Solo la vivencia real de la sana doctrina de Cristo puede hacer plausible el evangelio.
Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas”.
– Mat. 18:32-35.
Una compasión sin medida
En la llamada parábola de los dos deudores, el primero de ellos debía diez mil talentos. En la antigüedad, un denario era el jornal de un día de trabajo, y un talento equivalía a lo que recibiría un jornalero en veinte años. Diez mil talentos, entonces, serían doscientos mil años de trabajo, de manera que aquella deuda era, literalmente, impagable.
El rey vino a hacer cuentas con su siervo, y como éste no podía pagarle, «ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos». Pero este hombre se humilla y le suplica: «Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo». Y su señor, «movido a misericordia», se compadece al verlo en la desventura y en la desesperanza. Frente a la súplica, se conmueven sus entrañas; de su interior surge algo maravilloso, y le perdona la deuda.
Cuando redescubrimos el evangelio, lo primero que se nos dice es que nosotros teníamos una deuda imposible de saldar. Por lo general, a nosotros nos cuesta comprender lo miserables y lo pecadores que éramos, y el Señor tiene que irnos mostrando eso, como ocurre con esta parábola.
Después, este mismo que fue perdonado, tenía un consiervo que le debía cien denarios, cien días de trabajo. «Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo» (v. 29). Sin embargo, éste que había sido perdonado de toda su deuda, «no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda» (v. 30).
La parábola concluye diciendo: «Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas» (v. 34-35).
Cuando le suplicamos al Señor, él tiene de nosotros una compasión tan grande que no logramos dimensionar. Él nos está explicando aquí que, cuando alguien nos ofende, es como si nos debiera unas monedas; pero lo que nosotros debíamos eran miles de millones; mas él se compadeció. Que no quede ninguna ofensa sin perdonar en nuestros corazones, no porque nos pidan perdón, sino porque el Señor nos perdonó primero.
¿Quién es mi prójimo?
Esta es la primera parábola que explica esa compasión, esa conmoción interna que obra de manera tan extraordinaria. La segunda es la parábola que relata Lucas capítulo 10, cuando está el Señor frente a un intérprete de la ley, y le pregunta: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (10:25).
Es extraordinario cómo el Señor va respondiendo, y cómo a partir de sus respuestas, va generando en sus oyentes una comprensión distinta. Este intérprete de la ley lo decía para probarle. Mas el Señor, lejos de responder, le hace otra pregunta.
«Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás. Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?» (Luc. 10:26-29).
Jesús responde con la parábola del buen samaritano. Un viajero cayó en manos de ladrones y quedó herido en el camino. Allí, un sacerdote y un levita pasan de largo. «Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia» (v. 33), esto es, lo vio y tuvo compasión de él. Y el samaritano, «acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él» (v. 34).
El intérprete de la ley había preguntado: «¿Quién es mi prójimo?». Sin embargo, Jesús le dice: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?» (v. 36). Hay una diferencia sutil, pero profunda. El Señor no solo responde quién es mi prójimo, sino de quién soy yo el prójimo, poniéndome en condición de recibirlo con compasión.
Más allá de la razón
La última, es la parábola del hijo pródigo, en Lucas. Es la historia del hijo menor que pide toda su herencia y la malgasta. Luego, él recuerda la casa paterna. «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó» (Luc. 15:18-20).
El padre no se cruzó de brazos, ni lo miró con desprecio, sino que se le oprimió el estómago: tuvo compasión. No le importó el tiempo pasado, ni lo que se había malgastado, porque hubo algo superior a todo razonamiento, que no pudo resistir. Y cuando vio a su hijo perdido volviendo a casa, no pudo quedar indiferente, y corrió a abrazarlo.
El pensamiento antiguo
En el pensamiento imperante en aquella época, era impensado adjudicar la palabra compasión a Dios. Para los griegos estoicos, la compasión no cabía en el corazón de Dios. Y el argumento era que, si alguien podía afectar las emociones de otro, entonces de alguna manera podía lograr el control de otro.
