Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.
Mateo 27
Al tratar este capítulo es necesario admitir que forma parte de un todo mucho más extenso. La parte final del evangelio de Mateo abarca los capítulos 26, 27 y 28.
Se convendrá en que no puede leerse inteligentemente cualquiera de estos capítulos sin tener al menos una idea del contenido de los otros.
En esta división final del Evangelio, se trata el tema de los sufrimientos y el triunfo del Rey; siendo el Evangelio de Mateo, preeminentemente, la presentación de nuestro Señor en su Reinado. La narración de los sufrimientos se encuentra en los capítulos 26 y 27; el capítulo 28 registra su triunfo.
A fin, entonces, de considerar el capítulo 27, haremos primero un resumen del capítulo 26. Éste comienza con una afirmación notable, en la cual nuestro Señor fijó la hora de la Cruz en contra de la decisión de los príncipes. Él dijo a sus discípulos: «Sabéis que dentro de dos días se celebra la pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado» (26:2).
Estas palabras significan que ellos sabían que dentro de dos días se había de celebrar la pascua, y él les dijo que sería entonces su entrega para ser crucificado. Al mismo tiempo los príncipes del pueblo estaban tomando la decisión sobre Su muerte, pero también declararon: «No durante la fiesta, para que no se haga alboroto en el pueblo» (26:5). La majestad regia de este párrafo no debe perderse de vista.
A estas alturas Mateo inserta en su narración la descripción de la cena en Betania, que había tenido lugar cuatro días antes. Luego describe la pascua misma; la práctica de la fiesta antigua y su terminación, y la institución de la nueva fiesta, diciendo que terminaron cantando un himno, el cual indudablemente fue todo, o algunas partes, del Gran Hallel formado por los Salmos 113 al 118.
Resultaría muy sugestivo un estudio de dichos Salmos, recordando que nuestro Señor, con toda probabilidad, los cantó en aquella ocasión. Entre otras de sus palabras, se encuentran éstas: «Atad víctimas con cuerdas a los cuernos del altar» (Sal. 118:27).
La historia de la crucifixión
Luego viene la experiencia del Getsemaní y el arresto del Señor; y por último, el juicio ante los sacerdotes y la negación de Pedro. Llegamos entonces a nuestro capítulo, donde continúa el relato con el destino final de Judas y el juicio ante Pilato. La historia real de la crucifixión comienza en el versículo 27 y termina al final del capítulo.
El juicio ante los sacerdotes fue totalmente ilegal, desde el punto de vista de la ley judía, y el celebrado delante de Pilato fue la parodia más terrible de la justicia en toda la historia de la humanidad.
En nuestra meditación nos limitaremos, en gran parte, a examinar este último asunto, el cual podemos dividir así: la crucifixión en su lado humano (v. 27-44); la Cruz en su aspecto divino (v. 45-56); y la sepultura de nuestro Señor (v. 57-66).
La crucifixión en su lado humano
Al considerar la crucifixión, contemplando la cruz desde el punto de vista humano, nos encontramos frente a una revelación aterradora del pecado y del fracaso humano.
Cuando, en el día de Pentecostés, Pedro se convirtió en el primer intérprete de los grandes acontecimientos de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, él se refirió a la Cruz en un lenguaje extraordinario y notable.
En aquella ocasión Pedro hablaba a gente que había estado presente y estaba familiarizada con los hechos a los cuales él se refirió.
«Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole» (Hech. 2:22-23).
De esta manera el hombre que en Cesarea de Filipo había protestado con vehemencia contra la idea de que su Señor fuera a la cruz, y que en las últimas horas con labios profanos había negado a su Maestro, ahora contemplaba la cruz, tal como ella debe ser contemplada. Al referirse a ella no lo hizo poniéndose en el plano humano, que es el del pecado; sino situándose en el plano divino, que es el de la gracia.
«…a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios», es el aspecto divino de la Cruz; «prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole», es el aspecto humano.
