Los legítimos afectos de una madre por sus hijos pueden entrar en pugna con la voluntad de Dios.
Una de las funciones más sublimes del alma es la afectividad. Las emociones en la vida del hombre son realmente importantes. Son como los distintos colores que componen el espectro luminoso, los cuales nos permiten apreciar la diversidad de la realidad física en toda su amplitud. Un paseo por el campo nos ofrece una variedad infinita de colores y matices. Así también es la afectividad humana. La variedad de emociones que vivenciamos a través de la vida hacen que ésta sea, en algunos casos, atractiva y, en otros, nefasta.
Desde pequeños comenzamos a relacionarnos con otros, y a conocer nuestras emociones a partir de la vinculación con los demás. Es así como un bebé, durante los primeros días de su vida, se apega instintivamente al pecho materno para extraer de éste, no sólo la leche necesaria para el crecimiento físico, sino también el cariño y la afectividad necesaria para desarrollarse emocionalmente sano. Los primeros sentimientos y emociones se aprenden en este vínculo materno (y en algunos casos, de tutores o adultos cercanos que actúan como sustitutos de la madre). Es en esta relación donde se gesta al interior del alma la afectividad humana. La madre vuelca en el bebé toda su ternura, dedicación, cariño y amor; y el bebé, necesitado de todo, recibe los más puros afectos que le puede brindar la madre.
Debido a su origen, podemos decir que una de las relaciones más fuertes de la vida humana es la de una madre con su hijo(a). El alma de una madre se apega a la de su hijo con todas sus fuerzas. Las Escrituras nos muestran la fuerza de este vínculo madre-hijo, para ejemplificar el intenso amor de Dios, cuando nos dicen: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is. 49:15).
La relación madre-hijo es poderosa y vital, y de ella dependerá el éxito de muchos procesos en la vida del niño: la confianza básica, el conocimiento de sí mismo, la individuación, la identificación, etc. De manera que amar a los hijos es fundamental y necesario para el crecimiento. Por eso Pablo nos advierte que en los postreros días surgirán hombres amadores de sí mismos “… sin afecto natural” (Lit. “sin amor de parentesco”). 1
Los afectos de una madre pueden oponerse a la voluntad de Dios
Siendo esta relación tan fuerte y tan maravillosa, tan potente y tan necesaria, hay que decir que la misma puede llegar a ser una tragedia en relación con los propósitos divinos ¿Por qué una tragedia? Porque el alma siempre busca lo suyo y se aferra tenazmente a lo que siente que le pertenece. Y una madre, inconscientemente, siente que los hijos son propiedad suya. Puesto que crecieron en su interior, la percepción de una madre es sentir que ese hijo es una extensión de sí misma. La psicología de una mujer es contener, retener, cobijar y atesorar siempre hacia su interior. Y no es extraño que su alma se apegue a la de su hijo(a) conteniéndolo, reteniéndolo, cobijándolo, atesorándolo. Todos sabemos lo que una madre es capaz de hacer por un hijo, pero este hacer no siempre está de acuerdo con la voluntad de Dios.
Los vínculos sentimentales y especialmente los de una madre hacia un hijo, son tremendamente fuertes y poderosos, aún como para lidiar con el reino de Dios. El Señor nos enseñó de esto al decirnos: “Si alguno viene a mí y no aborrece a padre, madre… no puede ser mi discípulo” (Lc.14:26). Así, una madre o un padre pueden, incluso, hacer sentir en el corazón de su hijo una carga afectiva tan poderosa como para coartar, anular, y, en definitiva, controlar totalmente el comportamiento de su hijo.
Una espada traspasaría su alma
María, como toda mujer, vivió intensamente el período de embarazo de su primer hijo, Jesús. Ella iba guardando en su corazón cada intervención divina que se presentaba en su vida (Lc. 2:19; 51), mientras reflexionaba respecto del hijo anunciado. Como toda mujer, fue apegando su alma a la de su niño y sus afectos comenzaron a crecer a medida que el niño iba creciendo en su vientre. Sus anhelos, sus deseos y sus planes se fueron haciendo cada vez más fuertes en su interior. Todo su ser, lentamente, fue envolviendo a este niño anhelado. El alma de María se apegó a la de su hijo Jesús.
Por esta causa, el Espíritu Santo intervino en este escenario inspirando a Simeón, un piadoso anciano que esperaba la venida del Mesías. Éste, al momento de la presentación del niño en el templo, bendijo a la madre, diciendo: “He aquí, este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma) …”, Lc. 2:34, 35).
