Aparezca en tus siervos tu obra”.
– Salmo 90:16.
Este salmo está lleno de experiencia y sabiduría. Se subtitula: “Oración de Moisés, varón de Dios”. ¿Quién sino él conoció a Dios como refugio, siempre fiel y misericordioso? Moisés supo de quebrantos, y en todos los tratos del Señor con su vida y con su pueblo, aprendió que el hombre es frágil, que no se puede confiar en él, pues está lleno de necedad, es efímero y además ignorante.
¿Qué sabe el hombre del poder y del temor de Dios? ¡Pero cuán distinto es cuando Dios actúa en el hombre! “Aparezca en tus siervos tu obra”. Esta es quizás la oración más profunda y angustiosa de un siervo del Señor. Cuando toda nuestra obra se turba, cuando contamos nuestros días y pareciera que no hemos hecho nada meritorio. El salmo tiene un tono triste, como el clamor de un siervo abatido que ha aprendido, a través de muchos golpes, que lo único que tiene valor real es la obra de Dios en nosotros.
Dios ha estado obrando dentro de nosotros por mucho tiempo, desde que le conocimos, y aun desde antes. Pablo, escribiendo con angustia a sus amados de Galacia, expresaba esto mismo: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros” (4:19).
Esta es la obra de Dios que debe manifestarse en nosotros. Nuestro problema es que a menudo aparece “nuestra obra”, nuestra historia, nuestras formas, y entonces nos separamos de otros siervos y nos diferenciamos por nuestras pequeñeces. Sin embargo, cuando aparezca la obra del Señor en nosotros, sus siervos, ya no tendremos de qué gloriarnos, porque entonces la luz y la gloria serán solo suyas.
La obra del Señor en cada uno de sus siervos concuerda allí donde Cristo está siendo formado, donde su carácter está siendo plasmado. Allí, indiscutiblemente, habrá acuerdo y comunión, porque la luz tiene comunión con la luz, la fe con la fe, el amor con el amor, la mansedumbre con la mansedumbre. En fin, donde es “Cristo en nosotros, la esperanza de gloria”.
Esta es la obra de Dios que debe comenzar a aparecer cada vez más nítida en nuestro tiempo, mientras la nuestra se desgasta, y todo aquello en que hayamos perdido el rumbo buscando nuestra propia gloria se deteriora y aun muere, la obra de Dios ha de resplandecer, inconfundible, poderosa, estable, y eterna. “¡Aparezca en tus siervos tu obra y tu gloria sobre sus hijos!”.
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