Entre los rasgos característicos de Dios están también el amor, la cruz, y la gracia de dar.
En el mensaje anterior mencioné cuatro rasgos distintivos de la imagen de Dios. Esta mañana quiero destacar otro, que muestra tres cosas vinculadas entre sí: el amor, la cruz y la gracia de dar.
El amor
El amor es el rasgo más distintivo de la imagen de Dios. Juan nos dice: “Dios es amor”. En estos días se nos ha enseñado cómo el Señor Jesucristo vino a plasmar la imagen de Dios en los Doce, cuando aún no había ministerio, ni había apostolado. Solamente había una relación entre Cristo y sus apóstoles. Y era una relación de amor. Ellos empezaron a palpar, a ver, de una manera muy objetiva y práctica –muy didáctica, además– cómo el Señor Jesucristo revelaba la imagen de Dios con ternura, con amor, con mansedumbre.
Ellos vieron a Cristo amar intensamente a su Padre. Y escucharon uno de los últimos consejos, en el capítulo 15 de Juan, cuando Jesús se despide de ellos: “Permanezcan en mi amor, así como yo he permanecido en el amor de mi Padre.” Y es que si había algo que sostuvo humanamente a Jesús en su paso por la tierra, fue recordar aquel eterno amor con que el Padre le había amado. ¡Cómo olvidarse de ese amor! ¡Cómo traicionar ese amor! ¡Cómo ser infiel a ese eterno amor!
Cristo había vivido en una relación de mutualidad con su Padre, y eternamente había gustado lo delicioso que era el amor de su Padre. Con su Padre habían planificado y habían hecho todas las cosas. Aun su muerte había sido planificada con el Padre y con el Espíritu Santo. Cristo murió, no por casualidad, no porque lo obligaron a morir: su muerte obedeció a un anticipado y determinado consejo de Dios. El dijo: “Nadie me quita la vida, yo la pongo, y tengo poder para volverla a tomar”. El Señor no actuó por sí mismo en la resurrección (habiendo podido hacerlo), sino que esperó el tiempo señalado por el Padre: al tercer día resucitó. El Hijo de Dios no se levantó por sí solo, sino que el Padre, mediante el Espíritu Eterno, lo levantó de entre los muertos. ¡Aleluya!
A Jesús lo sostuvo el amor del Padre. Cómo no vivir por ese amor, cómo no recordarlo en medio de las tentaciones que tuvo y de las crisis de su alma (porque él sintió la vida humana como todos nosotros … la única diferencia entre él y nosotros es que en él no había pecado, pero él sintió la humanidad nuestra con todas sus contingencias, con el hambre y con el cansancio, con la soledad y con el dolor por la traición sufrida). Los discípulos vieron a Jesús relacionarse con su Padre. Depender de su Padre. Orar a su Padre. Escuchar a su Padre. Estar a solas con su Padre. Deleitarse en tomar contacto con el Cielo.
Un día Jesús llevó a tres de ellos a un monte. Y como si se hubiera abierto una ventana, una puerta entre el cielo y la tierra, Cristo fue transfigurado a la vista de esos discípulos. Ellos vieron la gloria de Dios. De eso daba testimonio Juan, que lo que contemplaron sus ojos, lo que palparon sus manos tocante al Verbo de vida, eso lo habían visto. Ellos tuvieron una gran revelación de Jesucristo, y de la comunión que tenía el Señor Jesús con su Padre. En ese instante se oyó por segunda vez la voz desde el cielo que dijo: “Este es mi Hijo amado; en él tengo contentamiento, a él oíd.” ¡Qué revelación más profunda de la imagen de Dios! Una revelación plena, llena de la gloria de Dios.
La imagen de Dios, según hemos dicho en estos días, no es una silueta, sino que es un estilo de vida. Una imagen que se caracteriza por la interdependencia, por la mutualidad, por la sujeción del uno al otro. Pero toda esta multiplicidad de relaciones están vinculadas por el amor. Y es esto lo que el Señor Jesucristo vino a traer. Y resumió toda su enseñanza y sus demandas, y toda la ley de Moisés en dos mandamientos: el amor a Dios y el amor al prójimo. Porque en esto se resume toda la ley y los profetas.