Los griegos no conocían la compasión, sino la apatía; pero ésta no era una simple indiferencia. Frente a cualquier situación, no debía haber reacción emocional alguna. Mas, al llegar los cristianos, éstos hablan de un Dios que se hizo hombre y que en esa condición tuvo compasión. Para aquéllos, esto era incomprensible, opuesto a la manera en que ellos pensaban y actuaban. Para los estoicos, el débil tenía que morir, pues este mundo era de los fuertes.
En estos días se ha hablado de «la columna lactaria», situada en el mercado de Roma, en cuya base eran depositados los bebés abandonados. Estos eran llamados expósitos, y quedaban expuestos a lo que les deparara el futuro, sin responsabilidad de los padres. La ley romana permitía dar muerte a todo niño que naciera deforme. El aborto y el infanticidio eran practicados regularmente, y se permitía el abandono de los niños por el simple ejercicio de la patria potestad.
La visión de los creyentes
La iglesia primitiva se encontró ante una sociedad pagana que concedía a la patria potestad el derecho del infanticidio, del abandono y la venta de los hijos, y autorizaba el aborto. En aquel mundo, la mentalidad era ésta: solo el ciudadano libre es sujeto de derechos; no el esclavo ni el niño.
Frente a estos horrores, éste era el concepto entre los creyentes: «Nosotros, los cristianos, somos diferentes, porque no asesinamos a nuestros hijos, ni dentro ni fuera del vientre de sus madres. Vosotros abandonáis a vuestros hijos, apenas nacidos, a las fieras y a los pájaros. O estrangulándolos, los elimináis con una muerte mísera. Hay mujeres que tomando medicamentos sofocan en sus propias entrañas el germen destinado a ser una criatura humana, y cometen infanticidio».
La práctica del infanticidio terminó en el año 374 de nuestra era, con el emperador Valentiniano, porque los cristianos recogieron a aquellos expósitos y tuvieron compasión de ellos; movidos por la compasión de Cristo, hicieron aquello que nadie más hubiese hecho.
¿Y qué diremos de la esclavitud? Ésta era considerada algo normal. Para Aristóteles, había hombres que estaban destinados a mandar y otros destinados a obedecer. Los esclavos eran considerados como animales domesticados. Muchos de los niños abandonados en la columna lactaria eran recogidos de allí con intención de explotarlos como esclavos, mendigos o prostitutas, en el caso de que fueran niñas.
Trastornando el mundo
A nadie le preocupaba aquello. Pero, ¡bendito sea el Señor, que nos salvó, nos perdonó y nos lavó!, ahora podemos mirar con otros ojos la miseria humana. En la carta de Pablo a Filemón, el apóstol le encarga recibir a Onésimo, un esclavo, «no ya como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado» (v. 16). Esto es un cambio de giro en la comprensión de todo el mundo.
Cuando llegan los cristianos hasta Tesalónica, la gente vocifera: «Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá» (Hech. 17:6). Es porque los cristianos vivían de una manera inusitada, y mostraban una compasión que nadie entendía. Y mucho de lo que es hoy nuestra cultura, como se ha dicho, surgió de la vida entregada a Cristo de aquellos nuestros primeros hermanos.
Hubo una mujer extraordinaria, Florence Nightingale (1820-1910), que aparece en los libros de matemática, pues se le atribuye la creación de los gráficos circulares. Fue la precursora de la enfermería profesional. En su época, las enfermeras eran un tipo de servidumbre. Ella pertenecía a una familia de recursos y tuvo un llamado de Dios, quien hizo que ella se compadeciera de la condición de aquellos que morían en los hospitales. «Estuve enfermo, y me visitasteis» (Mat. 25:36).
Las estadísticas dicen que, antes de su labor, morían cuarenta de cien personas ingresadas a un hospital. Y después, de cada cien, morían solo dos o tres. Ella fue una mujer traspasada por la compasión.
