La Cruz de Cristo nos introduce en una vida de unión y unidad con Dios.
Es de vital importancia reconocer que la persona de nuestro Señor no puede realmente ser conocida y entendida aparte de la Cruz.
Es igualmente importante darse cuenta que la Cruz realmente es solo comprensible y suficientemente apreciable cuando es discernida la persona de Cristo. Estas dos cosas obran de común acuerdo y son mutuamente dependientes.
Quién es Jesús
En los días de su vida terrenal, sus discípulos y el pueblo deseaban un Cristo sin la Cruz. Ante sus ojos no había lugar para la Cruz. Aquello era una contradicción a todas sus esperanzas y expectativas. Siempre que él se refería a ella, una sombra oscura se cernía sobre ellos, y se sentían irritados. De hecho, ellos se rebelaban muy decididamente contra la idea y la sugerencia.
En forma paralela a esta ceguera para discernir el significado y el valor de la Cruz estaba, por una parte, la referencia continua del Señor a Su propia persona esencial como Hijo de Dios, y por otra parte, la total incapacidad de ellos para reconocerlo. Solo destellos fugaces de iluminación permitieron que uno o dos de ellos lo viesen como tal, y entonces, a juzgar por su conducta posterior, pareciera que ellos perdieron la visión, y las nubes generales de la incertidumbre los envolvieron de nuevo. El estado y posición en que los encontramos cuando Él hubo sido crucificado indican cómo la realidad de Su persona no había podido entrar en la vida íntima de ellos.
Pero lo interesante y significativo es que el Señor todo el tiempo señaló que esta doble incapacidad sería quitada cuando la Cruz fuera realmente un hecho consumado. El capítulo 8 del evangelio de Juan es un gran ejemplo de esto. En él, Jesús está concentrando todo sobre la cuestión de su persona.
«Yo soy la luz del mundo … Entonces los fariseos le dijeron: Tú das testimonio acerca de ti mismo; tu testimonio no es verdadero … Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo, ni a dónde voy … Ellos le dijeron: ¿Dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais … Y les dijo: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo … Entonces le dijeron: ¿Tú quién eres? Entonces Jesús les dijo: Lo que desde el principio os he dicho» (8:12-25).
Entonces viene la declaración que es el momento crucial de todo: «Les dijo, pues, Jesús: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy» (8:27). Pero continúen leyendo hasta el final del capítulo.
Por algo más que la implicación, Jesús había establecido el mismo principio con Nicodemo. Nicodemo andaba a tientas en la oscuridad en cuanto a la persona de Cristo. «Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro…».
Jesús precisó que, para «ver», debe ocurrir algo mediante lo cual se obtiene una nueva facultad; es necesario un nuevo nacimiento.
Luego condujo a Nicodemo hacia la Cruz, usando la misma frase del capítulo 8: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado» (Juan 3:14). La ley enunciada es que será la Cruz la que revele quién es Jesús.
La unión con Dios asegurada para el hombre en Cristo
Dentro de lo que acabamos de decir reside la esencia misma de la relevancia de Cristo. Miremos brevemente ese contenido esencial. ¿Cuál es la causa por la cual Cristo es preeminente en toda la revelación de las Escrituras? La respuesta es: la unión con Dios.
Esa ha sido la razón por la cual el hombre ha estado en búsqueda en tanto él ha sido una criatura pecadora. De maneras casi incontables y por muchos medios él ha buscado esa paz y reposo que solo pueden ser disfrutados por medio de la unión con Dios. La Biblia nos muestra que, en alguna parte, de alguna forma, la comunión con Dios se perdió. Tres cosas se convirtieron en las señales siempre activas y constantes de esta ruptura de relaciones. Una, la mentira; dos, la enemistad; y tres, la muerte.
Los resultados de la caída
a) Una mentira creída
El hombre no solo ha creído y ha aceptado una mentira; sino que ella ha entrado en su constitución, y él es un alma engañada y obscurecida. Por sí mismo, él no conoce, ni es capaz de conocer o de ser, la verdad. «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?» (Jer. 17:9). Al hombre se le dijo que si él tomaba un curso contrario a aquel establecido por Dios y asumiera el derecho de utilizar su propia razón independientemente de Dios, él sería «como Dios». Él aceptó la mentira, hizo su oferta por la supremacía, entronizó su razón en la independencia, y fue capturado por la mentira.
