Los símiles con los que el Espíritu Santo es representado en las Escrituras nos dan una enseñanza acerca de su preciosa obra hoy en los creyentes.
El Espíritu Santo es Dios. El Espíritu Santo es, por lo tanto, una Persona con todos los atributos de tal. Es decir, piensa, siente, decide.
Sin embargo, Dios se pone más al alcance de nosotros, para que podamos así conocerle mejor. En este acercamiento a nuestra finitud y limitación, Dios ha querido representarse a sí mismo de manera clara y concreta. Y para ello, ha usado elementos cotidianos, cercanos a nosotros. Así como el Señor Jesús se nos representa en el pan y la copa, el Espíritu también se nos revela, en su precioso ministerio hoy en los creyentes, con algunos símiles que veremos a continuación. Veamos cuán lleno de significado es cada uno de ellos.
Sello
El Espíritu Santo es el sello puesto en nuestro corazón, que asegura que somos posesión de Dios (Efesios 1:13-14). A la manera de una marca indeleble, el Espíritu Santo señala que nuestro corazón le pertenece a Dios, no importando nuestra condición anterior, ni nuestra condición presente. El sello de Dios asegura nuestro corazón. Ninguno que ha sido sellado por Dios podrá perderse.
Este sello indica, por tanto, la idea de propiedad (de Dios), y de seguridad de nuestra posición delante de Dios.
Fuego
Cuando Juan el Bautista anunció el ministerio del Señor Jesús dijo, entre otras cosas, que Él bautizaría en Espíritu Santo y fuego (Mateo 3:11). Esto se cumplió parcialmente en Pentecostés, cuando vino el Espíritu sobre los apóstoles y lenguas de fuego se aparecieron sobre cada uno de ellos (Hechos 2:3), y se ha seguido cumpliendo hasta nuestros días.
¿Qué significa que el Espíritu Santo sea fuego? El fuego purifica. Los metales nobles (y el creyente es precisamente eso) son purificados cuando son puestos en el crisol al fuego, y quedan así limpios de la escoria. El Espíritu Santo nos hace pasar por pruebas, tribulaciones y situaciones altamente difíciles para ser purificados de motivaciones impuras y de mezclas extrañas.
¿Qué más significa? El fuego también es el denuedo del creyente lleno del Espíritu. El fervor y arrojo de los apóstoles luego de Pentecostés es el ejemplo. Pese a las tribulaciones y amenazas, ellos predican la Palabra, la cual era confirmada con señales y prodigios de parte de Dios.
En este sentido es como debe entenderse la exhortación de Pablo a Timoteo: «Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2ª Tim. 1:6). Timoteo había recibido el Espíritu por la imposición de las manos de Pablo, pero él debía avivarlo. El fuego de Dios puede ser avivado como también puede ser apagado. En la 1ª epístola de Pablo a los Tesalonicenses dice: «No apaguéis al Espíritu» (5:19). Esta expresión nos sugiere claramente la idea de fuego.
Tanto la exhortación en positivo a Timoteo como ésta en negativo a los tesalonicenses indica claramente que este asunto de apagar o avivar el fuego del Espíritu depende exclusivamente del creyente y no de Dios.
¿Cómo se puede apagar y cómo se aviva? El creyente debe saber que todo lo que está asociado al mundo, como también todo pecado, apaga el Espíritu. La incredulidad es un gran pecado, responsable de otros muchos, por tanto, es causal de apagar al Espíritu. Por otro lado, todo aquello que pone al creyente en contacto íntimo con Dios, sea la oración, la lectura o el oír la Palabra de Dios, la comunión con otros creyentes, enciende el fuego del Espíritu. ¡Que nos libre el Señor de proceder en contra del Espíritu y tenerlo apagado dentro de nosotros!
El profeta Jeremías reconocía tener «como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude» (Jer. 20:9). Este fuego del profeta le libró de la apostasía. Él trató de zafarse de la encomienda que Dios le había dado, pero teniendo a Dios mismo –el Espíritu de Dios– metido en sus huesos fue librado de ello. ¡Oh, que muchos Jeremías se levanten hoy en medio de la apostasía que vivimos para que nadie renuncie a su llamamiento, ni reniegue de su fe, sino, antes bien, sean valerosos portavoces del testimonio de Dios!
Viento
Poco después de la resurrección, el Señor, estando con los discípulos, sopló sobre ellos, y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». El soplo de Dios. El mismo soplo de Dios que fue vida en la nariz de Adán (Gén. 2:7), fue aquí, para los apóstoles el Espíritu Santo. Allí en el Edén fue vida para el alma; aquí fue vida para el espíritu. Este es el soplo del cual el Señor Jesús habló a Nicodemo con estas preciosas palabras: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (Juan 3:8). Soberano. Misterioso. Así es el Espíritu en su actuar.