Esta expresión “una espada traspasará tu misma alma”, un tanto incomprensible en esos momentos para María, es una palabra para todos los padres, y, especialmente, para toda madre. Los afectos del alma pueden llegar a ser verdaderamente engañosos, y, por ende, obstaculizar los propósitos divinos. El alma de María debía ser tratada para no estorbar el propósito supremo. Por esta causa, la palabra penetra como una espada en la misma vida del alma (Heb. 4: 12 ), terminando con el poder de la vida natural, para que a partir de entonces andemos exclusivamente por el poder de Dios.
El alma siempre buscará lo suyo en los hijos y no lo que es de Cristo. El sentimiento de una madre siempre querrá que su hijo no vaya a la cruz, y exigirá su derecho a ser escuchado –así como María (Mt. 12:46)–, y hasta obedecido en sus deseos. Usará todo lo que tenga a su mano para evitar que su hijo “muera”. por eso debe ser tratada por la palabra, que siempre nos llevará a la cruz. La palabra como espada de dos filos penetrará cortando, desmenuzando y quebrantando hasta que no quede nada de la vida natural.
La operación de la cruz
sin embargo, debemos resaltar que Dios no busca la aniquilación del alma. De ahí que las emociones, la mente y la voluntad del alma no queden extinguidas al pasar por la palabra de la cruz. Más bien renuncian a su vida natural en la muerte del Señor, para pasar a una vida de resurrección. Las emociones, antes de ser tratadas por la cruz, están muy proclives a seguir su propio capricho, y por esto, fallan frecuentemente en ser instrumentos del Espíritu – por cuyo intermedio se exprese la voluntad de Dios. Pero, una vez que ha sido tratada por la espada de Dios, éstas quedan capacitadas para servir como medios de expresión del Espíritu de modo que el hombre interior puede manifestar emotivamente Su vida. Observemos el ejemplo de María, cuando exalta al Señor diciendo: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se ha regocijado en Dios mi Salvador” (Lc. 1:46). Pero fijemos nuestra atención en el tiempo de los verbos: el espíritu, en tiempo pasado, se ha regocijado (saltó de júbilo) 2 , y, a continuación, el alma, en tiempo presente, se une al espíritu engrandeciendo a su Señor.
La palabra de la Cruz opera gradualmente, en la medida que cada hijo de Dios profundiza voluntariamente en la intimidad con Cristo y va siendo liberado de sí mismo para expresar la voluntad divina.
Por esto, Dios intervino en la vida de María, y lo hará en toda hija del Señor que ha dado a luz, operando en lo profundo de sus emociones y sentimientos a fin de que se cumplan los designios de Dios para cada hijo que ha nacido.
Sólo así una madre podrá expresar verdaderamente el sentir de Dios, ya no más apegando su alma a la de su hijo, sino, permitiendo que ésta sea un instrumento para manifestar el deseo divino.
La vida espiritual no niega los afectos
por otra parte, muchos cristianos, al entender que ya no deben vivir por sus sentimientos y por los afectos del alma, se han vuelto insensibles en su caminar, no sólo en su relación con el Señor, sino también en sus relaciones sociales. Francamente, han hecho de la vida espiritual una negación de los afectos. Aquí los perjudicados son los hijos, que viven en un ambiente reprimido, controlado y legalista. Esto ha sido mal entendido. El espíritu necesita de los afectos del alma para expresarse. El hombre espiritual es la persona más sensible, tierna, amante, dadivosa y misericordiosa. De modo que una madre, habiendo sido tratada por el Señor, tiene la capacidad de expresar el anhelo divino con toda la gama de afectos que existe hacia sus hijos.
La escena de María junto a la Cruz, nos habla de una mujer que, tratada en los afectos del alma, allí, junto a su Hijo ensangrentado, atiende a la voz de su Señor. Tan profundo fue el trato de Dios con María, que ella separó los afectos de una madre para recibir a ese mismo hijo como su bendito Señor. Una espada traspasará tu alma. Una espada que creará un cauce para el Espíritu; separará lo propio de la vida del alma y lo que es del Espíritu Santo, discerniendo los pensamientos y las intenciones del corazón, para dejarlos desnudos y abiertos a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta.
1 Astorgos (a-privativo: storge es el amor de parentesco, especialmente de los padres a los hijos y de los hijos a los padres). 2 Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español, Francisco Lacueva.