A la luz de esa interpretación, volvemos al capítulo 27, comenzando donde Pedro terminó. El aspecto humano de la cruz está contenido en los versículos 27 al 44. El acto aterrador de los hombres comenzó con la burla que hicieron de Jesús. Con seguridad, ellos conocían poco de los hechos, quizá solo sabían que tenían un prisionero acusado de sedición, que se había proclamado rey y que había engañado, y se entregaron a burlarse brutalmente de él.
¡Quién podrá describir todo lo que tuvo lugar allí!
Al llegar al Gólgota, le crucificaron. Mateo, sin embargo, ni siquiera expone el hecho en tal forma; se refiere a la crucifixión como algo efectuado. Esta reserva reverente con respecto a la cruz externa se halla en cada una de las narraciones de los evangelios, pero de manera destacada en la de Mateo.
Aun cuando sea un producto de la imaginación, siempre me parece como si Mateo hubiera dicho: «No, yo no puedo describirlo». Hubiera sido muy conveniente que tal reserva se hubiera guardado a través de los siglos; ningún cuadro de la crucifixión, ni descripción verbal alguna han servido, realmente, en un sentido profundo, para ayudar a entender la Cruz. No es que el hecho externo no fuera aterrador, pero es tan fácil ocuparse tanto de él, que existe el peligro de perder de vista la conciencia de algo que es infinitamente más aterrador, el aspecto espiritual de la cruz.
Al contemplar a Aquel que han crucificado, contemplamos también a otros dos compartiendo la misma suerte; no, sería más exacto decir que es a Él a quien contemplamos compartiendo las experiencias de ellos. Él «fue contado con los pecadores» (Is. 53:12).
El escarnio del Crucificado
La parte más diabólica de este aspecto de la Cruz fue el escarnio brutal acumulado sobre él mientras colgaba del madero. Principió con el acto de la multitud pasando ante él y meneando sus cabezas.
Aquella gente había comprendido evidentemente el derecho que Jesús había reclamado al Reinado, aun cuando nunca estuvo de acuerdo con tal pretensión. Lo que Él había dicho durante el último año de su ministerio había llegado a ser conocido de una manera amplia, ya que durante el juicio lo habían repetido en contra suya; y ahora aprovecharon la ocasión para enrostrarle: «Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mat. 27:40).
Tal fue el vituperio de una multitud ignorante, arrastrada por la pasión, como resultado del gobierno falso y degradado bajo el cual estaba viviendo. Es ésta la prueba suprema en toda la historia, del hecho de que la voz del pueblo no es necesariamente la voz de Dios. Dios tenga piedad del hombre, sea rey, sea presidente o profeta, que dependa de la voz de la multitud.
Sin embargo, el escarnio no se limitó al populacho. Los sumos sacerdotes, con los escribas y con los ancianos, participaron también de la mofa despiadada.
Es interesante recordar aquí que cuando nuestro Señor comenzó a revelar a sus discípulos lo que había de acontecerle, les indicó cuidadosamente la naturaleza de la hostilidad que se amontonaría sobre él, cuando les dijo «que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas» (Mat. 16:21).
Estas palabras incluyen la triple autoridad ejercida por el Sanedrín. Los ancianos representaban el poder civil; los sumos sacerdotes, el poder religioso; y los escribas, el poder moral. Al hacer memoria del acontecimiento de la Cruz, Mateo los nombra lado a lado del populacho, tomando parte en la burla blasfema hecha al Crucificado.
Lo primero que dijeron fue: «A otros salvó; a sí mismo no se puede salvar» (Mat. 27:42). Han corrido desde entonces muchos siglos, y con la luz de ellos proyectándose sobre tal acontecimiento hemos comprendido cómo el sarcasmo cruel y blasfemo ha sido la revelación más profunda de la verdad respecto de Él. Él no pudo salvarse, porque debía salvar a otros. Sus enemigos se burlaron, pero los siglos se han encargado de transformar la burla en la esencia misma del Evangelio.
La otra frase sarcástica fue: «Si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él» (27:42). En eso mentían. Nuestro Señor dijo una vez, en el curso de una enseñanza: «Tampoco se persuadirán si alguno se levantare de los muertos» (Luc. 16:31). Él no descendió de la cruz, pero se levantó de entre los muertos; y a pesar de eso, aún no creen.
