Muchos de los problemas que enfrentamos en la vida cristiana proceden de un yo no sometido a Cristo.
El «yo» es la única cosa que realmente poseemos; la única cosa que realmente llevaremos con nosotros cuando dejemos este mundo. No llevaremos propiedades o cuentas bancarias; solamente nuestro «yo».
¿Qué sucede con nuestro «yo» en la fe cristiana? En uno de nuestros Retiros, alguien testificó en «La Hora de los Corazones Abiertos»: «Pensaba que mi «yo» era una cosa que debería conservar, pero terminé convencido de que es un cáncer y que debe ser extirpado». Así, antes del Retiro, él estaba en un dilema: ¿su «yo» era algo para ser cultivado o un cáncer para ser eliminado? Su duda, que fue disipada, ha sido también la de muchos hombres y mujeres.
Antes de ver la respuesta cristiana al respecto, veamos lo que piensan otras religiones.
Las religiones que nacieron en la India están cansadas del mundo y de la personalidad. Dicen que el mundo alrededor nuestro es una ilusión del que debemos librarnos, y sienten que la personalidad es un peso. Están esforzándose por alcanzar el límite de la personalidad y lograr la impersonalidad. Por eso, para ellos, la más alta concepción de Dios es Brahma, que es un ser impersonal. Entonces los hindúes se sientan y se entregan a la meditación, intentando alcanzar el Brahma, y se pierden en esa inmensa impersonalidad.
Así como la gota de agua se pierde en el océano, la persona se pierde en esa inmensidad que es lo impersonal, y eso la libra del peso de la personalidad.
Buda se sentó por largo tiempo para meditar respecto del sufrimiento y el dolor, y llegó a la conclusión de que la existencia y el sufrimiento son la misma cosa. Mientras estamos existiendo estamos sufriendo, por eso la única manera de salir del sufrimiento es desertar de la vida, y la manera de librarse de la existencia es dejar de obrar, porque la acción es lo que hace continuar girando la rueda de la vida. La única manera de dejar de obrar es no tener sentimientos. Cortemos las raíces de los deseos, incluso de vivir, y la vida se tornará estática. Así, los seguidores de las religiones hindúes se preparan para la completa inactividad: el Nirvana.
Le pregunté a un budista, en Ceylán, si en el Nirvana había alguna vida. Él me respondió: «¿Cómo puede haber vida si no hay sufrimiento?».
Buda quiso resolver los problemas de la vida abandonando la vida. Es lo mismo que librarnos del dolor de cabeza cortándonos la cabeza. Es un precio muy alto como para pagarse.
Existe también otro grupo de hindúes que son devotos de un dios personal. Uno de ellos vino a uno de nuestros Retiros. Él se había dedicado a Rama, uno de sus dioses. Le pregunté: ¿De dónde viene usted? Me respondió: «De Ram-Ram». ¿Para dónde va? «Para Ram-Ram». ¿Cuál es su deseo? «Ram-Ram». Él se ha había consagrado para no decir nada excepto el nombre de su dios. Su personalidad desapareció y él desapareció sumergido en la vida de ese dios.
Cuando dejamos de considerar las filosofías de la India y nos volvemos hacia la psicología moderna, encontramos el reverso de las actitudes antes descritas. La psicología moderna tiene tres afirmaciones respecto de la verdad: Conócete a ti mismo, Acéptate a ti mismo y Exprésate a ti mismo.
Por las mismas razones por las cuales respeto las filosofías hindú y budista sobre la personalidad, también tengo que respetar la teoría de la moderna psicología. Sin embargo, deseo considerar los errores de las tres afirmaciones de la psicología.
Conócete a ti mismo
No podemos conocernos estudiando nuestra personalidad separada de Dios. Tenemos que saber cuál es nuestra relación con Dios. En este caso, podríamos conocernos sabiendo de nuestras relaciones para con Dios, que somos hijos de Dios, que tenemos un destino, el cual es ser transformados a la medida de la estatura del Hijo de Dios. No podemos conocernos separados de este destino. Por lo tanto, analizarnos separados de esta relación es infructuoso. El psicoanálisis ha sido, comparativamente, muy infructuoso. Ha sido muy bueno en el análisis y muy pobre en la síntesis. Él puede separarnos en pedacitos, pero no sabe cómo juntarnos de nuevo.
Acéptate a ti mismo
¿Pero cómo podemos aceptar a un ser inaceptable, lleno de problemas, miserias y preocupaciones? Pedir a alguien que se acepte a sí mismo es pedir lo inaceptable.
Exprésate a ti mismo
Pero si tomamos una docena de personas queriendo expresarse a sí mismas, ¿qué tendremos? En una ciudad de los Estados Unidos hice esta pregunta durante una reunión pensando que responderían: estaremos preparando ambiente para conflictos y pánico… Tomemos cualquier grupo de personas con la finalidad de expresarse y tendremos un ambiente de conflictos y problemas.
