Demostrando la bendita verdad de que la Escritura está impregnada de Cristo.
Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz».
– Génesis 1:3.
El que habla es Dios. La época en que habla es antes de que existiese el tiempo. Su palabra es omnipotente. Y como resultado, se origina el más grande de los dones. Las tinieblas lo oyeron y se desvanecieron. «Dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.
Esfuérzate, lector, para imaginar aquella escena cuando la primera voz creó la primera bendición. Este mundo de tantas delicias era entonces una masa disforme de materia dispersa. No tenía forma, y por consiguiente carecía de belleza. Estaba vacío, y en el vacío falta todo lo que es grato. Inhospitalario, porque una noche impenetrable cubría el vacío sin vida.
De esta agreste cantera, sin embargo, saldrán los materiales para construir la morada del hombre. Este desierto va a ser poblado con seres cuya edad será la inmortalidad. Va a ser el campo del cual se suministrarán los graneros del cielo. Por consiguiente, lo deforme debe asumir una forma; el desorden debe ser ordenado; y lo imperfecto ha de ser moldeado en amor.
¿Cómo será esto? Dios no tendría más que desearlo para que en un instante la creación apareciera en toda su perfección. Pero no es así como ocurre. Dios obra mediante un proceso gradual. Él obra. Aprendamos de ahí la sabiduría y la necesidad del esfuerzo. Dios obra por un proceso gradual. Esto nos enseña que la diligencia paciente es el sendero que nos lleva al bienestar.
Pero, ¿cuál es la primera maravilla que logra introducir la armonía y la gracia? La luz. ¿Preguntáis cuál es el lugar de su alumbramiento? ¿O el arte que la produce? La respuesta es: «Dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz».
Es imposible saber más. Y es así, porque más conocimientos sobre el particular no nos aprovecharían ni nos harían bien. Hay, sin embargo, verdades relacionadas con la luz abiertas a nuestra sincera investigación. Son algo así como un cofre lleno de perlas evangélicas. En su forma más bella vemos las más hermosas características del Señor de la luz.
El Espíritu Santo, guía seguro, proclama: «Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, vino a este mundo». También el profeta, vislumbrando el fulgor de Cristo, canta: «El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz». El apóstol, hablando de Jesús, exhorta: «Alabad al que os llamó de las tinieblas a su luz admirable». Cerraríamos, pues, nuestros ojos a los altos propósitos de la luz, si no acertáramos a ver las trascendentales bellezas de salvación que emanan del primer día.
La luz es pura. No hay en ella, ni puede haber, mezcla o contaminación. Su misma naturaleza excluye lo impuro. Atraviesa inmaculada todo ámbito sucio. La nieve es brillante, no hay blancura que la sobrepase; pero la huella del hombre la mancilla. El agua salta brillantemente de su fuente; pero la mano humana puede ensuciarla. Sin embargo, nadie puede hacer menos pura la pureza de la luz.
Así es Cristo. Como hombre en la tierra era tan puro como Dios en el cielo. Pasó por un mundo de pecado cual rayo de sol iluminando una choza. Tomó la forma del pecado, para poder llevar su merecido, pero nunca conoció su mancilla. En el pesebre de Belén era el Niño santo. Y volvió al cielo en santo triunfo, como el santo Conquistador.
Estudia, lector, la santidad de Jesús. Es una de las anclas de nuestra esperanza evangélica. Cristo tiene que ser santo como Dios es santo, de lo contrario no podría ser el Mediador entre Dios y los hombres. Él mismo necesitaría de la expiación si tan solo una sombra de una sombra de pecado se hallase en su Persona: tendría que salvarse a sí mismo. Y nosotros no podríamos ser salvos. Pero Cristo es todo-suficiente para redimirnos, porque es el Santo compañero del Padre.
Estúdialo también como el modelo del alma regenerada. Salvación implica conformidad a Su imagen. «El que tiene esta esperanza en él se purifica, como también él es limpio».
