En Romanos 4 se cita a Abraham a propósito de la justificación por la fe, y se cita la memorable frase de Génesis 15:6:«Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia». Este es el ejemplo de justificación por excelencia. Pero luego –y esto es muy interesante– se vuelve a citar tres veces esta frase en el mismo capítulo, para contextualizarla, con sendos aspectos muy aclaradores.
El primero, refuerza la idea de que la justicia la recibe el que cree, no el que obra. Está en el versículo 5, y dice: «Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia». Es preciso enfatizar esta idea, pues parece tan fuera de razón a aquel que la escucha por primera vez.
El sentido de la recompensa está tan arraigado al corazón humano, que sin pensarlo lo atribuimos a Dios igualmente. Si no hacemos algo, no merecemos recibir; por tanto, quien no hace no recibe. Pero aquí tenemos una lógica distinta, que no puede menos que espantar al hombre, pues le quiebra su esquema mental de recompensas.
El segundo nos muestra en qué condición estaba Abraham cuando recibió la justificación por la fe: era un incircunciso (v. 10). La circuncisión vino después, como señal de la justicia que él había recibido estando en la incircuncisión. Es proverbial el aborrecimiento de los israelitas hacia los incircuncisos; pero ellos olvidaban que su ancestro más lejano y honorable también lo fue, y que la circuncisión la recibió después de haber creído.
La circuncisión, nos dice Pablo, no tiene valor espiritual si no va precedida de la fe. Alguien puede ser un incircunciso, pero ser declarado justo por su fe. Esto también es aplicable a nosotros, cuando, siendo ya hijos de Dios, solemos menospreciar a los pecadores, como si nosotros nunca lo hubiésemos sido.
El tercero nos muestra que la justificación requiere de la paciencia y la esperanza para ver su fruto. Luego que Abraham creyó la promesa de Dios, tuvo que esperar quince años antes de ver al hijo de la promesa. Entretanto, él «creyó en esperanza contra esperanza», nos dice Pablo, porque las circunstancias se volvían cada vez más desalentadoras (v. 18). Se estaba quedando más viejo y sin fuerzas para concebir. ¿Cómo podría tener un heredero?
Muchos cristianos fallamos porque exigimos frutos a la fe ahora mismo. Y si no los obtenemos, nos desanimamos hasta el punto de desconfiar de la propia palabra de Dios. Sin embargo, la fe es como la concepción natural. Debe esperarse el tiempo necesario –el tiempo de la vida, el tiempo de Dios– para que el fruto por fin aparezca.
Abraham fue declarado justo en el mismo acto de creerle a Dios; sin embargo, los frutos de esa justificación tardaron un tiempo en aparecer. La palabra de la promesa fue cumplida, pero en el tiempo oportuno. Es por la fe y la paciencia que se heredan las promesas (Heb. 6:12). Y de eso nos habla este tercer aspecto de la justificación por la fe de Abraham.
Esta espera es normalmente más larga de lo que quisiéramos, porque somos impacientes por naturaleza. Pero los caminos de Dios son más altos que los nuestros, y él nos hace esperar, porque en esa espera se van produciendo otros efectos espirituales provechosos en el corazón del creyente. ¡Pero ya está decretado que el fruto viene!
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