El resultado de esto ha sido –y es– un enorme desarrollo del logro humano por el cual el hombre se ha transformado en un señor en su propio derecho (como él cree) y ciego al hecho de que la destrucción y el sufrimiento son un fruto cada vez mayor de su ciencia. Tanto es así, que la pregunta ha sido planteada seriamente por los hombres en posición para hacerla, en cuanto a si la ciencia es un mayor benefactor de lo que es una maldición.
Hay que recordar que la mayoría del desempleo, con sus consiguientes miserias y problemas, tiene su origen en la ciencia que ha suplantado a los hombres por las máquinas, y a la destreza humana por la producción en masa. La misma responsabilidad se encuentra en la puerta de la ciencia por la capacidad de destruir a los hombres y a la tierra en una escala tan inmensa que era impensable hace una generación.
Proyecte el curso y el ritmo actual en unas pocas generaciones, ¿y qué clase de mundo será? Por supuesto, el argumento no es que la ciencia es en sí misma necesariamente malvada, pero nuestro punto es que el hombre cree que él está permanentemente mejorando, cuando, de hecho, no hay una elevación moral que corresponda al desarrollo intelectual.
Un científico ha dicho: «Tanto la historia como la ciencia nos autorizan a creer que la humanidad ha hecho grandes avances en acumular conocimiento y experiencia y en idear instrumentos de vida; y el valor de todo esto es incuestionable. Pero ellos no constituyen progreso real en la propia naturaleza humana, y en ausencia de tal progreso esos logros son externos, precarios, y susceptibles de convertirse en nuestra propia destrucción».
De la simple indicación dada se puede ver con seguridad que la humanidad va cabalgando sobre una mentira bajo la forma de un tigre que la despedazará.
Pero la fuerza de la mentira reside en el hecho de que el hombre no la reconoce; él está ciego y en oscuridad en cuanto a su naturaleza y origen. Este es todo el rencor del diablo contra Dios.
b) La enemistad establecida
Lo mismo es verdad en cuanto al tema de la enemistad. Nunca está muy lejos del interés personal y la autorrealización, la guerra y el derramamiento de sangre. No leemos de mucha historia entre la opción de Adán por la gloria personal y el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Ambos son uno en principio. Ya sea en casos individuales, como en el principio, o en el caso de millones trabados en la destrucción mortal unos a otros, la raíz se encuentra en el deseo del hombre de adquirir.
El nombre Caín significa codicia, o posesividad. Debemos ser perfectamente honestos sobre esto. La iglesia cristiana no es una excepción a esta regla. Los cristianos se han dividido en miles de sectas, y muchas de éstas son antagónicas una de la otra, o por lo menos distantes y sospechosas una a otra. La enemistad entre creyentes es tenida en cuenta incluso en el Nuevo Testamento. Es el trabajo del diablo cada vez, pero aun el diablo debe tener su terreno. Eso es lo que él encuentra en la vieja naturaleza del hombre.
Cada división en el pueblo del Señor es, en esencia, lo mismo que las enemistades del mundo ateo que hace guerras. Es atribuible a algún elemento de autoafirmación de la misma vieja creación. Nunca hubo, ni habrá, una división realmente cristiana entre los cristianos. Cada división es, de alguna forma, una negación y una contradicción de Cristo. La causa evidente puede no ser alguna carnalidad llameante, sin embargo será diferente al camino de Cristo. La enemistad es una señal de que la unidad con Dios ha sido interrumpida, detenida o quebrantada.
c) La muerte
La tercera característica de esta destrucción de la unión con Dios es la muerte. Si la vida es el ajuste perfecto y armónico del hombre con Dios, entonces el hombre no tiene vida. El Nuevo Testamento asume esto, sin discusión. La muerte no es –en el sentido de la Biblia– la cesación del ser, ni un estado de inanimación. Es solo una separación de la fuente de la vida verdadera, con toda la incapacidad que esa separación implique. La muerte espiritual es una cosa poderosamente activa y, en todas las cosas que realmente se relacionen con la voluntad de Dios, se resuelve en un poderoso «imposible».