La luz es brillo. De hecho, ¿qué es el brillo sino el resplandor más claro de la luz? Cuando las nubes no ocultan el sol, el día es brillante. El panorama brilla cuando refleja los rayos del sol. Es brillante la esperanza libre de presagios sombríos. Así es Cristo. Él es el resplandor de la gloria de su Padre. Él encarna, como una constelación, todas las perfecciones divinas. Irradia el esplendor de los atributos de Dios. El tiempo más luminoso es aquel en que el Señor está más cerca. Y la página más brillante es aquella en que encontramos más de Cristo. El sermón más brillante es aquel en que se oye más acerca de Cristo. Y la vida luminosa es aquella en que más puede verse de Cristo.
La luz es hermosa. La belleza no puede prescindir de ella. Excluídla, y desaparecerá todo encanto; el sol se ensombrecerá y los colores se desvanecerán. «Eres el más hermoso de los hijos de los hombres … el único entre diez mil y todo tú perfecto». ¡Qué plenitud de belleza hay en esta persona que es Dios y hombre al mismo tiempo! ¡Qué armonía de gracia hay en esta obra que une a Dios con el hombre! ¡Qué encantos contienen estas preciosas Escrituras que muestran Su valor! Ver su variada excelencia es una antesala del cielo. Así como toda luz hermosa embellece, así Cristo engalana a todos aquellos sobre los cuales descienden sus fulgores. Hermosea a los humildes con la salvación.
La luz es libre. Las riquezas del rico no pueden adquirirla. El arte del artesano no puede aprisionarla. El trabajo del obrero no puede ganarla. La pobreza del pobre no le priva de ella. Adondequiera que llega lo hace volando sobre las alas de la libertad. No puede comprarse. Ilumina el palacio sin precio y llega hasta la choza graciosamente. Así es Cristo.
Pecador, ¿anhelas tú este precioso tesoro? Abre la puerta de tu corazón y es tuyo. «Venid, comprad vino y leche, sin dinero y sin precio». No pierdas el tiempo buscándole un precio. Los mismos ángeles comparados con él no son de ningún valor. Todos tus supuestos méritos no son más que defectos. Lo mejor que hay en ti es pecado, ¿y ofrecerás el pecado a Jesús? Reconoce tu miseria y acógete a la gracia. Llora tus tinieblas y Cristo te dará su luz.
Todos los que ven sus luminosos rayos concuerdan en su testimonio. Todos cantan que lo que tienen lo han recibido de pura gracia. Me amó porque quiso amarme, me llamó porque quiso llamarme, me bendijo porque quiso bendecirme, me salvó porque quiso salvarme, brilló en mi alma porque así le agradó. Cuando yo estaba en tinieblas, él dijo: «Sea la luz, y fue la luz», y la luz era él mismo.
La luz lo revela todo. Tan pronto como las tinieblas arrojan su manto, nos movemos inconscientemente entre enemigos y peligros. Abismos se abren a nuestros pies, y cada contacto nos tizna, pero aunque el enemigo mortal se dispusiera a atacarnos no nos daríamos cuenta. Si permitimos que la luz se apague, la ruina y la suciedad se nos echan encima. Pero cuando la luz sale, pone de manifiesto las tinieblas.
Así también Cristo. Por sus rayos detecta el pecado que hay en cada escondrijo de nuestro corazón. Y el mundo que tanto amamos es desenmascarado como un monstruo cuyo abrazo es concupiscencia, y cuya mano sostiene la copa de la muerte.
Lector, ¿disciernes la corrupción del pecado y del veneno que engañan al mundo? Si no los disciernes es que la luz no ha visitado tu conciencia. Cristo no está en tu corazón. El lamento que produce la fe tiene siempre una nota que confiesa: «He aquí, estoy sucio». Hay siempre en él este ruego: «Lávame, y seré más blanco que la nieve».
Pero del mismo modo que el sol es visto por la propia luz que él mismo proporciona, así Cristo, no solo revela los peligros, sino que se revela a sí mismo. Muestra su cruz, la gloriosa prueba de su amor sin límites. Nos abre los tesoros de su Palabra.