El vituperio más cruel de todos se encuentra en las palabras: «Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios» (v. 43). Es así como contemplamos a los «intelectuales» alrededor de la cruz; y muchos de ellos todavía están allí diciendo las mismas cosas. Finalmente Mateo dice: «Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él» (v. 44).
Es esta la crucifixión vista desde el lado humano. Es el rechazamiento de la luz, del amor y de la vida, por parte del hombre; es el relato de la hora más sombría de la historia humana, y la condenación más severa de la naturaleza humana caída.
La cruz en su aspecto divino
Contemplemos ahora la cruz desde el punto de vista divino. Lo primero que impresiona al alma piadosa y en actitud expectante es la ausencia aparente de la intervención de Dios. Es allí donde se enfocó el problema perpetuo del sufrimiento.
Al considerar las cosas que hemos visto desde el punto de vista humano, parece como si Dios debiera rasgar los cielos y descender para maldecir a los responsables de tal iniquidad. Sin embargo, recordamos de nuevo las palabras de Pedro: «Entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios»; y vemos que, lejos de ser exacto el hablar de la no intervención de Dios, lo que hay en verdad, de profunda verdad, es que Dios mismo estaba en Cristo sufriendo con el pecado humano, aun en el grito trágico, que siempre sobrecoge de misterio al alma: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (v. 46). Imposible como es de una explicación final, sigue siendo verdad que Dios, en Cristo, estaba obrando la redención humana.
Un grito en las tinieblas
El primero de los hechos apuntados fue el de las tinieblas. A este hecho se refiere Watts en aquellas bien conocidas líneas: «Bien pudo el sol en sombras esconderse y negar su fulgor; cuando Cristo, poderoso Hacedor, murió sobre el Calvario por el hombre caído y pecador».
Aquellas tinieblas que envolvieron en sombras la cruz y que se prolongaron por tres horas, indican, en primer término, quizá, el descontento divino con el pecado; pero también algo de la ternura divina hacia Aquel que sufría entre las sombras.
Luego surgió aquel grito al cual nos hemos referido; grito lleno de luz, aun cuando sea una expresión misteriosa. Allí, sobre la cruz, nuestro Señor repitió los primeros versos de un himno, que con toda probabilidad había escuchado con frecuencia en los actos de adoración de la sinagoga y del templo; un himno arrancado del alma de alguien que mucho antes había pasado por un gran dolor. Fue el grito de un alma que había perdido a Dios y se da cuenta de que tal pérdida significa el infierno.
Hay otro salmo que puede hablarnos de la historia de ese grito: «Me rodearon los dolores del infierno» (2 Sam. 22:6, RVA). No obstante, permítanme repetirlo, nunca debemos olvidar lo que ya hemos dicho más de una vez: «Dios estaba en Cristo» (2 Cor. 5:19). Si aquel fue el grito del supremo desamparo humano, fue el grito de Dios, ya que Él participó de esa experiencia de abandono.
Luego Mateo dice que otra vez exclamó con gran voz; y aun cuando él no registra lo que Jesús dijo, sabemos por Juan que la expresión de ese momento fue: «Consumado es» (Juan 19:30), expresión que revela el sentido de una obra perfectamente acabada y la conciencia de haber alcanzado la victoria. Mateo se cuida de apuntar que aquella exclamación fue a gran voz; lo que nos hace pensar que aquel grito no fue el de la derrota, sino el de la victoria.
Mateo agrega, finalmente, que él «entregó el espíritu» (v. 50), o más literalmente, que él despidió su espíritu. De nuevo, aquí nos encontramos con que, así como ningún evangelista describió la crucifixión, tampoco ninguno se refiere a esta entrega del espíritu como algo que indique la muerte, sino siempre en términos que sugieren actividad volitiva y victoriosa.
Señales sobrenaturales
En relación con la crucifixión, Mateo apunta ciertos acontecimientos o señales sobrenaturales. El primero de ellos, que el velo del templo se rasgó en dos.