La cruz
El amor se relaciona con la cruz. “Porque de tal manera amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. Es por amor que Cristo descendió del cielo. Es por amor que el Padre nos dio a su Hijo. El amor lo movió a probar la cruz en el Gólgota. El amor movió al Padre a entregar al Hijo por nosotros. Y el amor por nosotros movió al Hijo para dar su vida en rescate de los pecadores. El amor llevó la implicancia de la cruz, la entrega y el sacrificio.
Dios es amor, y su amor permitió que él pudiera pagar este alto precio para rescatar nuestras vidas. Y entonces viene como fruto este otro rasgo distintivo de la imagen de Dios, que es el dar. Por amor sufre la cruz, por amor se niega, por amor lo entrega todo, y entonces ahí está el fruto del amor que es el dar. Detrás de todo acto de dar está la cruz, y detrás de la cruz está el amor.
El amor implica la cruz y la cruz implica el dar. Todo está muy interrelacionado. Es el rasgo distintivo de Dios. Es su estilo de vida, y de esto aprendemos que la cruz es algo que ha estado eternamente en el corazón de Dios. Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han vivido eternamente de esta forma.
El Padre compartía primero con el Hijo, del Padre eran todas las cosas. Y cuando el Padre fue ofendido en su autoridad y en su gloria por aquél ángel principal que se reveló contra Dios y que creó un caos en el reino de los cielos, el Padre, en una actitud ejemplar, no se vindica a sí mismo, teniendo toda la autoridad para hacerlo, sino encarga al Hijo la obra de juzgar al diablo, y de juzgar el pecado de la humanidad. Y en la cruz el Señor Jesucristo hace un juicio, representando la voluntad del Padre ofendido en su autoridad y en su santidad. El Hijo de Dios reivindica la autoridad del Padre.
El Padre no lo hace por sí solo. El Padre envía al Hijo. El Hijo obedece al Padre. El Hijo se somete al Padre, y la demostración más grande de la cruz en él, es que en el momento más importante, en que tenía que definirse la entrega de su vida en la cruz más espantosa y dolorosa, y de la manera más vil, ignominiosa y vergonzosa, el Señor Jesucristo dice: “Padre, si quieres (apelando a la voluntad del Padre), pasa de mí esta copa, pero que no sea como yo quiero, sino como tú quieres.” Y el Padre lo confirmó en el corazón del Hijo. El Hijo tal vez recordó aquel instante de la eternidad, antes que las cosas fueran creadas, cuando en esa reunión del consejo eterno de la Deidad, se aprobó el acuerdo, y alguien preguntó: ¿Quién irá por nosotros? Y el Hijo dijo: “Heme aquí, envíame a mí”.
La obediencia fue probada
Pero esa obediencia, ese “Heme aquí” fue probado. El Hijo nunca había tenido una humanidad, y en su humanidad estaba siendo probada la obediencia a través de padecimientos. Y llegó el momento culminante de demostrar su capacidad de obediencia … ¡como hombre! ¡Aleluya! Porque Jesús obedeció hasta la muerte y muerte de cruz. El Hijo se inclinó ante la cruz. El Hijo vio los horrores, los espantos. Las profecías hablaban de los dolores, del varón de dolores, del experimentado en quebrantos, del momento cuando le serían arrancados los pelos de la barba.
Cuando el Hijo enfrentó la cruz sufrió los dolores como sufriría cualquier ser humano. Por la sensibilidad del bendito Hijo de Dios, nos parece que murió anticipadamente. Fue crucificado al mediodía, y horas más tarde había expirado. No pudo soportar el dolor. No pudo soportar las burlas por más tiempo. Si lo midiéramos en términos científicos, y médicos, el corazón humano de Jesús, reventó de impresión. Su sangre fue derramada, su costado herido por la lanza derramó aquella sangre. Se vació de su sangre. Fue horrorosa la cruz. Fue por ti y fue por mí. ¡Bendita cruz! ¡Bendita obediencia! ¡Bendito acto de amor, sublime amor! ¡No hay amor más grande que el de Aquel que descendió del cielo, dejando su trono de gloria y pagó este alto precio! ¡Oh, qué precio! Derramó su vida por ti y por mí. En esa cruz quedaron solucionados todos los problemas. Toda la rebelión, toda la desobediencia, todas las consecuencias de la caída, toda la desgracia, toda la muerte, quedó solucionada en la cruz. ¡Cristo venció! ¡Aleluya!
