 6:9, la conocida oración que el Señor enseñó, y prestamos atención a las dos primeras partes de ella, veremos que nos explica qué es esencialmente el reino de los cielos.
Dice: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos –por eso, entonces, hay un «reino de los cielos»–, santificado sea tu nombre. Venga tu reino». Es decir: Padre, que tu reino, que está en los cielos, venga a la tierra. Por eso dice: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra». Que aquello que está en los cielos venga a la tierra; que aquello que ocurre en los cielos, ocurra también en la tierra.
Entonces, el reino de los cielos nos habla, en primer lugar, y esencialmente, del gobierno de Dios en los cielos. Cuando el apóstol Juan, en el capítulo 4 de Apocalipsis, es invitado a subir a los lugares celestiales, lo primero que ve en el cielo es un trono, y en ese trono, a uno sentado. Por consiguiente, uno se encuentra con que Dios gobierna en el cielo y su voluntad es obedecida en el cielo. Los ángeles corren a cumplir su voluntad; los arcángeles se inclinan delante de su autoridad; y los querubines y serafines se gozan en hacer su voluntad.
Dios gobierna en el cielo. Pero, ¿gobierna Dios en la tierra? Cuando miramos lo que ocurre en la tierra, debemos confesar que Dios no gobierna la tierra ni el mundo. En verdad, Dios gobierna todas las cosas. Dios está aún gobernando el movimiento del universo, de las galaxias y de los planetas en sus órbitas. También gobierna las estaciones, la vida, el crecimiento y la muerte. Pero hablar del mundo, nos referimos a la tierra y a los hombres; a las naciones, las gentes y los pueblos que habitan la tierra. ¿Gobierna Dios el corazón del hombre? Debemos admitir que no.
Pero fíjese usted en lo que ya leímos: «Declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo». ¿Por qué estas cosas están escondidas desde la fundación del mundo? En otras partes, la Escritura utiliza la expresión «desde antes de la fundación del mundo». Pero aquí no dice desde antes, sino desde la fundación del mundo. Esto significa que en el consejo eterno de la voluntad de Dios no estaba el que estas cosas fueran escondidas del hombre.
Debían ser reveladas al hombre en el principio; sin embargo, fueron escondidas. ¿Por qué? Porque Dios perdió al hombre en el principio. Usted recuerda lo que ocurrió en Génesis capítulos 2 y 3. Cuando Dios expresa su voluntad y su propósito eterno: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza».
He ahí la expresión del pensamiento eterno de Dios con respecto al hombre: Que el hombre tenga la imagen de Dios, que la lleve y que la exprese. Y que luego –teniendo la imagen de Dios– pueda señorear, gobernar, y ejercer la autoridad de Dios en la tierra. Es decir, que el reino de Dios venga y se exprese en la tierra a través del hombre. Pero, para eso, había un requisito: «Hagamos al hombre a nuestra imagen». Si el hombre no posee esa imagen, no puede ejercer la autoridad de Dios y no puede representar a Dios, ni el reino de Dios. Es decir, el hombre no puede ser el testimonio de Dios sobre la tierra.
Reino y testimonio
Nuestro tema es la recuperación del testimonio de Dios. Y aquí podemos observar que el propósito de Dios es que el hombre sea la expresión de ese testimonio sobre la tierra.
¿Qué es el testimonio de Dios? Lo que representa a Dios de manera perfecta, con lo cual él puede identificarse. Cuando algo expresa a Dios sobre la tierra, entonces tenemos el testimonio de Dios sobre ella. Por eso, en el Antiguo Pacto, el arca del pacto era llamada el arca del testimonio, porque representaba a Dios.
El arca era el testimonio de Dios. Dios se había identificado con el arca. Y esto es una figura. Pero vea usted, hermano, que en el pensamiento eterno de Dios, aquello que fue predestinado para representar a Dios no es un arca, un objeto físico, sino el hombre.
