Cartas de C.H. Mackintosh a uno de sus colaboradores, acerca de la predicación del Evangelio.

Primera Carta

Querido amigo:

Ha sido de mucho interés y, espero, de mucho provecho en estos últimos tiempos seguir en los Evangelios y en los Hechos las variadas huellas de la obra de evangelización; y me ha parecido que no estaría fuera de propósito presentarte algunos pensamientos que me vienen a la mente. Me sentiría mucho más a mis anchas al emplear este medio que si escribiera un tratado formal.

Ante todo, me sorprende sobremanera la simplicidad con que se llevaba adelante la obra de evangelizar en los primeros tiempos; algo muy diferente, en gran parte, de lo que prevalece entre nosotros. Me parece que los hombres modernos nos enredamos muchísimo más por reglas convencionales y por las costumbres de la cristiandad.

Somos deficientes en lo que podría llamar «elasticidad espiritual». Somos llevados a pensar que para evangelizar hace falta un don especial, y que, aun allí donde se halla este don, hace falta que la organización humana tenga mucho que ver. Cuando hablamos de hacer obra de evangelista (2 Tim. 4:5), solemos tener ante los ojos grandes salas públicas y un gran número de gentes, que exigen un don y un poder para hablar considerables.

Ahora bien, tanto tú como yo creemos plenamente que, para predicar el evangelio en público, hace falta un don especial proveniente de la Cabeza de la iglesia; y además, creemos, siguiendo Efesios 4:11, que Cristo ha dado y da todavía «evangelistas».

Esto está claro, si hemos de ser guiados por la Escritura. Pero en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles encuentro que una buena parte de la obra de evangelización fue cumplida por personas que no eran del todo dotadas de una manera especial, sino que tenían un amor ardiente por las almas y un sentimiento profundo del valor de Cristo y de su salvación.

Además, veo en aquellos que eran especialmente dotados, llamados y establecidos por Cristo para predicar el evangelio, una simplicidad, libertad y naturalidad tales en su manera de obrar que desearía vivamente para mí y para todos mis hermanos.

Examinemos un poco la Escritura. Tomemos esa hermosa escena de Juan 1:36-45. Juan derrama su corazón como testimonio a Jesús: «He aquí el Cordero de Dios». Su alma estaba absorbida por el glorioso Señor. ¿Cuál fue el resultado? «Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús».

¿Y qué sigue? «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús». ¿Y qué hizo? «Éste halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús». Y también: «El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme … Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José … Ven y ve».

He aquí, pues, el estilo, la manera que tan fervientemente deseo; esta obra individual, que consiste en echar mano de la primera persona que se nos cruza por el camino; en encontrar a nuestro propio hermano y llevarlo a Jesús. Siento que nuestros esfuerzos en este sentido son insuficientes. Nos parece que todo está más que bien al tener reuniones y dirigirse a los que asisten, según la capacidad y la ocasión que Dios da.

No escribiría una sola palabra en desmedro del valor de esta línea de trabajo. Procuremos por todos los medios alquilar salas, salones y teatros; distribuyamos tarjetas de invitación para que venga la gente; probemos todos los medios legítimos de propagar el evangelio. Procuremos llegar a las almas lo mejor que podamos. Lejos esté de mí desalentar a cualquiera que trabaja en la obra de esta manera pública.

Pero, ¿no te resulta llamativo que nos falte más de la obra individual; más de este trato privado, serio y personal con las almas? ¿No crees que si tuviéramos más Felipes, también tendríamos más Natanaeles? ¿Y que si tuviéramos muchos Andrés, también tendríamos muchos Simón? No puedo sino creerlo.

Hay un poder admirable en un llamado personal y vehemente. ¿No descubres a menudo que  solo después de la predicación pública más formal, cuando comienza la íntima obra personal, las almas son alcanzadas? ¿A qué se debe, pues, que se vea tan poco este último tipo de actividad? ¿Acaso no sucede a menudo en nuestras predicaciones públicas que, cuando el discurso finaliza, se canta un himno y se ofrece una oración, todos se dispersan sin que ningún hermano intente acercarse a alguno de los oyentes?

Yo no hablo aquí, nótalo bien, del predicador –que no podría seguramente atender a cada uno en detalle–, sino de las veintenas de cristianos que lo han estado escuchando. Éstos vieron entrar gente nueva en la sala; se han sentado a su lado; han notado tal vez su interés, y hasta vieron que se les escaparon algunas lágrimas; sí, pero, sin embargo, los han dejado pasar sin demostrar el menor esfuerzo de amor por llegar a ellas o por continuar la buena obra.