Entonces, ¿qué está errado en estas tres afirmaciones? Esto es exactamente lo que la fe cristiana tendría que colocar en el lugar de estas afirmaciones: «Sométete a ti mismo». La fe cristiana demanda de nosotros la única cosa que poseemos. Jesús dice: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo», y también: «El que quiera ganar su vida, la perderá». Él pide la única cosa que poseemos. ¿Quiere decir esto que nuestro «yo» desparece? Algunas personas dicen que sí, e incluso hay un himno en Inglaterra que dice: «Todo de mí y nada de ti», en la primera estrofa; «algo de mí y algo de ti», en la segunda estrofa; y «nada de mí y todo de ti», en la tercera estrofa.
Es una poesía hermosa, pero nunca podemos llegar a la posición en que no exista el yo. El yo es parte integrante de nuestra personalidad y no puede de ninguna manera ser eliminado. Si lo lanzamos puertas afuera, volverá por la ventana, tal vez con vestiduras religiosas, pero será el mismo yo. No podemos librarnos de él. ¿Qué podemos hacer? La respuesta es: entregarlo a Jesús, que nos limpia de ese egoísmo natural y nos devuelve nuestro yo; y cuando somos más de Cristo, somos más de nosotros mismos.
Entrégate a Cristo y entonces no te entregarás a ninguna otra cosa. Obedece a Cristo y entonces tendrás un mundo libre. Nunca somos nosotros mismos tanto como cuando somos de Cristo.
Nos conocemos a nosotros mismos bajo un destino maravilloso. Es lo que se encuentra en el pasaje bíblico: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2ª Cor. 3:18). Esto significa que somos transformados a la imagen de lo que hay de más precioso y maravilloso en este mundo. Este es el destino que nos hace levantar los hombros, que hace que nuestra sangre corra con más intensidad por nuestras venas.
No puedo detenerme ante mi «yo». Todo lo que hay en mí de odio y egoísmo desaparece. Y no odiamos nuestro yo, porque nuestro yo nos ama; y lo que él acepta, nosotros podemos aceptar también. Ahora podemos aceptarnos, porque somos transformados en algo aceptable.
Estamos bajo la redención, salimos del hombre viejo hacia el hombre nuevo. Por lo tanto, podemos aceptar ese yo que está bajo la redención, e incluso amarlo.
El cristianismo enseña el amor al «yo». «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Es tan malo odiarnos a nosotros mismos como odiar a los demás. Podemos amarnos, porque nos amamos en Dios.
Deseo contarles sobre un amigo mío que considero un santo y posee aquello que podemos llamar ‘humor divino’. Él dice: «Me gusta hablar conmigo mismo, porque me gusta oír a una persona inteligente». Si todos nosotros tuviésemos un «yo» como el suyo, diríamos lo mismo. No condeno a las personas que no gustan hablar consigo mismas, porque tal vez su «yo» no esté en condiciones de conversar, pero si pertenecemos a Cristo, podemos gustar de nosotros mismos.
Pablo dice: «Para mí el vivir es Cristo». Él sabía que cuando se estaba expresando estaba expresando a Cristo. Nosotros también podemos expresarnos a nosotros mismos cuando expresamos a Cristo. El gran pasaje de las Escrituras que dice todo lo que estoy intentando decir es éste: «Sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1ª Cor. 3:22-23). Es una afirmación maravillosa. Él dice que si pertenecemos a Cristo, todo nos pertenece. Todos los grandes maestros nos pertenecen, pero nosotros no les pertenecemos a ellos, sino a Cristo. Todo el mundo, la vida y la muerte (todos los grandes acontecimientos), nos pertenecen, porque pertenecemos a Cristo. Y Pablo agrega que aun todo el tiempo –el presente y el futuro–, todo nos pertenece por cuanto pertenecemos a Cristo.
Cuando comencé a envejecer, percibí que me levantaba más temprano cada mañana. Al principio no me gustó y me pregunté a mí mismo qué haría con aquellas horas libres. Entonces resolví oír la voz de Dios. «No pediré nada», me dije, «pero lo que Él quiera que yo haga, eso quiero oír». A veces Él me decía cosas diferentes, pero cierta mañana Él me dijo algo que yo nunca había oído: «Tú eres mío y la vida es tuya». Yo le pedí que lo repitiese. Y Él lo repitió: «Tú eres mío y la vida es tuya». Entonces yo dije: «Señor, Tú diste todo, yo te pertenezco a Ti y la vida me pertenece; si la vida me pertenece, yo puedo dominarla». Yo no pertenezco a la vida; ella es la que me pertenece. Si no pertenecemos a Cristo, la vida no nos pertenece, y ninguno de nuestros pensamientos nos conducirá a la sensatez; al contrario, todos nos llevarán a la insensatez.