«Hagamos al hombre a nuestra imagen». «Que el hombre sea nuestro reflejo, y que sea nuestro testimonio sobre la tierra». Esto quedó expresado allí en el principio y es la esencia del testimonio de Dios. Pero, para que el hombre pudiera llevar la imagen de Dios, en medio del huerto Dios plantó el árbol de la vida, para, de esa manera, mostrar que en el centro de sus pensamientos está ese árbol. Y en el Nuevo Testamento, cuando el apóstol Juan comienza su evangelio, en el prólogo nos dice que el Verbo estaba con Dios, y también que en ese Verbo estaba la vida. Por lo tanto, ahora sabemos que el árbol de la vida representaba al Señor Jesús, el Verbo de Dios.
Entonces, tenemos que Dios tiene como propósito que el hombre lleve su imagen, es decir, sea su testimonio en la tierra, y que exprese su autoridad y su voluntad celestial sobre la tierra, de manera que la tierra llegue a ser un reflejo del cielo. Pero, para que el hombre entrara en ese propósito, debía primero comer de ese árbol de la vida; es decir, debía comer a Jesucristo. Eso es lo que significa el árbol en medio del huerto.
Aún el hombre, llamado a un destino tan magnífico, está bajo el propósito preeminente y supremo de Dios, que es su Hijo Jesucristo. Entonces, el hombre tenía que conocer a Jesucristo y recibir su vida dentro de sí, para constituirse en el hombre corporativo, que es la iglesia. Sólo entonces podría llevar la imagen de Dios y expresar su autoridad en la tierra; y, de este modo, llegar a ser el testimonio de Dios. Por tanto, el testimonio de Dios, no sería el hombre en su estado terrenal, aún antes de la caída, sino un hombre corporativo que tendría a Cristo como su vida y su cabeza.
Sabemos que eso no ocurrió en el principio. Esa es la tragedia de la raza humana. Adán no comió del árbol de la vida, y sí comió del árbol de la ciencia del bien y del mal. Y entonces la puerta se cerró. El propósito de Dios quedó cerrado para el hombre, y el reino de Dios permaneció escondido para él. ¿Por qué? Porque Dios cerró el camino al árbol de la vida. Y sin el árbol de la vida, que es Cristo, todos los propósitos de Dios para el hombre son inaccesibles.
Por eso dice el Señor: «Abriré en parábolas mi boca; declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo». Pues, aquellos pensamientos y propósitos que Dios había preparado para el hombre, permanecieron escondidos. Porque todo aquello estaba encerrado en Jesucristo, el árbol de la vida, y solamente él podía declararlo.
La recuperación del reino y el testimonio
Pero, ¡bendito sea su nombre! él vino. Nosotros no podíamos ir a él, pero él vino hasta nosotros. Porque, en el cumplimiento del tiempo, el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria. Y aquel árbol de la vida, que había sido escondido del hombre en el principio de todo, ahora apareció de nuevo sobre la tierra, y otra vez hizo disponible el fruto de la vida para el hombre.
El Señor ha venido, y con él ha venido el reino de los cielos a la tierra. Por eso, sus primeras palabras fueron: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado». Qué buena nueva; eso es evangelio: el reino de los cielos, la voluntad y el propósito eterno del Padre, que se había perdido, ha vuelto ahora a la tierra por medio de Jesucristo.
Y entonces, mi hermano amado, cuando el Señor viene a la tierra, nos declara lo que fue escondido. Y en las parábolas, donde nos habla de la semejanza del reino de los cielos con una cosa y otra, y nos muestra, de este modo, los principios por medio de los cuales ese reino viene a la tierra, el ataque contra ese reino sobre la tierra, y finalmente el triunfo de ese reino.
Todo eso, creo yo, está aquí en estas parábolas, porque usted debe comprender que cuando el hombre cayó, no solamente quedó excluido de la voluntad de Dios y del reino de Dios. Esa fue nuestra tragedia, nuestra pérdida. Pero Dios también perdió algo. No sólo el hombre perdió algo; el hombre perdió a Dios, y con Dios perdió la vida, y perdió todo. Pero Dios también perdió algo: perdió al hombre, y con el hombre perdió la tierra. Y sin el hombre y sin la tierra, el propósito eterno de Dios no puede ser realizado.
