Respondieron entonces los judíos, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio? Respondió Jesús: Yo no tengo demonio, antes honro a mi Padre; y vosotros me deshonráis».

– Juan 8:48-49.

En este pasaje, los judíos hicieron al Señor dos acusaciones falsas. Una era que tenía demonio, y la otra era acerca de su origen: que él era samaritano.

La respuesta del Señor contiene una aclaración con respecto a la primera acusación, pero no respecto de la segunda. ¿Por qué calló? ¿No eran los samaritanos despreciables para los judíos? Los judíos despreciaban a los samaritanos, pero el Señor los amaba.

Una mujer samaritana de la peor reputación escuchó las palabras de su boca, y la más grande declaración respecto de su Mesiazgo. Y luego, a petición de los hombres de su aldea, el Señor accedió a quedarse con ellos dos días. Un leproso samaritano fue sanado junto a otros nueve judíos, y volvió él solo a dar gracias por el milagro. Un samaritano fue puesto por el Señor para representarlo a Él mismo en la parábola del mismo nombre, como ejemplo de amor al prójimo, que no fue hallado ni en el sacerdote ni en el levita judío.

¡Oh, amor profundo que le llevó a asociarse con los pobres de la tierra, con los despreciados! ¡El Señor de señores come y bebe, y acepta el cobijo de los enemigos despreciados de su pueblo!

Jesús no era samaritano, pero cómo los amaba, y tanto, que el desprecio de ellos no opacó su amor (Luc. 9:52-56). Cómo nos ha amado también a nosotros. Si él se hubiese defendido de no ser samaritano, hubiera sido como defenderse de no ser africano o asiático, negro o amarillo. Y, de verdad, él no se habría avergonzado de ser eso o aquello. Fue judío, simplemente por causa de la elección divina en los padres, pero en su corazón estaban los judíos y todas las razas, con el mismo e invariable amor que le llevó a morir en la cruz.

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