…el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas…».
– Colosenses 1:13.
Cuando estamos en tinieblas, separados de la vida de Dios, estamos sometidos a un imperio, a un dominio de poder (Heb. 2:14-15). Quien gobierna este imperio es Satanás, y su combustible de esclavitud es el pecado.
Satanás es padre de pecado, porque el pecado procede de él (Jn. 8:44). Todo pecador es esclavo del pecado y esclavo de ese imperio: «Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquél que hace pecado, esclavo es del pecado» (Jn. 8:34). Este imperio reinó hasta Jesucristo: «Pues si por la trasgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia» (Rom. 5:17). El Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del diablo (1 Jn. 3:8). Él participó como nosotros de carne y sangre, y por su sacrificio nos libró de ese imperio. Él nos compró a alto precio: «Porque habéis sido comprados por precio…» (1ª Cor. 6:20).
Jesús nos rescató y anuló el acta de nuestras deudas, luego exhibió y venció a los principados y a las potestades,«anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:14-15).
Fuimos arrancados de manos del maligno, por el poder de Dios. El Señor arrebata de manos del maligno aquello que le pertenece, que él compró con su preciosa sangre (Apoc. 5:9). Dios nos viene a arrancar con mano fuerte de ese imperio de las tinieblas, y nos traslada al reino de su Hijo amado, «para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados» (Hch. 26:18).
El poder de liberación no pertenece al hombre, sino a Dios: «Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder» (Sal. 62:11). El hombre no tiene poder en sí mismo, ni aun con ayuda de otros para librarse del poder de las tinieblas. Sólo podrá ser libre si lo salva el Poderoso de Israel: «Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Jn. 8:36).
Nosotros, que fuimos arrancados con mano fuerte de esa potestad y trasladados al reino del Hijo, podemos ahora participar de Su poder para con los que aún están bajo ese imperio. La Palabra de la cruz es el poder de Dios. El medio por el cual Dios manifiesta su poder es la predicación: «Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios … Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación … Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1ª Cor. 1:18, 21, 24).
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