Al finalizar la creación original, como culminación de ella, Dios creó al hombre. De todo lo creado, el hombre fue lo más importante. Sin embargo, a poco andar, éste cayó; el pecado entró por él en el mundo, y por el pecado, la muerte. Así, la obra maestra de Dios se desvirtuó. Cuando el hombre cayó, hubo un desarrollo distorsionado de su personalidad. Su alma adquirió ribetes desproporcionados; su espíritu murió, y desde ahí en adelante, el hombre fue un ser que vive por su alma.
Pese a eso, el hombre es el rey de la creación; en especial, para el científico o el humanista, que aún se deslumbran por la perfección de su ser, por el increíble potencial de su mente. El hombre se asombra del hombre, especialmente de aquel que alcanza un desarrollo mayor de su potencial humano. ¿Quién no se asombra ante la capacidad de un científico como Einstein o de un músico como Beethoven? En ellos, la capacidad humana luce en todo su esplendor.
Sin embargo, para Dios, el hombre no es lo máximo; es decir, no es la gloria de su creación. El hombre, sumido en el pecado, esclavizado por el diablo, enemigo de Dios, ha perdido la gloria de Dios, para sumirse en la condenación.
Cuando Cristo murió en la cruz, el viejo hombre, Adán, con su gloria decadente, fue juzgado. Por eso, la Escritura llama a Cristo «el postrer Adán». Con él se cerró una creación vieja, pecaminosa, distorsionada. Pero cuando el Señor Jesús resucitó, surgió una nueva creación, un nuevo hombre, incontaminado, perfecto, celestial. La muerte de Cristo acabó con lo viejo; en tanto su resurrección introdujo lo nuevo.
La Biblia dice que, en la cruz, el Señor Jesús «creó en sí mismo» un nuevo hombre (Ef. 2:15). El anterior fue creado por Dios con sus manos, al tomar el barro y modelarlo. El nuevo, en cambio fue creado «en sí mismo», en Cristo, como un hijo es formado en el vientre de su madre. El anterior fue creado externamente; el nuevo hombre, en el interior de Cristo, tal como Eva fue creada de Adán – en esa preciosa figura de Cristo y la iglesia.
El nuevo hombre es infinitamente superior al antiguo. El primero fue hecho un ser individual; el segundo es un ser colectivo, compuesto por muchos hombres y mujeres que han venido a ser uno solo en Cristo y con Cristo. La gloria de Dios en el segundo hombre consiste en hacer de los muchos –muchas voluntades, inteligencias y sentires– uno solo.
¿Cómo es posible que los muchos vengan a ser uno solo? Esa es la maravilla de la obra de la cruz. La cruz objetiva –de Cristo, en la cual nos incluyó– y la cruz subjetiva aplicada a cada hijo de Dios, en la cual cada uno es quebrantado en su individualismo, para venir a ser uno con todos los hijos de Dios.
Cuando todas las cosas dejen de ser –los cielos y la tierra pasarán, con toda la gloria del viejo hombre– entonces quedará una sola cosa en pie: Cristo y la iglesia, este nuevo hombre, el hombre celestial, un solo ser, una sola mente, un solo sentir. ¡Alabado sea el Señor por ésta, su obra maestra!
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