Lecturas: Salmo 103:3-4; Lucas 23:33-34; Mateo 6:12, 14; 18:21-22, 34-35; Lucas 6:28, 37; 17:3-4; Efesios 4:32.
Ciertamente Dios no ha cesado de hablar a su pueblo. Por su gracia podemos comprender hacia dónde quiere llevarnos hoy el Espíritu Santo, luego de hablarnos de que nada podemos hacer por nosotros mismos, de la misma manera como el Hijo nada hizo por sí mismo. Él se negó absolutamente a decir o a actuar por su propia cuenta. Todo lo hizo dependiendo completamente del Padre, porque había una intención en el corazón del Hijo cuando vino a este mundo: darnos a conocer completamente al Padre.
En estos días, el Señor nos ha detenido en el capítulo 14 de Juan, para que hagamos conciencia de lo que significa el Padre morando y expresándose a través del Hijo. Esto concuerda con su oración en Juan capítulo 17: «He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste…».
Ahora bien, de la misma manera como el Padre se expresó a través del Hijo, también el Hijo quiere expresarse hoy a través de nosotros. ¡Bendito sea el Señor!
También el Señor, en un momento, dijo: «Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste» (Juan 17:23). ¿De qué manera iba a ser manifestada la gloria de Dios ahora, a través de los discípulos? Cuando él estuvo en la tierra, la gloria de Dios fue manifestada libre y ampliamente, sin restricción; el Padre fue dado a conocer, hasta el punto cuando Felipe le dice al Señor: «Muéstranos el Padre, y nos basta». Y el Padre mismo habló a través del Hijo: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?» (Juan 14:8-9).
Hoy día, el Señor nos está despertando a esa conciencia de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en nosotros (Juan 14: 23). ¡Todo el potencial de la vida divina habitando en nosotros, hermanos! Estas palabras confirman el bendito tesoro que ha sido puesto en nuestro espíritu: «Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder…»(2ª Ped. 1:3).
Muchos pasajes de las Escrituras confirman esta gloriosa realidad que tenemos. Ya se nos decía que el fracaso nuestro consiste en que no sabemos cómo expresarla, y que también hay obstáculos en nosotros que impiden que la vida divina se exprese libremente. Ayer se mencionaron algunas de aquellas cosas.
Falta de perdón
Hoy abordaremos de manera específica algo que obstruye penosamente la libre expresión de la vida del Señor en nosotros, y esla falta de perdón; es decir, esa falta de capacidad para soportar agravios y sufrir las ofensas. Nos ‘atamos’ a nosotros mismos, cuando no perdonamos a los que nos ofenden.
Por esta razón es que leímos varias expresiones de las Escrituras, partiendo del ejemplo del Señor mismo. Primero, declarando en el Antiguo Testamento, que Dios nos ha perdonado a nosotros. Él es el que perdonó nuestras iniquidades, nuestros pecados, y cuando Dios perdonó, se olvidó para siempre de ellos. Eso es algo totalmente inherente a Dios, es algo que Dios hace.
¡Bendito es el Señor! Él perdonó nuestras iniquidades, y también es el que ha sanado nuestras enfermedades. Él no se preocupa sólo de perdonarnos, sino también de sanarnos; porque, si estamos sanos, entonces, la vida de Dios se manifestará libremente a través de nosotros. Y la sanidad de que habla esa palabra no es sólo la sanidad del cuerpo, sino la sanidad del alma.
Cuando el Señor Jesús sufría el escarnio de la cruz, en el momento del mayor desprecio y abandono, él pudo exclamar: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Admirable perdón en beneficio de sus enemigos, y de quienes, en ignorancia, le hirieron.
Él estaba ignorando absolutamente todas aquellas cosas. En contraste con el odio de la soldadesca infame y violenta, en el corazón del Señor sólo había bien y bendición. Él padeció, y cuando lo maldecían, no respondía con maldición. ¡Bendito es el Señor! Eso es algo inherente a él. El hombre no puede hacer eso. La naturaleza del hombre le impide amar, perdonar las ofensas, bendecir a los enemigos y a quienes le maldicen. El hombre, por sí mismo, no puede hacer estas cosas; si no lo hace el Señor, por su Espíritu, a través de nosotros, es imposible que nosotros podamos llenar esa medida.