Sin duda se puede decir: «Es mucho mejor dejar al Espíritu Santo cumplir su obra. Nosotros podríamos hacer más daño que bien. Además, a la gente no le gusta que uno les dirija la palabra; ello les podría parecer una indiscreción y podría ahuyentarlas del lugar de reunión».

Hay mucho de verdad en todo esto. Lo tengo muy en cuenta, y estoy seguro de que tú también. Temo que groseras equivocaciones se cometen por personas poco juiciosas, que se entrometen en la privacidad de los santos y en los profundos ejercicios del alma. Ello requiere tacto y discernimiento; en resumidas cuentas, se requiere ser guiados espiritualmente para ser capaces de tratar con las almas, para saber a quién se va a hablar y qué se va a decir.

Pero al admitir todo esto, coincidirás conmigo en que, por regla general, hay algo que falta en relación con nuestras predicaciones públicas. ¿No hay acaso demasiado poco de este interés afectuoso, profundo y personal por las almas, que podría expresarse de mil maneras diferentes, todas adecuadas para actuar eficazmente sobre el corazón?

Confieso que solía estar apenado de lo que he podido observar en las reuniones de predicación. Entra gente nueva y desconocida y se les deja que busquen un asiento como puedan. Nadie parece pensar en ellos. Hay cristianos presentes, pero no se molestarían por hacerles lugar. Nadie les ofrece una Biblia o un himnario. Y una vez que finaliza la reunión, se les deja ir tal como entraron; ni una palabra de afecto para inquirir si entendieron la verdad anunciada; ni aun un gesto de cordialidad que podría ganar la confianza y dar lugar a una conversación. Al contrario, hay una fría reserva que va casi hasta la repulsión.

Todo esto es muy triste; y puede que me digas que he dibujado un cuadro demasiado colorido. ¡Ay, el cuadro, en realidad, es  solo demasiado verdadero! Y lo que lo hace más deplorable todavía, es el hecho de que uno sabe que muchas personas frecuentan nuestros lugares de predicación y de lectura, pasando por grandes luchas y profundos ejercicios del alma, deseando abrir sus corazones a cualquiera que les ofrezca algún consejo espiritual; pero, ya por timidez, por reserva o por estado nervioso, ellas rehúyen de tomar iniciativas, y tienen que retirarse solitarios y tristes a sus hogares, para derramar sus lágrimas en la soledad, ya que nadie se interesó por sus preciosas almas.

Ahora bien, siento la convicción de que ello podría remediarse en gran parte si los cristianos que oyen las predicaciones del evangelio tuviesen más en el corazón la búsqueda de las almas; si ellos no asistieran solo para su propio provecho, sino también para ser colaboradores con Dios al procurar traer a las almas a Jesús.

Sin duda, es muy refrescante para los cristianos oír el Evangelio predicado plena y fielmente. Pero no sería menos refrescante para ellos interesarse vivamente en la conversión de los pecadores y orar más por este asunto. Además, su provecho personal no se vería para nada afectado –sino, más bien, todo lo contrario– si cultivasen un vivo y afectuoso interés por aquellos que los rodean, y si al término de la reunión procurasen ayudar a alguien que necesite ser ayudado.

Un efecto sorprendente puede ser producido en el predicador, en la predicación y en toda la reunión cuando los cristianos que asisten sienten de veras sus elevadas responsabilidades que desempeñan para con Cristo y las almas. Ello crea cierta atmósfera que debiera ser sentida para ser comprendida; mas, una vez sentida, uno no puede prescindir de la misma.

Pero, lamentablemente, ¡cuán a menudo ocurre lo contrario! ¡Cuán frío, triste y desalentador es ver a toda la congregación irse tan pronto como termina el mensaje!

No vemos que haya grupos alrededor de los jóvenes convertidos o de inquiridores ansiosos, que se demoren por amor a estas almas. Viejos cristianos experimentados han estado presentes; pero en lugar de detenerse con la bella esperanza de que Dios los empleará para decir una palabra oportuna a uno que esté abatido, se apresuran por marcharse, como si se tratase de un asunto de vida o muerte el estar en casa a determinada hora.

No supongas que deseo establecer reglas para mis hermanos. Lejos está de mí ese pensamiento. Doy simplemente, en toda libertad, libre curso a los pensamientos de mi corazón, al dirigirme a uno que, durante muchísimos años, ha sido mi compañero de obra en la evangelización.

Estoy convencido de que falta algo. Tengo la firme persuasión de que ningún cristiano puede estar conforme si no busca, de una u otra forma, ganar almas para Cristo. Y, siguiendo el mismo principio, ninguna asamblea de cristianos está en un buen estado, si no es una asamblea enteramente evangelista.