Este viento vivificador –el Espíritu Santo– puede ser un viento recio o bien una suave y delicada brisa. En Pentecostés fue un «viento recio» que llenó toda la casa donde estaban sentados (Hech. 2:2). El viento recio es como el viento puelche que sopla en algunos lugares al sur de Chile. Su soplo es tan potente que se lleva las basuras arrojadas en las calles, barre el polvo y la arena, y todo aquello que no está suficiente firme. Aun las nubes en el cielo desaparecen llevadas lejos por el impetuoso viento, dejando el cielo diáfano. El Espíritu Santo también hace una obra de limpieza así. Todo aquello que no está sujeto a Cristo es llevado lejos. Toda basura es quitada, toda impureza es barrida. ¡Qué sanador es para el alma del creyente esta obra del Espíritu Santo!
Pero también el Espíritu es como la brisa, y entonces viene a aquietar nuestro espíritu con un silbo suave y apacible, tal como ocurrió con Elías en aquella cueva del monte Horeb. Su espíritu estaba agitado, su alma turbada. El celo de su corazón se había encendido sobre el monte Carmelo, y ahora descendía al valle del temor. Entonces Dios hace pasar delante de él un poderoso viento que rompía los montes y quebraba las peñas; luego un terremoto y un fuego, pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto ni en el fuego. Dios vino, en cambio, como un silbo apacible y delicado (1 Reyes 19:11-13). El viento apacible y delicado nos refresca en el día de la agitación y el calor. Acaricia tenuemente nuestro rostro, y oxigena nuestros pulmones. ¡Qué maravilloso es el Espíritu de Dios!
El Espíritu conoce lo que más conviene a nuestra alma, y así, según sea el caso, vendrá a nosotros para auxiliarnos.
En Ezequiel 37 encontramos una hermosa alegoría acerca del Espíritu. Allí se muestra cómo, a la palabra de Ezequiel, hubo un ruido, y luego un temblor, y los huesos secos diseminados por el valle se juntaron cada hueso con su hueso. Luego, hubo tendones, más tarde subió sobre ellos carne, y después piel. «Pero –aclara– no había en ellos espíritu».
Entonces, al profetizar Ezequiel «entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies». Sin el espíritu había sólo huesos, tendones, carne y piel, es decir, había cadáveres, pero no había hombres. Así ocurre también en muchos ambientes cristianos. Hay todo lo que usted pida en cuanto a expresiones de la naturaleza adánica, pero no hay mucho de la nueva creación. Todo lo que no es del espíritu, es de la carne. «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). «El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63). Mucho se ha pecado contra el Espíritu, menospreciando su obra, olvidándole e ignorándole. ¡Que el Señor derribe nuestra suficiencia para que tengamos al Espíritu de Dios actuando libremente!
Agua
Nadie conoce el verdadero valor del agua hasta que la sed le ha hecho doler el alma. Israel en el desierto sufrió la sed así. Entonces Dios le hace brotar agua de la Roca. Ved ahí un verdadero espectáculo en medio del desierto: De una roca aparentemente igual a todas, fluyen ríos de aguas, abundantes ríos, capaces de saciar a una multitud de millones de personas. Pablo nos dice que esa Roca era Cristo (1ª Corintios 10:4).
Cristo es la Roca de la cual manan las aguas vivas. Junto al pozo de Jacob, él dio de beber a la mujer samaritana, y el agua que él le dio se transformó en una fuente que saltó para vida eterna (Juan 4:14). Dondequiera que él iba, daba de beber de esa agua a la gente. Hoy también es así. Cristo nos ha dado el Espíritu Santo, y no lo ha dado por medida, para que lo disfrutemos en abundancia.
En aquel último y gran día de la fiesta en Jerusalén, el Señor Jesús alzó la voz y dijo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí … de su interior correrán ríos de agua viva». Y Juan agrega: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:37-39). Estos ríos fueron derramados en Pentecostés y aún siguen fluyendo en los que creen en el Hijo de Dios.
Las aguas vivas son diferentes del agua de un pantano, o de un pozo. Una agua estancada no tiene vida, no es limpia. Se amontonan las impurezas y se va formando sobre ella, y en su fondo, una costra de muerte. Las aguas del Espíritu son vivas, es decir, fluyentes, frescas y puras como las de un manantial.