Para el cumplimiento de todos los designios y propósitos de Dios, y la constitución de la creación que él se ha propuesto, la posesión de su misma vida divina e increada es esencial. El hombre, por naturaleza, no posee esa vida, y el humanismo es una de las formas más sutiles y más populares –y la más devastadora– de la mentira del diablo. Por lo tanto, el hombre, tal como él es, no puede ver el reino de Dios. La unión con Dios es una cuestión de poseer la vida de Dios. Esa provisión es impartida por el nuevo nacimiento. Así nosotros somos conducidos a la Persona y a la Cruz de Cristo.
Una nueva humanidad en Cristo
Mientras aún quedan por explorar recursos demasiado profundos y peligrosos incluso para el pueblo iluminado de Dios, lo único que está claro como conclusión es que la Encarnación fue pensada para disponer la unión entre Dios y el hombre, y el hombre y Dios, según la intención divina. Aquí tenemos realmente a Dios mismo uniéndose con el hombre. Pero –entiéndase bien– no con el hombre pecador o con nuestra humanidad caída. Dios preparó aquel cuerpo santo (Heb. 10:5; Lucas 1:35).
Cuando Cristo entró en este mundo, trajo consigo una humanidad que –aun siendo humanidad– era diferente de todo lo demás. Había por lo tanto dos humanidades, una representada únicamente por esta Persona solitaria; la otra, por todo el resto de los hombres. Pero, aun así, su humanidad era solo una prueba. Ya que el principio de animación de su ser físico era la sangre, él estaba expuesto al cansancio, al hambre y la sed, y por lo tanto era capaz de morir y de ver la corrupción.
Que él muriese pero no viese la corrupción, fue debido a la intervención soberana de Dios, y a la perfección moral –o santidad– de su naturaleza. «No permitirás que tu santo vea corrupción» (Sal. 16:10). La condición probatoria de Cristo se relacionó totalmente con su vocación redentora. Cuando aquello fue cumplido, él todavía tenía un cuerpo humano, pero ya no más animado por el principio de la sangre o la base de la vida. Ahora –aun siendo un cuerpo– el suyo es un «cuerpo espiritual», y por lo tanto un cuerpo glorificado. ¡No es a la semejanza del Cristo terrenal, previa a la resurrección, el cuerpo al cual hemos de ser conformados, sino de su cuerpo glorioso, «el cuerpo de la gloria suya»!
Estamos precisando que, en Cristo, Dios y el hombre se han unido; sin embargo, en un Hombre totalmente diferente de nosotros mismos. Esta es la razón por la cual la unión con Dios –que es la revelación principal de la Biblia, consumada en el Nuevo Testamento– es siempre y solo en Cristo. Hasta que pasamos por la resurrección, la base de la vida será siempre una posición de fe en él; no una realidad en nuestra carne mortal. Solo en Cristo, Dios tiene su satisfacción perfecta, y por lo tanto se ha comprometido con él. La unión es perfecta.
La mentira, la enemistad y la muerte anuladas en Cristo
Esto implica que, el triple resultado y marca de esta unión quebrantada está eliminado absolutamente y no existe en Cristo. O, para decirlo de otra manera, Cristo es el opuesto y la negación de la mentira, de la enemistad, y de la muerte. Es así que la revelación más espiritual y más celestial de Cristo, tal como aparece en el evangelio de Juan, es en términos de vida, luz, y amor.
En este registro, Cristo hace estas cosas mucho más que abstracciones, él las hace personales, y dice: «Yo soy esto». No hay oscuridad, sombra, mentira, o falta de absoluta transparencia en él. No hay enemistad, disensión, cisma, o contienda en su naturaleza, ni en su actitud o relacionamiento hacia los hombres, como hombre (solo con la maldad en el mundo y en los hombres). En él no hay separación de la fuente de la vida. Él puede decir: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25).