Todos deberíamos estar tras la búsqueda de las almas; y entonces –de ello podemos estar seguros– veríamos, por resultado, almas conmovidas y despertadas. Pero si nos conformamos con ir semana a semana, mes a mes y año a año, sin que se mueva una sola hoja, sin ver una sola conversión, nuestro estado debe ser verdaderamente lamentable.

Pero creo que te oí decir: «¿Dónde se hallan, pues, todos los pasajes de la Escritura que debiéramos tener? ¿Dónde están las numerosas citas de los Evangelios y de los Hechos?». Bien, me he puesto a anotar sobre el papel los pensamientos que tanto tiempo ocuparon mi mente; y ahora el espacio no me permite continuar por el momento. Pero si lo deseas, te escribiré una segunda carta sobre el mismo tema.

Mientras tanto, ¡quiera el Señor, por su Espíritu, hacernos más celosos por procurar la salvación de las almas inmortales mediante toda acción legítima! ¡Ojalá que nuestros corazones estén llenos de un verdadero amor por estas preciosas almas, y entonces podremos estar seguros de encontrar la forma y los medios de llegar a ellas!

Tu afectuosísimo consiervo,

C.H.M.

Segunda Carta

Querido amigo:

Hay un punto en relación con nuestro tema que ha ocupado mucho mi mente. Se trata de la inmensa importancia de cultivar una fe ardiente en la presencia y bajo la acción del Espíritu Santo. Es menester que recordemos, en todo momento, que nosotros no podemos hacer nada, y que el Espíritu Santo lo puede hacer todo. En la gran obra de la evangelización, como en toda otra, rige plenamente el principio que dice: «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zacarías 4:6).

Tener el sentimiento permanente de esto nos mantendrá humildes, pero también llenos de gozosa confianza. Humildes, por cuanto nosotros no podemos hacer nada; llenos de gozosa confianza, por cuanto Dios lo puede hacer todo. Además, tendría el efecto de mantenernos sobrios y tranquilos en nuestra obra; no quiero decir fríos e indiferentes, sino calmos y serios, lo cual es una gran cosa precisamente en este tiempo de sensacionalismo religioso.

Me ha causado gran impresión una observación hecha por un viejo obrero, en una carta dirigida a uno que acababa de entrar en el campo de la cosecha. «La excitación –dice el autor– no es una muestra de poder, sino de debilidad. El fervor y la energía proceden de Dios».

Esto es muy cierto y valioso. Pero a mí me gusta tomar las dos oraciones juntas, no por separado. Así puede advertirse su contraste. Si tuviésemos que elegir una de las dos, pienso que, para evitar confusiones, preferiríamos la segunda; la razón es obvia: muchos, me temo, confunden «excitación» con lo que en realidad es «fervor y energía».

Ahora bien, confieso que amo un profundo fervor en lo que respecta a la obra. Un hombre que comprende en alguna medida la inmensidad de la eternidad y el terrible estado de aquellos que mueren en sus pecados, no puede manifestarse de otra manera que no sea con profundo y completo fervor. ¿Cómo puede uno ver las almas inmortales al borde del infierno, en continuo peligro de ser arrojadas en él, y no ser serios y fervientes a ese respecto?

Pero no se trata de excitación. Precisemos los términos. Por excitación entiendo la actividad de la vieja naturaleza y el empleo de los esfuerzos de esa naturaleza tendientes a actuar sobre los sentimientos naturales; el empleo de métodos altamente persuasivos; de todo aquello que tiene que ver con lo puramente sensacional. Todo esto carece completamente de valor. Se desvanece como el rocío de la madrugada. Es una causa más de debilidad.

No encontramos nada de «excitación» en el ministerio de nuestro bendito Señor y de sus apóstoles; y, sin embargo, ¡qué fervor! ¡Qué energía inagotable! ¡Qué ternura! Vemos un fervor que parecía ir más allá de los límites propios de uno; una energía que difícilmente se tomaba un momento de descanso o de recreo; una ternura que pudo derramar sus lágrimas ante los pecadores impenitentes.

Vemos todo esto, pero no excitación. En una palabra, todo era fruto del Espíritu eterno, y todo era para gloria de Dios; además, todo se caracterizaba siempre por esa calma y solemnidad que conviene en la presencia de Dios; pero no faltaba ese profundo fervor que demostraba que se había comprendido plenamente la terrible condición en que se encuentra el hombre delante de Dios.

Pues bien, querido hermano, esto es precisamente lo que necesitamos, y lo que debiéramos cultivar con diligencia. Es una gran bendición ser guardados de todo lo que es puramente «excitación natural»; y, al mismo tiempo, vernos profundamente afectados por la magnitud y la solemnidad de la obra.