Cuando Dios perdió al hombre, perdió también una pieza fundamental para el cumplimiento de su voluntad. Pero, la caída no fue sólo que el hombre rechazó el árbol de la vida y desobedeció a Dios, comiendo el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, sino que también fue que se dejó seducir y engañar por el enemigo de Dios. Se alió con el poder maligno y hostil a la voluntad de Dios, aquel ángel rebelde cuyo propósito es –si fuera posible– quitar a Dios mismo de su trono.
El hombre se ha dejado seducir por este poder enemigo de Dios, se ha sometido a sus dictados, y ha quedado completamente a su merced. Por eso, encontramos que en el Génesis es sólo una serpiente, pero en el Apocalipsis, cuando han pasado muchos años, ya no es sólo una serpiente: ahora es un dragón, porque ha tomado dominio del hombre. Y en la medida que el hombre ha crecido y se ha multiplicado en la tierra bajo el dominio de él, también ha crecido él.
El hombre le ha cedido el poder y la autoridad de la tierra al dragón. Así que, desde el punto de vista del cielo, la tierra es un territorio hostil y enemigo. Un enemigo ha entrado y ha tomado el dominio de lo que le pertenece a Dios; ha tomado el dominio de la raza humana y de la tierra. Hay un enemigo que está ocupando el territorio en el cual Dios se ha propuesto llevar a cabo su voluntad. Y Dios necesita recobrar ese territorio de las manos de su enemigo.
Por ello, Dios envió a su Hijo a este mundo, al corazón del territorio de su enemigo. Porque, si en la tierra Cristo estaba bajo el gobierno de los cielos, entonces el reino de los cielos también estaba sobre la tierra.
Si Dios tiene sólo un hombre sobre la tierra que obedezca su voluntad de los cielos, entonces toda la tierra le pertenece a él nuevamente. Por tanto, Satanás no puede permitir que haya algo que represente a Dios en la tierra, porque si esto ocurre quiere decir que él tiene que salir de la tierra; y que su dominio se acabó. Entonces, si leemos las parábolas con atención, veremos que desde la primera de ellas en adelante, junto con la venida del reino de Dios, aparece de inmediato la oposición de Satanás.
Parábolas y restauración
«He aquí, el sembrador salió a sembrar». El Hijo de Dios vino, y trajo la palabra del reino de Dios, el propósito de Dios, a la tierra. Pero, cuando él salió a sembrar, vinieron las aves. ¿Quiénes son las aves? El Señor dijo: «Viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón». Así, desde el mismo principio de la venida del Señor a la tierra, Satanás empezó a trabajar para estorbar e impedir, y para –si le fuese posible– acabar con la obra del Señor Jesucristo.
Desde el punto de vista de Dios, toda su obra desde el momento en que el hombre cayó, hasta el momento en que el Señor regrese, es una obra de recuperación. Cuando somos salvos y recibimos la palabra del Señor, entramos en esa obra de restauración de parte de Dios. Y si entramos en ella, también entramos inmediatamente en antagonismo con el príncipe de este siglo, porque evidentemente él no quiere que nada del mundo sea recobrado para Dios. Él no quiere que el hombre sea devuelto a Dios; Por ello, si usted pasa al lado de la obra de restauración de Dios, se pone en el campo enemigo con respecto a Satanás. Y su obra de destrucción, desaliento, y engaño, comienza de inmediato.
Por eso, hermanos, hablamos de recuperación y restauración. Cuando hablamos de recuperación, significa que algo ha sido dañado, se ha perdido o ha sido deformado. Algo ha sido llevado lejos del propósito y del pensamiento original de Dios. Hablamos de restauración porque algo se ha alejado de Dios y tiene que ser traído de regreso.
En las parábolas de Mateo capítulo 13, encontramos, entonces, la venida del reino de Dios, la venida del propósito de Dios al mundo, con Cristo, y a la vez, encontramos la oposición y los obstáculos que el enemigo de Dios pone a la manifestación del reino de Dios en el mundo.
El comienzo de la restauración
Veamos con atención, entonces, cómo se desarrolla esta lucha. En la primera parábola encontramos al sembrador sembrando la palabra de Dios. Esta es la palabra que incluye los pensamientos de Dios con respecto al hombre. Es la palabra del reino de Dios; no sólo es una palabra de salvación. Fíjense que el Señor no la llama la palabra del evangelio de salvación, sino que la llama la palabra del reino, porque lo que está en juego aquí es el gobierno de Dios sobre el hombre y sobre la tierra.
