Moisés vivió cuarenta años en el desierto, tal vez los mejores años de su existencia. El Señor, en su bondad, sabiduría y fidelidad, condujo a su siervo a un lugar aparte, lejos de la mirada y de los pensamientos de los hombres, para educarle bajo su dirección inmediata.
Es cierto que Moisés había pasado sus primeros cuarenta años en el palacio de Faraón; y si bien su estancia en la corte del rey no fue sin provecho, todo lo que había aprendido allí no era nada en comparación con lo que aprendió en el desierto. El tiempo pasado en la corte podía serle útil, pero la estancia en el desierto le era indispensable.
Nada puede reemplazar la comunión secreta con Dios, ni la educación que se recibe en su escuela y bajo su disciplina. “Toda la sabiduría de los egipcios” no le habría hecho apto para el servicio al cual debía ser llamado. Podría haber recibido títulos en las escuelas de los hombres sin haber aprendido siquiera el abecedario en la escuela de Dios.
Porque, por mucho valor que tengan, la sabiduría y la ciencia humanas no pueden hacer de un hombre un siervo de Dios, ni dar la aptitud necesaria para cumplir un deber cualquiera en el servicio divino. Los conocimientos humanos pueden capacitar al hombre no regenerado para llenar un papel importante delante del mundo; pero es necesario que aquel que Dios quiere emplear en su servicio esté dotado de cualidades muy diferentes, cualidades que sólo se adquieren en el santo retiro de la presencia de Dios.
Dios ha tenido a todos sus siervos mucho tiempo a solas con él, bien antes, bien después de su entrada al ministerio público. Sin esta disciplina, sin esta experiencia en secreto, nunca seremos más que unos teóricos estériles y superficiales. Aquel que se aventura en un ministerio público sin haberse pesado debidamente en la balanza del santuario, y sin medirse de antemano en la presencia de Dios, se parece a un navío dándose a la vela sin haberse equipado convenientemente, cuya suerte indudable es el naufragio al primer embate del viento.
Por el contrario, aquel que ha pasado por las diferentes clases de la escuela de Dios posee una profundidad, una solidez y una constancia que forman la base esencial del carácter de un verdadero siervo.