De esta manera, la mente se mantendrá en su debido equilibrio, y seremos preservados de la tendencia a ocuparnos de nuestra obra por el solo hecho de ser nuestra. Nos gozaremos de que Cristo sea glorificado y de que las almas sean salvas, quienquiera que sea el instrumento empleado.

Últimamente he estado pensando mucho en esos tiempos memorables, hace diez años atrás, cuando el Espíritu de Dios operó de forma tan maravillosa en la provincia de Ulster. Creo haber extraído algunas valiosas instrucciones de lo que pude observar entonces.

Fue un tiempo que nunca habrán de olvidar aquellos que tuvieron el privilegio de ser testigos presenciales de la magnífica ola de bendición que entonces inundó la región. Pero yo ahora hago alusión a ello en relación con el tema de la acción del Espíritu. No tengo la menor duda de que el Espíritu Santo fue contristado y estorbado en el año 1859 por la intromisión del hombre.

Recordarás cómo comenzó esa obra. Recordarás la pequeña escuela al borde del camino, donde dos o tres se reunían semana tras semana para derramar sus corazones en oración a Dios, a fin de que él tuviera a bien irrumpir en medio de la muerte y la oscuridad que reinaban en derredor, y despertar su obra y enviar su luz y su verdad con poder para la conversión de las almas.

Tú sabes bien cómo estas oraciones fueron oídas y respondidas. Tanto tú como yo tuvimos el privilegio de movernos en medio de esas escenas que despertaban a las almas en la provincia de Ulster, y no dudo de que esas escenas se mantienen frescas en tu memoria, así como en la mía.

Ahora bien, ¿cuál era la característica distintiva de esa obra en sus inicios? ¿No era manifiestamente una obra del Espíritu de Dios? ¿Acaso él no empleó instrumentos que a los ojos de los hombres serían considerados incompetentes y sin preparación para el cumplimiento de Sus propósitos? ¿No recordamos acaso el estilo y el carácter de los instrumentos que fueron principalmente utilizados en la conversión de las almas? ¿No eran en su mayoría «hombres sin letras y del vulgo»?

Además, ¿no podemos recordar claramente el hecho de que todo arreglo humano y toda rutina oficial eran dejados de lado muy decididamente? Hombres trabajadores venían del campo, de la fábrica y del taller para dirigirse a grandes multitudes de oyentes; y hemos visto a cientos, con vivo interés, pendientes de los labios de hombres que no eran capaces de proferir cinco palabras en un lenguaje gramaticalmente correcto.

En resumidas cuentas, la poderosa marea de la vida y el poder espiritual arrasó con nosotros, y barrió de momento gran parte de la maquinaria humana, ignorando toda cuestión referente a la autoridad humana en las cosas de Dios y el servicio para Cristo.

Bien podemos recordar que la gloriosa obra progresaba en la medida que el Espíritu Santo era honrado; en tanto que la misma era estorbada y neutralizada en la medida que el hombre, con su agitada y pomposa presunción, se entrometía en el dominio del Espíritu eterno.

Pude comprobar la veracidad de lo que digo en innumerables casos. Se realizaban vigorosos esfuerzos tendientes a hacer que las aguas vivas fluyan por los canales oficiales y denominacionales, y esto no podía contar con la aprobación del Espíritu Santo. Además, había, en muchos lugares, un fuerte y manifiesto deseo de aprovecharse del bendito movimiento con fines sectarios, lo cual era una ofensa contra el Espíritu Santo.

Y esto no era todo. La obra y el obrero eran puestos sobre las nubes en todo sentido, tratándoselos como una celebridad, como objetos de gran interés e importancia. Los casos de conversión considerados «sorprendentes», eran dados a conocer en público y exhibidos ostentosamente en los impresos corrientes. Viajeros y turistas provenientes de todas partes visitaban a estas personas y tomaban nota de sus palabras y conducta, llevando el informe referente a ellas hasta los confines de la tierra.

Gran número de pobres criaturas, que hasta entonces habían vivido en oscuridad, desconocidas e inadvertidas, vinieron a ser de repente objetos de interés para los ricos, los nobles y el público en general. El púlpito y la prensa proclamaban sus dichos y actos y, como era de esperarse, perdieron por completo su equilibrio. Bribones e hipócritas abundaron por todas partes.

Cobraba gran importancia el hecho de tener alguna extravagante experiencia para contar; algún sueño o visión extraordinarios que describir. Y aun cuando esta desacertada línea de acción no diera como resultado bribonería e hipocresía, los jóvenes convertidos se volvían temerarios y altivos, y miraban con cierto desprecio a los viejos cristianos establecidos en la fe o a aquellos que no hubiesen sido convertidos a la manera que lo fueron ellos: «alcanzados», como lo llamaban.