La palabra del reino de Dios viene al corazón del hombre. E inmediatamente las fuerzas malignas que están en este mundo empiezan a trabajar para impedir que esa palabra cumpla su propósito en el corazón del hombre. Se levantan obstáculos y se interponen barreras: seducciones y atracciones del mundo, son arrojadas sobre aquellos que reciben la palabra. En unos, Satanás la arrebata; en otros, la ahogan los afanes de la vida. Satanás tiene muchas maneras de envolvernos, para intentar apartarnos del propósito de Dios y arrebatarlo de nuestro corazón; para volvernos inútiles e impedir que produzcamos fruto para Dios.
El ataque de Satanás
Luego, en el versículo 24, hay una segunda parábola, la del trigo y la cizaña. Lo que relata es un acontecimiento común. Cuando se siembra el trigo, si alguien quiere hacer daño, siembra cizaña entre el trigo. Cuando la cizaña brota de la tierra, es muy difícil distinguirla del trigo. Pero si usted los deja crecer suficiente tiempo, descubrirá que cuando ambas se desarrollan, son completamente distintos: el trigo produce fruto, pero la cizaña no. Hay que dejar que crezcan y maduren para poder distinguir al uno de la otra.
Ese es un significado que cualquier persona que sepa algo de siembras entenderá de inmediato. Como la mayoría de nosotros somos gente de ciudad, no lo hacemos tan fácilmente. Pero, ¿cuál es el significado espiritual de la parábola? Está en los versículos 37 al 43. Cuando nosotros miramos lo que ocurrió en la historia de la iglesia, comenzando desde el tiempo en que el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, y surgió la primera iglesia en Jerusalén, veremos que esto es precisamente lo que ha ocurrido.
Cuando Satanás vio que los hijos de Dios habían sido sembrados en el mundo, reaccionó sembrando su propia semilla en el mundo. Ahora, cuando dice la parábola: «El campo es el mundo», debemos saber que Satanás no puede sembrar su semilla en el Cuerpo de Cristo. La iglesia es el cuerpo de Cristo y pertenece solamente a Cristo. Por lo tanto, Satanás no puede introducirse en lo que pertenece a Cristo. Por eso, observe con atención que el campo no es la iglesia.
Muchos teólogos, especialmente los reformados, interpretaban esta parábola diciendo que el campo es la iglesia, y que entonces hay una iglesia invisible, que sólo Dios conoce y que está compuesta de los verdaderos hijos de Dios, y otra iglesia visible, donde hay de todo, los que son hijos y los que no son hijos. Sin embargo, nadie sabe con certeza quiénes son y quiénes no son. Pero el Señor no dijo que el campo fuera la iglesia. El dijo: «El campo es el mundo».
La iglesia es el territorio de Jesucristo, le pertenece sólo a él. Cuando la Escritura habla de la iglesia, habla del Cuerpo que expresa únicamente a Jesucristo. La Escritura sólo emplea la palabra iglesia para hablar de aquello que pertenece a Jesucristo.
Entonces, cuando leemos que aquí dice, «La buena semilla son los hijos del reino», quiere decir que la iglesia es la buena semilla. Pero el campo es el mundo. Ahora podemos entender que, si la iglesia está en el mundo –pero no en el sistema de este mundo– habita el mismo espacio físico que aquellos que son hijos del malo. Y como compartimos el mismo espacio y el mismo territorio, entonces sí, en las asambleas de los santos, la cizaña –los hijos del malo– puede crecer y estar presente. De hecho, esta es una parte de la estrategia de Satanás para deformar y destruir a la iglesia.
En los tiempos del apóstol Juan, ya había empezado a ocurrir que en muchas asambleas ya no se podía distinguir quiénes eran verdaderos hermanos y quiénes no lo eran. Si leemos con atención la primera carta de Juan, vamos a encontrar que ya entonces había un problema enorme entre los hermanos. ¿Qué es lo que quiere Satanás? Quiere que los hijos del reino estén inmovilizados, impedidos o estorbados, para que no puedan expresar el reino de Dios en la tierra. Desde el principio, él intentó introducir estos elementos que no son de Cristo en medio de los santos. Y esto significa que debemos estar conscientes de cómo Satanás ataca a la iglesia.