Nos sentimos inclinados a preguntarnos qué efecto tendría aquello sobre las autoridades. Por años y años aquel velo había estado colgado entre el Lugar Santo y el Santísimo, excluyendo al hombre del acceso a la presencia inmediata de Dios; y de pronto, no por manos humanas, sino por un acto sobrenatural, ¡se rasga en dos, de arriba a abajo!
Al mismo tiempo, la Naturaleza entra en actividad. «La tierra tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros» (v. 51-52). En relación con los sepulcros abiertos, Mateo señala que ningún cuerpo se levantó de su tumba, sino hasta después de que Jesús hubo resucitado. Todas estas señales sobrenaturales fueron una demostración de que Dios estaba en el mundo, y estaba obrando.
Frente a tales maravillas el centurión se impresionó de tal manera, que exclamó: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (v. 54). El último toque delicado en el relato de la crucifixión es el que se refiere a las mujeres al pie de la cruz.
La sepultura de nuestro Señor
El último párrafo del capítulo está lleno de belleza; tiene que ver con el cuerpo de Jesús. Me refiero a él en esta forma, porque esto fue lo que José de Arimatea pidió de Pilato, y lo que Pilato le dio.
Marco Antonio dijo de César: «Ahora yace ahí, y ni el más pobre le rinde reverencia». No importa cuánta haya sido la ignominia y la vergüenza que sufriera nuestro Señor en la cruz, esas palabras aplicadas a César nunca se le podrán aplicar a Él, ya que todavía le siguen amando los corazones de muchos.
Al contemplar el cuerpo muerto de Jesús, nos trasladamos en la imaginación a los días de su ministerio público, y recordamos lo que dijo en presencia de aquellos a quienes devolvió a la vida.
Cuando entró al lugar en donde la hija de Jairo estaba tendida, dijo: «No está muerta, sino que duerme» (Luc. 8:52). Cuando se refirió a la muerte de Lázaro, dijo: «Nuestro amigo Lázaro duerme» (Juan 11:11).
En el primer caso, se burlaban de Él; en el segundo, sus discípulos no entendieron lo que les decía, y se vio en la necesidad de hablarles en su lenguaje y decirles claramente: «Lázaro ha muerto» (Juan 11:14).
Con estas cosas en mente contemplamos el cuerpo muerto de Jesús y decimos: «No está muerto, sino que duerme».
Amor y odio
Los versículos que hablan de la sepultura de Jesús, se dividen en dos partes; la primera que registra el ministerio del amor (v. 57-61) ; y la segunda, la actividad del odio (v. 62-66).
El ministerio del amor se descubre en el acto de José de Arimatea, proveyendo para él «su sepulcro nuevo, que había labrado en la peña» (v. 60), envolviendo su cuerpo con una sábana limpia, en un rasgo de infinito amor.
Hay que recordar siempre que, después que la lanza atravesó Su costado, ningunas manos le tocaron, sino aquellas manos ungidas de amor. Los discípulos lo bajaron de la cruz, lo prepararon para sepultarlo, le proveyeron sepulcro y le depositaron allí. De esta manera tuvo el amor su manifestación luminosa.
Luego vino la extraña demostración del odio que le persigue aun muerto. A la mañana siguiente, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, sobrecogidos de temor, fueron a ver a Pilato y le dijeron: «Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré» (v. 63).
Siempre me ha parecido esto algo muy notable. Sus enemigos recordaban lo que había dicho, aun cuando sus discípulos por alguna razón, parecían haberlo olvidado.
Es imposible escuchar la respuesta de Pilato, sin percibir la burla de sus palabras. Les dijo: «Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis» (v. 65).
Así terminamos nuestro intento de examen de este capítulo maravilloso. No olvidemos, al concluir, que aquí no termina la narración. Aquí dejamos el cuerpo del Señor diciendo: «El Rey está muerto». Al leer el capítulo 28 diremos: «El Rey vive para siempre».
De Grandes Capítulos de la Biblia.