Además de esto, algunos personajes muy notables, hombres de gran notoriedad por su mala fama, que parecían haberse convertido, eran llevados por todas partes y anunciados en carteles por las calles; y las multitudes se agolpaban para verlos y oírlos relatar su historia, la cual casi siempre consistía en un detalle desagradable de inmoralidades y excesos cometidos: cosas que nunca tendrían que ser mencionadas. Varios de estos notables personajes después se fueron a pique, cayendo de vuelta con redoblado ardor en sus prácticas pasadas.

Pude ser testigo de estas cosas en varios lugares. Creo que el Espíritu Santo fue contristado, y la obra echada a perder por esos motivos. Estoy plenamente convencido de ello; y por eso pienso que deberíamos procurar con vehemencia honrar al bendito Espíritu; depender de él en toda nuestra obra; seguirlo adonde nos conduce, y no correr delante de él. Su obra permanecerá.

Se sabe que «todo lo que Dios hace, permanece para siempre». «Las obras hechas en la tierra, son obra de sus manos.» Tener presente estas cosas, siempre mantendrá la mente en sano equilibrio. Los jóvenes obreros corren gran peligro de excitarse por su obra, por su predicación, por sus dones, a tal punto de perder de vista al Maestro mismo. Además, son propensos también a hacer de la predicación el fin y no el medio. Esto trae como consecuencia perniciosos resultados; les ocasiona perjuicios a ellos mismos y echa a perder su obra.

Tan pronto como haga de mi predicación un fin, me sitúo fuera de la corriente del pensamiento de Dios, cuyo fin es glorificar a Cristo; me sitúo también fuera de la corriente del corazón de Cristo, cuyo fin es la salvación de las almas y la plena bendición de su iglesia.

Pero cuando se da al Espíritu Santo el debido reconocimiento y se confía en él, todo saldrá bien. No habrá ninguna exaltación del hombre, ninguna manifestación de presunción, ningún intento por hacer alarde de los frutos de nuestra obra; ninguna excitación. Todo será calmo, real y sin pretensiones. Se esperará en Dios con sencillez, con vehemencia, con fe y con paciencia. El yo quedará apagado, y Cristo será exaltado.

Siempre me acuerdo de una expresión tuya. Una vez me dijiste: «El cielo será el mejor y más seguro lugar para oír acerca de los resultados de nuestra obra». Éstas son palabras saludables para todos los obreros. Me estremezco cuando veo los nombres de siervos de Cristo exhibidos en los periódicos, con halagüeña alusión a su obra y a sus frutos.

Seguramente aquellos que escriben tales artículos deberían reflexionar en lo que hacen; deberían considerar que bien pueden estar alimentando aquello mismo que deberían desear ver mortificado y subyugado. Estoy plenamente persuadido de que la senda silenciosa y secreta es la mejor y más segura para el obrero cristiano. Ello no lo hará menos fervoroso, sino todo lo contrario. No apagará su energía, sino que la incrementará y la intensificará.

Dios no permita que tú ni yo escribamos una sola línea o expresemos una sola frase que pudiese tender de alguna manera a desanimar o a estorbar a un solo obrero en toda la viña de Cristo. Éste no es el momento para nada de ese tipo.

Queremos ver a los obreros del Señor ocupados fervientemente en el servicio; pero creemos, y con toda seguridad, que el verdadero fervor siempre será el resultado de una absoluta dependencia de Dios y del Espíritu Santo.

Pero me asombro de cómo avancé con este tema sin detenerme para hacer referencia a los pasajes de las Escrituras que tratan sobre lo que hablé en mi carta anterior. Bueno, mi querido y amado en el Señor, sé que me dirijo a uno que felizmente está familiarizado con los Evangelios y los Hechos, y que conoce perfectamente que el mismo Señor Jesucristo –el Obrero por excelencia– y todos aquellos que procuraron seguir Sus benditas pisadas, reconocieron y honraron al Espíritu eterno como Aquel por cuyo poder todas sus obras debían ser hechas.

Debo concluir mi carta por el momento, querido y amado hermano y compañero de labores, y lo hago desde el fondo de mi corazón, encomendándote en espíritu, alma y cuerpo a Aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos llamó al honroso puesto de trabajo en su campo evangelístico. ¡Quiera él bendecirte a ti y a los tuyos muy abundantemente, y hacerte mil veces más útil para él!

Tu afectuosísimo compañero de servicio,

C.H.M.