Perdón inmediato
Entonces, hermanos, desde el punto de vista humano, cada vez que recibimos una herida, cada vez que recibimos una ofensa, nosotros, por causa de la Palabra, pronunciamos un ‘perdón inmediato’. Queremos ser obedientes al Señor, por cuanto él nos dice que, si no perdonamos a los que nos ofenden, tampoco nuestro Padre celestial nos perdonará. Entonces, estamos puestos en estrecho: el Espíritu Santo nos señala que debemos perdonar.
Y así, no podemos menos que perdonar a los que nos han ofendido. Como resultado de eso, nosotros pronunciamos un perdón ‘oficial’. Y, después de forcejear un poco con el Señor, finalmente decimos: ‘Señor, no tengo otra salida; así como tú me perdonaste, yo perdono a tal persona que me ofendió’. Y lo declaramos.
¡Como nos gustaría que con esa sola declaración, todo estuviese ya solucionado. Pero lamentablemente, por la condición de nuestra alma, el perdón, para nosotros, se transforma en un proceso. No es algo automático.
Nuestra alma suele llenarse de argumentos cuando tenemos que perdonar a alguien que nos ha ofendido, y se nos dificulta grandemente cumplir con estas demandas de nuestro Señor.
Y así, una vez mas, olvidamos completamente que esto no es algo que podamos hacer en nuestras fuerzas. Hermanos, absolutamente nada podemos hacer separados del Señor. Como toda expresión práctica de la genuina fe, no podemos vivirla separados de Cristo. Tiene que ser él en nosotros.
Cristo en nosotros
Cristo en nosotros es la esperanza de gloria. No sólo para cuando estemos en su presencia, sino ahora mismo, él es nuestra vida. Y a tal vida, eterna, poderosa, somos llamados a echar mano (1a Tim. 6:12). A él tenemos que volvernos, ¡y no tenemos que ir a buscarlo fuera de nosotros! ¡Gloria al Señor por su preciosa obra dentro de nosotros!
Este desafío está firmemente basado en la obra de nuestro Dios: ya vino desde el cielo el Salvador del mundo, ya murió por nosotros en la cruz. La Roca fue herida, y brotó agua, vida abundante, para todos nosotros, para que echemos mano de ella en cada momento y en cada necesidad.
Entonces, no tenemos que ir arriba o ir abajo para buscar al Señor. Tenemos que volvernos hacia nuestro interior, donde el Señor ha venido a habitar por el Espíritu Santo. Tenemos que echar mano de la vida eterna. ¿Y dónde está la vida eterna morando ahora? En nuestro espíritu. Echamos mano a lo que está adentro, del buen tesoro del corazón, como el hombre sabio. ‘Señor, yo no puedo perdonar; yo no puedo hacerlo. Es tan duro para mí esto; es tan grave, me ha afectado tanto. Señor, no puedo’. Y entonces, el Señor viene en nuestro auxilio, en nuestra defensa. ¡Gracias Señor!
Un proceso negativo
Hay cosas que ocurren cuando estamos en ese proceso de no poder perdonar, o cuando simplemente somos heridos o afectados de alguna manera. Un proceso negativo está en curso y comienza con la falta de perdón. El corazón se comienza a endurecer; esperamos que se nos haga justicia a causa del daño recibido. Pero, hermanos, ¿qué produce eso en nosotros? A esa falta de perdón se suma el rencor y así, sin darnos cuenta, terminamos con heridas emocionales. Estas nos afectan a nosotros mismos en nuestro fuero más íntimo, no nos dejan relacionarnos correctamente con los demás, y terminamos aislados. Lo que ocurre es como toda una escala descendente.
Finalmente, estas heridas y estos dolores del alma, se infectan, y sobreviene la amargura. Y la Escritura nos habla claramente acerca de las raíces de amargura: «…Mirad bien, no sea que… brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados…» (Heb. 12: 15).
«Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad…» (Heb. 3:12). Fíjese que, con la falta de perdón, se puede caer en la incredulidad; con la falta de perdón, podemos abandonar la fe o debilitarnos en la fe. ¡Cuán tremendo es, hermanos, no perdonar a los que nos ofenden! Las raíces de amargura estorban, pueden contaminar a toda la iglesia, pueden afectar todas las relaciones entre hermanos y llegar a contaminar el servicio en la casa de Dios.
Tenacidad versus cordura
Leamos Proverbios 18:19 y luego Proverbios 19:11. Aquí hay un contraste muy grande, dos actitudes que podemos tomar en un momento determinado, y también las consecuencias de ello.
«El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte, y las contiendas de los hermanos son como cerrojos de alcázar». ¡Mire qué tremenda es la advertencia, hermano! ¿Qué nos dice ella? Que, cuando una persona está ofendida, puede cerrar a tal punto su corazón, puede ser tan tenaz en persistir en no querer perdonar la ofensa, que puede llegar a ser como una ciudad fuerte, una ciudad amurallada, llegar a ser como los cerrojos de las puertas de esa ciudad. Así suele ser el corazón de uno que ha sido ofendido.
Pero veamos la otra parte. «La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa» (Prov. 19:11). Nosotros podemos escoger cerrar el corazón y llegar a ser como una ciudad amurallada; podemos negarnos absolutamente a perdonar, y recordar una y otra vez la ofensa, y mantenernos ahí, con el cerrojo puesto. Pero, por otro lado, aferrándonos del Señor, echando mano a la vida eterna, tenemos la gran bendición de decidir en nuestro corazón: ‘Señor, yo quiero perdonar la ofensa, no importa de qué grado haya sido; primero, porque tú me perdonaste, y segundo, porque si yo no perdono, tampoco tú perdonarás mis ofensas’. Entonces, al triunfar la vida de Cristo en mí, puedo tomar esta determinación, y vivir la honra de pasar por alto la ofensa.
El apóstol Pablo también hablaba de esto: «¿Por qué no sufrís más bien el agravio? ¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados?» (1ª Cor. 6:7). Ahora, ¿cuál es la razón? Lo complicada que es nuestra alma. En el perdón, en el proceso del perdón, está involucrada toda nuestra alma: la mente, los sentimientos y la voluntad. Todo resulta convulsionado a causa de esta falta de perdón. Pero también, en el ejercitar el perdón, todo nuestro ser debe participar. No sólo mentalmente, sino también en las emociones y finalmente en la actitud resuelta, la voluntad de perdonar.
El fruto del perdón
Ahora, veamos los resultados, el fruto del perdón. Hechos capítulo 7. Al mencionar este pasaje, ustedes ya recordarán a Esteban: «Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios. Entonces ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron a una contra él. Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo. Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió» (Hech. 7:54-60).
¿Será posible, hermanos, para un discípulo del Señor, tener esta honra, esta gloria que tuvo Esteban, semejante a la actitud santa que tuvo el Señor, de perdonar a quienes le menospreciaron, le vituperaron y finalmente le mataron? ¿Podremos nosotros participar de esta honra, como decía Proverbios 19:11? El Señor quiere hacernos partícipes de esto, hermanos. ¡Gloria al Señor! Porque de esta manera, nosotros, perdonando, somos beneficiados.
El primero en ser bendecido es el que pronuncia el perdón. Somos nosotros mismos. Luego, Dios mismo es glorificado cuando nosotros perdonamos a los que nos ofenden. En esto, como en todas las expresiones de la vida del Señor en nosotros, es glorificado el Padre. Cada vez que el Hijo actúa en nosotros, que alguno de los rasgos de Cristo se hacen manifiestos en ti y en mí, el Padre es glorificado.
Pero la mayor bendición al perdonar es para nosotros mismos, porque son desatadas las cadenas, somos libres de la amargura, vuelve el gozo al corazón, vuelve la alegría de servir; podemos servir libremente al Señor, y nuestro caminar se hace liviano.
La necesidad de perdonar
Pero, ¿por qué estamos compartiendo estas palabras, hermanos? Porque creemos que una de las cosas que más fácilmente puede ocurrir en la iglesia, en la relación entre hermanos, es que nos ofendamos unos a otros, y por eso necesitamos, constantemente, perdonarnos y sanarnos también unos a otros.
«Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió». Ahora, notemos que la única manera de que nosotros podamos poner en práctica esto, vivir esto, es que estemos llenos del Espíritu Santo. Esteban estaba lleno del Espíritu. ¿Y qué significa un creyente lleno del Espíritu Santo? Significa que todo Cristo está siendo manifestado a través de él, que ese cristiano ha aprendido a negarse por completo. Su alma se restringe, de tal manera que lo que predomina en él es la vida del Espíritu.
¿Cómo podemos nosotros, entonces, perdonar, o poner en práctica esto, hermanos? No por la fuerza o la vida del alma; no por las características del alma, que siempre, como veíamos, pedirá respuestas, exigirá explicaciones, y por la dureza de nuestra alma vamos a vivir un largo y fatigoso proceso.
Hermanos, creo que redundar más acerca de estas cosas no es necesario. Creo que el mensaje ha sido completamente entendido. Este mensaje es una enseñanza; pero, hermano, qué bendición hay si nosotros nos dejamos ministrar por el Señor. Quizás haya alguno leyendo este mensaje, que ha estado trabado por años, y esta palabra es una ayuda de parte del Señor, es como lo que el Señor hizo con Lázaro.
El Señor resucitó a Lázaro, le dio vida. A nosotros, también el Señor nos ha dado vida. Nosotros somos nuevas criaturas; hemos nacido de nuevo. Lázaro es una ilustración de que el Señor ya nos sacó del punto donde estábamos, muertos en delitos y pecados, y nos ha dado vida.
Pero, recuerden que cuando resucitó a Lázaro, no hizo el Señor todo el trabajo. ¡Mire qué extraño suena esto! Dejó una parte para que nosotros la ejerciéramos, porque él quería manifestar su gloria a través de los discípulos. Él hizo el milagro. Pero después, cuando llamó a Lázaro, ¿qué les dijo a los discípulos? «Desatadle, y dejadle ir» (Juan 11:44).
¿Qué nos está diciendo el Señor hoy día? Si hay alguien que tiene atado a algún hermano; si no has podido perdonar, si hasta el día de hoy guardas rencor en tu corazón, y has ido bajando en esa deprimente escala, hay una solución para ti. Tú puedes salir de ese hoyo, puedes salir de ese problema. Desatando y dejando ir a aquel que te ofendió, tú mismo serás libre y dejarás despejado el camino para que el ofensor sea perdonado y aun bendecido por el Señor. El Señor sabe cómo tratar con cada uno; es él quien trata con sus siervos.
El perdonado debe perdonar
También mencionamos unos versículos en Mateo capítulo 18, cuando el Señor pone el ejemplo de un siervo que le debía diez mil talentos a su señor. ¿Recuerdan? Entonces, él le dice que no tiene cómo pagarle, y su señor ordena venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces, él le ruega a su señor, y éste movido a misericordia, le perdonó la deuda y lo dejó libre.
Ese siervo al que el señor le perdonó mucho, salió afuera. Se encontró con otro siervo que le debía cien denarios. Ahí está la enseñanza del Señor, también, cuando Pedro le pregunta: «Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete» (Mateo 18:21-22). Setenta veces siete; eso significa siempre.
Los diez mil talentos significan que ni la vida entera alcanza para pagar. Tal es el perdón que el Señor ha ofrecido a cada uno de nosotros. Entonces, aquel siervo encontró al que le debía cien denarios, y lo tomó del cuello: «Págame lo que me debes». No fue capaz de perdonar a su hermano, y el comentario llegó a oídos de su amo, quien a su vez lo entregó a los verdugos. Vino el juicio, advertencia para nosotros, a causa de su falta de perdón.
Que el Señor nos socorra y nos libre a nosotros, para no caer en esa disciplina, en esos juicios de su mano; porque si nosotros no perdonamos, caeremos en las manos del Señor, y allí las cosas son de otra manera. Comencemos declarando perdón de corazón para aquellos que nos han ofendido, y confiemos que, por el poder del Espíritu Santo, este proceso se va a completar. Va a llegar el día en que te sentirás completa y absolutamente libre y sano para servir al Señor. Amén..
Pedro AlarcónSíntesis de un mensaje compartido en Temuco en Julio de 2010.