Entonces, profundos llamamientos, testimonios, promesas y dulces notas de consuelo y paz se convierten en vida brillante, como los fulgores de luz en una puesta de sol. Abre las cortinas de sus cielos y vemos a un Dios reconciliado con los hombres, al mismo tiempo que vislumbramos los destellos de Su gloria.
La luz es la madre de la fertilidad. Las regiones en que el sol apenas brilla son áridos desiertos. La vegetación languidece en las sombras, y los árboles se secan. Perpetuo invierno significa desolación perpetua. Pero observen el cambio cuando vuelve la luz. El jardín, la viña y los campos son pronto cubiertos de fragancia y abundante vegetación.
Así es Cristo. En su ausencia, el corazón se llena de maleza y hierbajos nocivos. Pero cuando sus fulgores vivifican, las semillas de la gracia fructifican y el árbol de la fe ofrece su fruto dorado.
La luz es el carruaje que transporta el calor, sin el cual el corazón se hiela y se hace tan duro como una roca. El suelo parecería de hierro si los cielos estuvieran siempre oscuros. Igualmente, los corazones sin Cristo son hielo. Pero cuando él entra se enciende una llama que ya nunca más puede morir. Arde el amor en cada cobijo del hombre interior. Es la chispa que irradia heroica en el ministro fiel y en el intrépido misionero. Ver y amar a Cristo da calor al corazón. Calor en el corazón es fuego en los labios. Y fuego en los labios es llama que prende en los oyentes. De este modo, muchas congregaciones endurecidas se derriten en corriente de santo celo.
La luz es asimismo heraldo del gozo. Egipto estuvo cubierto por las tinieblas durante tres días; falló la vista y cesó toda actividad. Tiempo sombrío aquel. En uno de los viajes más tempestuosos que efectuó el apóstol Pablo, ni el sol ni las estrellas aparecieron por muchos días. Fue un tiempo sombrío para el gran misionero.
Mientras Cristo no levante su semblante, no puede empezar la mañana feliz que no tendrá noche. La luz actual, sin embargo, no es más que la estrella de la mañana de la gloria venidera. Y allí, con nuevos cuerpos celestiales, vestidos de luz, los redimidos reposan en una ciudad de luz, «que no tiene necesidad de sol ni de luna para alumbrar, porque la gloria del Señor ilumina, y el Cordero es la luz allí».
Lector, ¿estás tú viajando de la luz a la luz? No te engañes. Hay la frágil vela de la razón; pero no conduce a ningún cielo. Hay las muchas luces falsas del error. Nos llevan a las rocas y a los pantanos de destrucción. Vanos meteoros relumbran desde muchos púlpitos y en muchos libros. ¡Ten cuidado! Hay un solo sol en el firmamento, como hay un solo Cristo en la Biblia – un Cristo y un Espíritu, un Cristo del Padre, un Cristo de los salvados.
Pregunto de nuevo: ¿Se han desvanecido tus tinieblas? Tu respuesta será afirmativa si puedes ver al Sol de Justicia y odias el pecado, crucificas la carne y pisoteas el mundo; si te gozas en sus fulgores y tienes sed de más conocimiento y de una senda más brillante. Pero quizás tú ames las tinieblas más que la luz, porque tus obras son malas. Piensa, sin embargo, cuán sombrío es el camino amplio de la perdición. Va directo al abismo, en donde solo hay oscuridad, y en donde solo se oye el llanto y el crujir de dientes. Párate por un momento y medita: ¿No quieres volver a «la luz verdadera»?
Creyente, contempla el lugar soleado de tu hogar. En tu gozo colmado recuerda que este jardín del Señor es un puesto de trabajo y no de ocio. Has recibido la luz para que brille y la pongas bien en alto. Tú eres luz para que otros puedan ser también luz por medio de ti. No digas: No soy yo quien puedo crear y dar luz. Cierto, pero es tu deber reflejar la luz. El planeta devuelve los rayos que recibe. El espejo devuelve la imagen. Tú no viste nada hasta que Cristo dijo: «Recibe la vista». No descanses hasta que su voz resuene en tu familia, en tu vecindario, en tu país y en el mundo entero.