Pero la cruz del Gólgota, cruz histórica, cruz real, palpable, que la vieron millares de ojos, es sólo una expresión de la imagen de Dios, del carácter de Dios, del estilo de vida de la Deidad. Eternamente ellos vivieron en la cruz. ¿Qué hubiera pasado si Jesús no hubiera querido obedecer al Padre? ¿Qué hubiera pasado si el Señor Jesús, en algún momento de la eternidad pasada, hubiera querido actuar por sí solo? … Dios ya no sería uno. Dios estaría dividido. Pero lo que ha permitido que Dios siguiera siendo uno es la cruz. Porque han tenido la capacidad de negarse a sí mismos, y el Padre lo ha demostrado de la manera más tremenda, más gráfica y más palpable. La cruz del Gólgota es el hecho histórico en que Dios nos demostró su amor. A través de la cruz histórica, la cruz visible, nos muestra la cruz espiritual, la cruz de su carácter, de su vida, de su imagen. Eternamente la cruz ha estado en él, y eternamente lo estará. Y por eso la cruz tiene que ser aplicada a nuestras vidas.
Nuestra experiencia
En el pasado nosotros dimos muchos mensajes de la cruz, pero aun conociendo la doctrina de la cruz, no la habíamos experimentado como en los últimos años. ¿Cuántos de nosotros al momento de enfrentar la cruz quisimos soslayarla? Y en eso no fuimos dignos. ¿Cuántos, enfrentándose a la cruz, tuvieron una alternativa, un vaso de vinagre mezclado con hiel para calmar el dolor? ¿Cuántos de nosotros, al enfrentar la cruz nos hemos ‘drogado’ con alguna alternativa que nos dé alguna gratificación para que la cruz no sea tan dolorosa?
No sé si estamos tan conscientes de cuán necesaria es la cruz para nuestra vida natural, para nuestro viejo hombre, para la herencia pecaminosa carnal, para esa vana manera de vivir que recibimos de nuestros padres. No sé qué tan conscientes estamos de lo malos que somos por dentro, de lo perverso que somos, de la inclinación natural que tenemos a hacer lo malo.
No sé cuántos de nosotros habremos llegado a decir: “¡Miserable de mí!” No sé cuántos de nosotros tendremos una buena opinión de nosotros todavía: “Yo no soy tan malo. Yo nací en un hogar cristiano”. Qué bueno los que nacieron en un hogar cristiano y nunca han pecado con esos pecados groseros. Pero hay tantos que todavía, teniendo esa vida formal en un hogar cristiano, no conocen la cruz: están llenos de justicia propia. Piensan que porque no han probado el mundo ellos son mejores que otros. ¡Cuántos tendrán una justicia propia! ¡Oh, que nos libre el Señor! Que sepamos que de la mollera hasta la planta de los pies todo en nosotros es hinchazón y podrida llaga. Que nuestra justicia, lo mejor de nuestros actos, es como trapos inmundos en la presencia de Dios. Que no somos justos en nosotros mismos, que nada bueno hay en nosotros. Que el pecado, el mal, está en nosotros. Que del todo somos pecadores.
Pero gracias a Dios que nos ha justificado de nuestros pecados y ha puesto dentro de nosotros la santa vida de su Hijo, que nos mora, y ahora no tenemos ninguna gloria en nosotros mismos. Ahora sabemos de la circuncisión hecha en la carne. No en la carne humana, sino en la carne que es nuestra humanidad. Fuimos circuncidados. Dios echó nuestro cuerpo pecaminoso carnal en la circuncisión de Cristo. Hemos sido crucificados juntamente con Cristo. ¿Cuántos saben que el día que Cristo murió ellos también murieron? ¿Que están muertos como estuvo Cristo? Lo estuvimos nosotros en la muerte conjunta con Cristo, que fuimos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo. Y que ahora la vida que estamos gozando es la vida de resurrección, es la vida del hombre nuevo, es la vida de Cristo en nosotros. Que no es una vida particular tuya y mía, sino que es una vida que está manifestada en el cuerpo de Cristo.
La gracia de dar
El amor de Dios y la cruz de Cristo producen en nosotros la gracia de dar. Cuando hemos conocido el amor de Dios, y cuando hemos conocido la cruz, no nos cuesta dar, porque una vez que pruebas la cruz, ya tu vida está rendida. Ahora eres de Cristo. Ahora Cristo está en ti. Ahora tú no te mandas solo. Ahora el reino de Dios está entre nosotros. Ahora la autoridad de Dios y de su Cristo han venido a nosotros. Y el reino de Dios nos está regulando.
