Al examinar los evangelios, especialmente el de Juan, llama la atención algo asombroso respecto de nuestro Señor Jesucristo: su falta de libertad. Siendo él el ser más libre que ha pisado la tierra, en cierto aspecto él no tenía libertad, puesto que hacía y decía solo lo que el Padre le decía, y en los tiempos que el Padre le había señalado.
Cuando se cumplió el tiempo acordado en el eterno consejo divino, Dios envió al Hijo. Tal como dice en la Escritura:«Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo» (Gál. 4:4). Luego, al ser introducido en el mundo, el Hijo dijo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb. 10:7). Todo está claro y en orden: Dios envía, y el Hijo viene. Desde entonces, todo en la vida del Señor Jesús es hecho en total obediencia al Padre. Él dijo: «Nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo» (Juan 8:28). «Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (Juan 14:10).
Esto nos resulta en extremo sorprendente, puesto que nosotros presumimos de conocer nuestro camino y nuestros tiempos, de saber qué decir y cuándo. Buscamos oportunidades y las aprovechamos apenas se presentan. Organizamos nuestro tiempo y planeamos nuestro futuro con mucha antelación. Y nos molestamos cuando algo interfiere en lo que estamos haciendo.
En cambio, el Señor se muestra a sí mismo casi como desvalido, como no teniendo voluntad propia, como no sabiendo qué hacer. Nos parece que él tuvo muchas oportunidades, pero que no siempre las aprovechó. A sus hermanos que le invitaban a Jerusalén les dijo: «Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto» (Juan 7:6). A su madre, en otra ocasión le dijo: «Aún no ha venido mi hora» (Juan 2:4). En cambio, en otra oportunidad, cuando unos griegos le buscaban, dijo: «Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado» (Juan 12:23). Era el tiempo de ir a la cruz.
A nosotros nos parece que, una vez salvos, debemos aprovechar cada minuto haciendo y diciendo cosas; sin embargo, todo lo que hagamos sin una estrecha dependencia de Dios será vano y sin provecho. El Señor vivió treinta y tres años y medio, pero solo los últimos tres año y medio tuvo un ministerio público. Y de ese tiempo, probablemente fue mucho menos el que estuvo con la gente. Sin embargo, cuán bien aprovechado fue, y cuán fructífero.
Cuánto necesitamos perder nuestra libertad, para entrar en una dimensión nueva de absoluta dependencia de Dios, para que en nuestra breve y desaprovechada vida hagamos al menos un par de cosas buenas.
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