El agua del Espíritu regenera. En este pasaje de Juan 7 está claramente establecido cómo se recibe esta agua viva. Es preciso tener sed, luego, es preciso creer en Jesús. Entonces, se recibe esta agua con tal abundancia, que corren ríos de agua viva por el interior del creyente.
El agua del Espíritu limpia. El corazón del creyente necesita permanentemente la acción del Espíritu para ser limpiado de contaminación, y del polvo de la tierra. Es como la necesidad de lavarse los pies. Debe hacerse diariamente, para limpieza y frescor.
El agua del Espíritu vivifica. Un terreno castigado por la sequía se endurece, y no puede brotar en él el preciado fruto. Pero cuando viene la lluvia, el terreno se reblandece, y se vuelve acogedor para la semilla. Puede recibirla en su seno y hacerla brotar con abundante fruto. El corazón del hombre es un terreno seco y árido cuando no fluyen por él los ríos del Espíritu. Y aquí nos referimos a los corazones de los creyentes. En sus duros pliegues no hay vida. Su duro cascarón es como una piedra sobre la cual no puede brotar ninguna planta.
En Ezequiel 47 está la alegoría de las aguas salutíferas. Es necesario no sólo mojarse hasta los tobillos, o hasta las rodillas o los lomos. En ese río tan abundante es preciso sumergirse enteramente y nadar, con la dichosa bendición de que «vivirá todo lo que entrare en este río» (v.9).
Aceite
El aceite es usado en las Escrituras para ungir, para dar luz y para sanar, fundamentalmente. El aceite de la santa unción era confeccionado de especias escogidas. Su fórmula era secreta, y nadie podía usarlo para fines profanos. Con ese aceite se ungían los utensilios del tabernáculo y a los sacerdotes que ministraban allí. Si se ungía a alguien extraño, éste moría inmediatamente.
El aceite aquí descrito alude al Espíritu Santo. La unción de Dios recaía sólo sobre los sacerdotes, los que ministraban delante de Dios. Así ocurre también hoy. Sólo los hijos de Dios –sacerdotes en el Nuevo Pacto– tienen esta unción, y su presencia sobre ellos los distingue y los honra.
Pero también el aceite era usado para el candelabro y las lámparas. ¿Su función? Iluminar la casa de Dios. Sin el aceite no hay luz. Sin el Espíritu tampoco hay luz. La iglesia puede transformarse en un lugar oscuro, donde no se descubren las impurezas, si es que el Espíritu Santo no está iluminando el corazón.
Las vírgenes insensatas tuvieron un problema con el aceite. Ellas tenían aceite apenas para sus lámparas. No tenían más aceite que el que estaba alimentando su pequeña luz. Pero en el momento decisivo, les faltó, y quedaron a oscuras, por lo cual, ellas no pudieron salir al encuentro del esposo. Sabemos que esta parábola es para el tiempo del fin. ¿?Cuál es nuestra condición hoy?
Isaías 1:6 dice: «Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite». Con estas palabras, el profeta hace un diagnóstico de la realidad de Israel en sus días. Ellos están llenos de heridas y llagas, están totalmente enfermos. No ha habido aceite para curar las enfermedades de su piel. ¡Qué desolador panorama!
En la iglesia de Dios, cuando el Espíritu no puede obrar como aceite, las heridas abundan. El ungüento sanador no ha sido derramado sobre las purulentas «heridas». La condición de la iglesia, y aun su aspecto, parecen muy desmejorados. ¿Qué hacer? ¡Volvernos al Espíritu y dejarle en libertad para que pueda curar las heridas, y vendarlas! ¡Se precisa gran cantidad de aceite para curar las heridas del pueblo de Dios!
Paloma
Finalmente, el Espíritu es representado como una paloma. El Señor escogió esta conocida avecita para simbolizar su glorioso Espíritu. Es la paloma que descendió sobre el Señor Jesús en su bautismo, y que nos habla de ternura, delicadeza, sencillez e inocencia.
Una paloma es espantadiza. Fácilmente se asusta y huye. ¿Cómo es que el Espíritu de Dios, siendo tan fuerte -omnipotente- quiso representarse así? Es un misterio no del todo aclarado.
Con todo, hemos de ser celosos para no ofender esta Paloma, ni espantarla. Seamos delicados, tiernos y cuidadosos. No elevemos demasiado la voz, no le hagamos violencia, porque puede contristarse. Una vez que ha sido afectada su santidad, puede permanecer muchos días triste, en un rincón de nuestro corazón, sin levantar el vuelo.
Que el Señor nos socorra para no pecar contra el Espíritu Santo, ni impedir que Él pueda hacer su obra en nosotros y a través de nosotros.