Las ofrendas están en el Nuevo Testamento, y están en el Antiguo Testamento graficadas con el culto hebreo, con el sistema de sacrificios de animales. Ofrendar en el Antiguo Testamento tenía un costo. Había que rendir un animal, no cualquier animal, sino el mejor, y ofrecerlo a Dios. En el acto de ofrendar estaba implícita la cruz, porque había que sacrificar. Al mismo tiempo de dar había que sacrificar.
Creo que nosotros estamos viviendo días de renovación, días de purificación, días de restauración. Entonces estamos viendo que es fácil dar hoy día, porque todos nos estamos rindiendo, todos estamos tomando la cruz, todos estamos aceptando que para venir a Dios y adorarlo, hay que entregarlo todo, hay que rendirlo todo. Y a la hora de ofrendar, la Escritura nos enseña primero a ofrendarnos nosotros a Dios.
Ofrendándose primero a sí mismos
En Romanos aparece esa palabra que todos conocemos: “Así que, hermanos, os ruego que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” (Romanos 12:1-2)
En esta palabra se nos invita a venir al altar de Dios, a venir a la cruz, se nos invita a rendirlo todo en el altar, a ofrecer nuestros cuerpos en sacrificio vivo. Porque no sirve mucho que un hermano que vive en pecado ofrende a Dios. No sirve que un hombre traiga una ofrenda a Dios si su vida no está consagrada. Podría este hombre pensar que está comprando un beneficio, que está comprando la paz, el perdón. Que está comprando la bondad de Dios para él. Si así fuera, Dios quedaría en deuda con él. Pero Dios no quiere quedar en deuda con nadie.
El rasgo distintivo de Dios es el amor, y toda acción que se haga tiene que ser por amor. Los que dan a Dios, lo dan de corazón, porque entienden que en ese acto de dar hay un acto de adoración.
Para ofrendar, primeramente tenemos que darnos nosotros. Rindámosle la mente al Señor. Rindámosle el corazón, los ojos, los oídos, los pies, las manos, traigamos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios.
Cuando tú te quedas con tus ojos y no se los rindes a Dios, caerás en la lascivia. Cuando tú te quedas con tus manos y no se las rindes a Dios, tocarás lo ajeno. Cuando tú no le entregas los pies a Dios, entonces tú caminarás por caminos que no son los caminos de Dios. Pero si traemos todo nuestro ser rendido al altar de Dios, entonces habrá una experiencia, la renovación de nuestro entendimiento, la comprensión de lo que es agradable y perfecto según Dios, y no según nuestra mente. Y entonces ya no viviremos conforme a la corriente de este mundo, sino que nos adaptaremos al reino de Dios, a sus principios, a su Palabra, y viviremos por la voluntad de Dios. ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios!
Por qué Dios nos pide que demos
¿Comprendemos que el amor implica la cruz, y que la cruz implica el dar? ¿Que el uno sigue al otro? ¿Qué están interrelacionados, y que en todo acto de dar está detrás el amor y está la cruz, está la entrega? Que Dios nos bendiga, hermanos. Que Dios nos abra el entendimiento. Que Dios llene el corazón nuestro de bondad. Que nos haga crecer en la gracia de dar. Que todos nosotros podamos aumentar nuestras dádivas para la obra de Dios. Dios nos elevó a la comunión con él y nos hace partícipes de sus obras. Tal vez ese sea el más grande sentido de que Dios nos pide a nosotros que demos. Nos quiere enseñar cómo vive él. Nos quiere plasmar su imagen. Quiere que seamos como él es.
¿Usted quiere ser como Dios es? ¿Quiere parecerse al Padre? ¿Quiere parecerse al Hijo? ¿Quieres ser como es Dios? Entonces tenemos que caminar por esta senda. Tenemos que caminar en amor. Toda esta multiplicidad de relaciones está impregnada del amor. Dice que el amor es el vínculo perfecto. ¿Qué es un vínculo? Un vínculo es un lazo que aprieta, que sujeta, que afirma. El vínculo perfecto para esta multiplicidad de relaciones de dar, de recibir, de soportar, de sobrellevar, el vínculo perfecto es el amor. ¡Aleluya!