La vida cristiana puede resumirse en una frase: «Pertenezca a Cristo y la vida le pertenecerá a usted». Acostumbro tener, todos los días primero de cada año, un retiro con los funcionarios del gobierno en Washington. Nos reunimos de las 10 de la mañana a las 5 de la tarde. Hace unos años atrás, estuvo con nosotros el Secretario de Defensa, Mr. Wilson. Después de la reunión le pidieron que dijese algo, así que habló: «Me gustó mucho lo que el señor Jones ha dicho, excepto una cosa: él habló sobre la entrega. Yo lamento no poder hacerlo por la posición que ocupo. Sería una palabra muy impopular allí». Entonces le dije: «Si usted se entrega a Dios, no se entrega a ninguna otra cosa». Entonces él respondió: «Correcto, eso está bien».
Cuando nos sometemos a Dios, no estamos sometidos a nada más. Todo es nuestro, porque pertenecemos a Cristo.
El centro de todos los pecados es el «yo» no sometido, pues él se coloca en el lugar de Dios, y procura organizar la vida como si fuera Dios. Este es el pecado central y todos los demás son frutos de esa raíz. Así como mis dedos están unidos a la palma de la mano, los pecados exteriores están unidos al centro, que es el «yo».
¿Por qué tenemos mal humor y rivalidades? Porque alguien hirió nuestro «yo». ¿Por qué mentimos? Porque con eso podemos defender nuestro «yo». ¿Por qué somos deshonestos? Porque pensamos que eso traerá ventajas a nuestro «yo». ¿Por qué somos impuros? Porque pensamos que así daremos placer a nuestro «yo». ¿Por qué sentimos envidia? Porque pensamos que alguien se está sobreponiendo a nuestro «yo».
Todos estos pecados son frutos del «yo» insumiso.
Llegamos ahora al clímax del asunto: ¿Tenemos que entregar nuestro «yo» a Jesucristo o no?
Un hombre se acercó a mí y me dijo: «¿Usted no me recuerda?». Siempre tuve dificultades para reconocer a alguien, porque veo a muchas personas en muchos lugares diferentes. Sin embargo, había algo que me hacía recordar a aquel hombre. Pero él se me adelantó, diciendo: «Soy el hombre que le buscó en un hotel de Oklahoma». Entonces me acordé de cuando él entró en mi cuarto y me dijo: «Estoy buscando la vida cristiana, pero es un infierno. Veinte veces al día mi «yo» dice que desista de todo». Le repliqué entonces: «Es por eso que usted enfrenta el infierno. Necesita quitar ese «yo» de sus propias manos y ponerlo en las manos de Cristo. Oramos juntos y entonces él se entregó a Cristo, diciendo: «Recíbeme y transfórmame», y se levantó radiante.
Cuando lo vi por segunda vez, su esposa vino hasta mí, diciendo: «Gracias por haberme devuelto el esposo». Pero yo no le devolví el esposo, él se entregó a Cristo, que lo devolvió a sí mismo, a la esposa y a todos.
Un pastor en Estados Unidos cuenta que estaba muy enojado porque su obispo no lo ponía en iglesias suficientemente grandes para él. «El obispo y el gabinete me están sacrificando. Estoy colgando de la cruz». Uno de sus feligreses al oírlo, le dijo: «Usted está colgando de la cruz, pero aún no ha muerto, pues está luchando con los resentimientos». En aquel momento, aquel pastor se arrodilló y oró. Él dijo después que al levantarse era otro hombre, sin recelo alguno. Aquel mismo año, 285 personas se convirtieron en su congregación, la misma de la cual decía que no era suficientemente grande para él. No había ningún domingo sin que alguien se entregase.
En verdad, cuando aquel pastor decía que se le trataba injustamente al asignarlo a una iglesia pequeña, era él el pequeño para esa iglesia. Nuestro propio «yo» a nuestro servicio es motivo de sufrimiento y dolor; pero nuestro «yo» en las manos de Dios es una posibilidad y un poder.
El hijo de Asa Candler, heredero de los millones de su padre, se volvió un alcohólico. Él luchaba contra el alcohol y perdía siempre. Un día cuando entraba en su casa, oyó una voz que decía: «Entrégate», y esto lo golpeó. «¡Qué cosa rara! Yo he intentado entregar el alcohol y esta voz me dice: «Entrégate». Al encontrarse con su esposa le contó lo que le había pasado. Se arrodillaron y entonces entregó, no el alcohol, sino a sí mismo. Al contar esto, dice: «Mi esposa oró como nunca antes lo había hecho, y cuando nos levantamos, yo sabía que el alcohol ya no sería un problema para mí».
Mientras aquel hombre estaba intentando dejar el alcohol nada conseguía, pero en el momento en que entregó su «yo» a Cristo, lo consiguió todo. El «yo» insumiso era su problema.
Nosotros encontramos la libertad a través de la sumisión. Todo el problema no está alrededor de lo que somos, sino en lo que somos. Si Cristo nos conquista, nosotros conquistamos al mundo.
E. Stanley Jones (1884-1973), teólogo y misionero metodista.
Traducido de «Jesus é Senhor», Imprensa Metodista, Sao Paulo, Brasil, 1969).