En la época de Juan, ya muchos habían entrado. El apóstol Juan dice: «Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros». Ya entonces existía la mezcla; y eso iba a continuar. ¿Cuál era el problema con todo ello? Que, de esta manera, Satanás iba a introducir en la iglesia elementos extraños. Ahora bien, todo lo que es de este mundo y de esta tierra, cuando es introducido en la iglesia de Cristo, se convierte en un impedimento y un estorbo para la manifestación del Señor y de su Espíritu.
Hermano amado, el terreno de la iglesia es el terreno de Jesucristo, y el terreno de Cristo es el terreno de la resurrección. Sólo lo que pertenece a la vida de resurrección, pertenece a Jesucristo. Entonces, la iglesia está en el lado de la vida de resurrección. Ese es el terreno donde la iglesia debe crecer, alimentarse, madurar y fructificar. Pero cuando la iglesia se desliza al terreno del hombre natural, esto es, de los pensamientos, las obras y las capacidades del hombre natural, pierde su territorio. Y vuelve a ese terreno antiguo, donde se torna estéril y vacía. Allí pierde el testimonio de Jesucristo y ya no puede expresar ni representar al Señor.
Usted debe saber que esto es, efectivamente, lo que ocurrió en la historia de la iglesia. Cuando uno lee el libro de los Hechos, ve cómo el Señor vivía en la iglesia, cómo él se expresaba a través de la iglesia, y cómo gobernaba su iglesia. Pues el Espíritu tenía todas las cosas bajo su mando. Pero, llegamos al final del primer siglo, y descubrimos que los hombres han comenzado a tomar el control y que los pensamientos humanos están empezando a gobernar la iglesia.
Al leer la situación de las siete iglesias en Asia descubrimos que ya no son más como esa primera iglesia que vivía para Cristo, que estaba gobernada solamente por él, sino que hay elementos de contaminación y de confusión: mentiras, herejías, prácticas pecaminosas escondidas, y muerte. Cuatro veces se menciona en las siete cartas del Apocalipsis la obra de Satanás. ¿Por qué? Porque se nos quiere advertir que Satanás está siempre trabajando para estorbar el propósito de Dios. Por eso necesitamos conocer en qué clase de lucha estamos envueltos los hijos de Dios.
Hermano amado, el mayor peligro no está en los pecados, ni en el pecado mismo, que es en sí un gran peligro. Satanás puede ser mucho más sutil que eso. Él sabe que basta con que simplemente seamos traídos a la esfera de lo terrenal, y él ya ha obtenido la victoria; porque todo lo que pertenece al hombre natural está sometido a él.
Sólo lo que pertenece a Cristo no está bajo el dominio de Satanás. Todo lo demás puede ser manejado por Satanás. Así que, si él logra introducir entre nosotros cosas simplemente humanas –pensamientos, ideas, conceptos, formas de ver las cosas que no vienen de Cristo–, él entonces ha ganado ventaja sobre nosotros. Así es como él siembra la cizaña junto al trigo, y por eso es tan difícil distinguir al principio entre ambas. La obra del hombre, la imitación del alma, puede ser tan parecida a la vida del Espíritu. Podemos incluso usar el mismo lenguaje, hablar las mismas palabras, pero hacerlo desde el terreno de lo meramente natural, y no desde el terreno de lo espiritual; y hay un universo de diferencia entre lo uno y lo otro.
La obra de restauración del Señor es una restauración en la vida de resurrección y en el terreno del Espíritu. Ella consiste en traernos al terreno del Espíritu, donde Dios está gobernando y reinando por medio de su Hijo Jesucristo.
Deformación y restauración plena
Al seguir leyendo, descubrimos que el reino de los cielos es también semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo. Si leemos con atención esta parábola y la siguiente, pues son gemelas, descubrimos algo que tiene un cierto carácter antinatural. Naturalmente, una semilla de mostaza produce un arbusto. Pero aquí el Señor dice que se hace un árbol. Y dice, además, que vienen las aves del cielo y hacen nido en sus ramas.