La preocupación de Pablo
Jesús tuvo compasión de los hambrientos y necesitados. Mateo 14:14 dice: «Y saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos». Y en Mateo 15:32, cuando Jesús llama a sus discípulos, dice: «Tengo compasión de la gente». ¡Bendito sea el Señor! Él tuvo misericordia del leproso; se compadeció de los ciegos; se compadeció de la viuda de Naín, y del padre de un muchacho epiléptico. Él tenía este rasgo notable de mirar a las personas y ver en ellas la necesidad, y actuaba en función de aquello.
Por eso, había una preocupación urgente en el apóstol Pablo. En 1 Timoteo 1:3 leemos: «Como te rogué que te quedases en Éfeso, cuando fui a Macedonia, para que mandases a algunos que no enseñen diferente doctrina». ¿Cuál fue el propósito de dejar a Timoteo en Éfeso? Que no hubiese una doctrina diferente. «Pues el propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida» (v. 5).
Al hablar de la doctrina de nuestro Señor Jesucristo, ¿qué deberíamos esperar que ocurra? «El propósito de este mandamiento», o sea, que no se enseñe una doctrina diferente, «es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida». Qué interesante. Cuando la doctrina que estamos enseñando es aquella que viene del trono de la gracia, ¿qué debería ocurrir en aquellos que la estamos oyendo y aprendiendo? Que surja el amor y también la buena conciencia.
El amor de corazón puro
¿Qué es el amor nacido de corazón limpio? Sin duda, pensamos de inmediato en 1 Corintios 13, el gran canto del amor. Pero antes, a modo introductorio, Pablo hace un contraste. «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve» (v. 1-3).
Nosotros tenemos, en la gracia de Cristo, una doctrina maravillosa, que puede generar en nuestros corazones una clase de amor que no está presente en ninguna otra parte. Lo primero que dice del amor, en términos positivos, en el versículo 4: «El amor es sufrido». Al conocer la doctrina de nuestro Señor Jesucristo, ¿está fluyendo de nuestro corazón esta clase de amor?
«El amor no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor» (v. 5). ¿Cómo es posible que podamos estar oyendo la doctrina del Señor, y no esté surgiendo en nosotros esta clase de amor, y seamos indiferentes al sufrimiento y a la necesidad? Cuando la doctrina está siendo enseñada como el Señor lo quiere, lo que ha de empezar a brotar en nosotros es el efecto de esta palabra gloriosa.
Pero no solo eso; «el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia». Que el Señor nos guarde, porque, como se ha dicho, hoy vivimos en el tiempo de lo que se denomina la post-verdad. Ya no hay una verdad absoluta, sino verdades particulares. Para el mundo, no existe algo que se pueda llamar La Verdad; solo existe «mi verdad» o «mi opinión». Entonces, no hay buena conciencia, porque esa es tu verdad, y ésta es mi verdad.
La sana doctrina de Cristo
Hoy, nosotros tenemos la responsabilidad de parte del Señor de que, aquello que hablamos, aquello que cantamos, sea posible de ver y de creer. Que en nuestros hogares, en nuestro hablar y en nuestra conducta, en medio de una sociedad cada vez más secularizada, haya un grupo de hombres y de mujeres que han dicho Sí a la voluntad del Señor y han aprendido a ser compasivos.
«Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina» (Tito 2:1). Es probable que, para nosotros, la doctrina tenga que ver más bien con un cuerpo organizado de conocimientos que se captan de manera intelectual. Por ejemplo, podemos hablar de la doctrina de la salvación, de la justificación, etc.
Sin embargo, cuando Pablo habla de doctrina, al final de sus días, lo que dice a Tito no es eso. ¿Qué es lo que está de acuerdo con la sana doctrina? «Que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia. Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte; no calumniadoras, que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada» (v. 4-5).
Esto es la sana doctrina, una manera de pensar totalmente distinta. Y ¿qué es la sana doctrina para los jóvenes? «Que sean prudentes» (v. 6).
«Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador» (v. 9). Se les anima a que hagan algo extraordinariamente complejo. Pablo está preocupado por la sana doctrina, por cómo debemos actuar en medio de esta generación maligna y perversa.
Cuando el Señor Jesús les dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mat. 5:14), agregó: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (v. 16). Esta enseñanza apostólica hacía plenamente plausible el evangelio, porque había un grupo de hombres y mujeres entregados a esta forma de doctrina.
Te salvarás a ti mismo
En 1 Timoteo 4:16 hay un pasaje muy interesante. «Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren». Hemos entendido que la doctrina, en el caso de las cartas a Timoteo y a Tito, se relaciona con nuestra conducta. Ahora, ¿en qué sentido nos salvamos a nosotros mismos?
Por ejemplo, la doctrina dice que los varones tenemos que ser prudentes; las mujeres, cuidadosas de sus casas; los siervos, sujetos a sus amos. Entonces, ¿en qué sentido, persistiendo en la doctrina, Timoteo se salvará a sí mismo? ¿En qué la doctrina salva? Y si fuese así, ¿de qué nos salva?
La doctrina nos salva de nuestro egoísmo, de nuestra avaricia, de la autocompasión, del egocentrismo, de la dureza con la que tratamos a otros. La doctrina nos salva de aquello que en la cruz se consumó. Pablo lo dice en Romanos 1:16: «No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios».
La doctrina viene a ser la medida usada por Dios para mostrarnos y librarnos de nuestro egoísmo tan profundo, de nuestra meritocracia, de nuestra capacidad de ponernos siempre a nosotros en primer lugar, de buscar cada uno lo suyo propio; nos salva del rencor, de nuestro orgullo. Entonces, cuando Pablo tiene esta forma de vida presente, le tiene que decir a Timoteo que persista en ello.
Por ejemplo, ¿qué dice la doctrina, en este sentido, a los esposos? Tenemos que tratar a nuestras esposas como a vaso más frágil; no siendo ásperos con ellas. Y cuando hay conflicto, ¿qué ocurre?
En más de alguna ocasión, en matrimonios que llevan años, oímos expresiones como: «Es que ya no siento lo que sentía antes». Alguien que dice eso, está siendo deshonesto con el Señor. No estás tú ni yo en primer lugar, sino el Señor. Y si su doctrina me manda amar a mi esposa así como Cristo amó a la iglesia y no lo estoy haciendo, prefiero humillarme delante de él, y no justificar mi actitud.
Esto es terrible, porque en la cultura actual nos podemos justificar de todo aquello que se opone a la sana doctrina; al ser así, Dios no tendría un pueblo celoso de buenas obras. Como se ha señalado antes, podemos publicarlo, pero no habrá el contexto necesario, que lo ha de proveer no un hermano ni una familia, sino todos nosotros. La doctrina nos salva de nuestros sentimientos engañosos; nos salva de nosotros mismos, de seguir los dictámenes de nuestro corazón sin importar nada.
«Pero (la mujer) se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia» (1 Tim. 2:15). ¿En qué sentido se salvará? Antes de los hijos, la mujer puede dedicar largo tiempo frente al espejo, arreglándose. Y eso está bien. Pero nacen los hijos, y este tiempo se reduce de manera drástica. Si en medio de la noche se oye el llanto de un bebé, ¿quién lo oye primero? La madre.
Ella empieza a volcar sobre otro su energía, su capacidad, la gracia de Dios. Aquel tiempo que antes dedicaba a sí misma, ahora lo brinda a otro. Y aquella virtud del Señor la da a otro, olvidándose de sí misma. Y ahora dice: «Este hijo me lo dio el Señor; lo voy a criar para él».
¿Nos podemos ofrecer voluntariamente a esta forma de doctrina a la cual fuimos entregados? «Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder» (Sal. 110:3). Creo que el desafío que el Señor tiene para nosotros hoy es, justamente como se ha dicho, hacer plausible el evangelio.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2018.