Ahora, si usted quiere ser consistente al entender la Palabra del Señor, debe considerar que esas aves tienen que significar lo mismo que las de la parábola del sembrador. Y también, que esta parábola está emparentada con el sueño del rey Nabucodonosor, quien veía un árbol grande cuyas ramas se extendían y tocaban el cielo, mientras venían todas las aves del cielo y anidaban en sus ramas, y las bestias se cobijaban bajo ellas. Esto nos habla de la obra del hombre natural, y de cómo la iglesia, la obra de Dios en el mundo, puede ser deformada, y llegar a crecer de una manera antinatural, de tal manera que incluso las aves del cielo, es decir, los elementos malignos, llegan a entrar en ella.
Efectivamente, si uno revisa la historia, después de los años en los que la iglesia fue perseguida y diezmada continuamente, hallamos que a partir del 312 D. de C., Satanás cambió de táctica. Entonces, un emperador llamado Constantino, «se convirtió» al cristianismo, y declaró al cristianismo la religión oficial del Imperio. En ese momento, muchos hermanos se alegraron y lo tomaron como una bendición de Dios, porque diez años antes había ocurrido la más grande de las persecuciones, bajo el emperador Diocleciano.
Los hermanos dijeron: «Este es un hombre enviado de Dios». Pero, a partir de Constantino, las puertas de iglesias se abrieron para que cualquier cosa pudiese entrar; es decir, las aves del cielo y las bestias de la tierra. Por ello, el árbol creció y se hizo enorme. Pero no creció con la vida de Dios, sino que creció con las cosas y los elementos de la tierra y del mundo. Ese crecimiento trajo una tremenda confusión y daño hasta el día de hoy.
Por eso Dios se ve en la necesidad de restaurar, de recuperar, porque algo anormal, algo que no pertenece a la naturaleza de la iglesia ha sido introducido entre los hijos de Dios; cosas que vienen de afuera, del mundo, del hombre, y aun del mismo Satanás. Y la iglesia tiene que desprenderse de todo eso, para ser única y exclusivamente el testimonio de Dios.
Lo que procede del hombre no puede ser testimonio de Dios sobre la tierra, por muy bueno, cabal, eficiente, organizado y productivo que sea. Nunca podrá expresar a Dios. Si hay algo del hombre agregado a la obra de Dios, si hay un pensamiento humano introducido en la obra de Dios, entonces esa obra se vuelve incapaz de expresar a Dios.
Vemos este árbol enorme, lleno de aves y bestias. Nunca fue la cristiandad tan grande como en la Edad Media. Nunca fue tan poderosa y nunca estuvo tan lejos de expresar al Señor. Por esta causa, Dios comenzó una obra de recuperación, que lentamente nos ha venido trayendo de regreso al terreno donde Cristo, y solamente él, es nuestra vida, fundamento y nuestro todo. ¿Cuál es el testimonio? Que Jesucristo es suficiente para nosotros. Que sólo lo necesitamos a él, y nada más. Hasta que todo lo demás haya sido desechado y excluido. Y esa será nuestra victoria: la victoria de él en nosotros.
Por ello, hermanos, al final, encontramos otras dos parábolas: la del tesoro escondido y la de la perla de gran precio. Pienso que esas parábolas tienen dos significados. Un primer significado se refiere al valor que Dios nos dio en su gracia, y a la obra de Cristo a favor de nosotros. Ciertamente, el Señor nos buscó, nos encontró, dio su vida por nosotros, y nos salvó. Pero, además, se refieren a cómo nosotros podemos recobrar a Jesucristo.
Dice él: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo». El tesoro estaba escondido. ¿Puede ver usted que, bajo capas y capas de cristianismo y de tantas cosas añadidas a la obra y a las iglesias en la tierra –la expresión terrenal del testimonio de Dios– hay de verdad un tesoro escondido? Ese tesoro es Jesucristo. Pero hay una sola forma de obtenerlo: usted tiene que deshacerse de todo lo que posee, para tener únicamente a Jesucristo. Ese es el precio. El mismo que el pagó por nosotros. Entonces podremos recuperarlo en plenitud y, con él, el testimonio de Dios. Amén.