No había ningún egoísmo en él, por tanto, no era posible hallar en su Persona los frutos nefastos de una unión quebrada. Puede verse fácilmente que todo el esfuerzo del diablo –en sus numerosas formas– era llevarlo a actuar en alguna forma de autosuficiencia. El interés propio, la autorrealización, la autodefensa, el instinto de conservación, la autocompasión, la auto-independencia, los recursos personales, etc.
Haber tenido éxito en esta materia, en cualquier momento, habría significado introducir una cuña entre Dios y el Hombre de nuevo, y haber arruinado todo el plan de la redención. Pero el terreno puro del completo desinterés por sí mismo fue mantenido al costo más grande y a través de la prueba más ardiente, y el príncipe de este mundo quedó impotente. La unión permaneció intacta. La vida, la luz y el amor son victoriosos porque Él se negó a sí mismo absolutamente. Pero todo esto es cuanto a sí mismo, y hasta hoy sigue siendo su singularidad. Él habita solo si aquello permanece allí.
La humanidad de Cristo – compartida por la Cruz
Vamos, en el evangelio de Juan, a aquel pasaje en que algunos vinieron al Señor diciendo: «Quisiéramos ver a Jesús» (Juan 12:21). A esta investigación o búsqueda Jesús da una respuesta que significa dos cosas. Una: «Verme a mí como los otros me están viendo aquí y ahora, no es verme en absoluto; eso es ver y no percibir». La otra: ‘Realmente verme y conocerme, unidos conmigo de una manera orgánica, es necesario; es decir, aquello que es verdadero acerca de mí en mi relación con mi Padre y su relación conmigo necesita hacerse realidad de una manera interna, en la cual ustedes estén involucrados».
Por lo tanto: «De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). «Yo no vine a habitar solo». Aquello que es verdad de mí en cuanto a la unión con el Padre, debe ser real para ustedes en mí». Pero, en este punto, nosotros somos conducidos por su Persona a la Cruz. «Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora» (Juan 12:27). «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir» (v. 32-33).
El apóstol Pablo ha cubierto todo este terreno en una exposición comprensiva, iluminada y explicativa. Indicamos los puntos de énfasis. «Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2ª Cor. 5:14-15).
Alguien ha traducido libremente lo anterior de esta forma: «Veo el amor de Cristo, y veo en su muerte singular la muerte de todo lo nuestro ya lograda a la manera de su muerte – la muerte de todo aquello que nos separa de Dios».
Todo esto está diciendo muy claramente que, para conocer realmente quién es Cristo como el único en quién Dios y el hombre se reúnen, debemos venir a la Cruz de una manera experimental. Debemos apropiarnos de su muerte como nuestra, y entonces, también en experiencia –por medio de la fe– conocer una vida de resurrección en Él, en quien la vieja vida del yo ha sido desechada.
La persona de Cristo iluminada por la Cruz
Retrocedamos por un momento. ¿Cuál fue el significado real de la Cruz y cuál fue su efecto? Todo lo que hemos dicho sobre la persona de Cristo es verdad de él en conjunto, aparte de la cruz. Para él, la Cruz no era ninguna necesidad. Sin embargo, vino un tiempo cuando él tuvo que ser hecho lo que él mismo no era. Para redimirnos, él, que no conoció pecado, tuvo que ser hecho pecado en nuestro lugar. En aquella hora, él fue puesto en la posición del hombre como la víctima de la mentira de Satanás, con su oscuridad.
Así también él fue hecho para tomar sobre sí mismo la enemistad de nuestro estado caído, y en esa profunda experiencia, en esa posición representativa, él perdió la conciencia del amor del Padre. Allí permaneció solo la tercera fase de esa responsabilidad – la muerte. Por una «hora» terrible, eterna, Cristo fue separado, perdió su unión, con su Dios. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). El misterio es demasiado profundo para nosotros, pero el hecho y la razón son claros e inequívocos.
Entonces, él murió, él «gustó la muerte», la tremenda muerte, que es la conciencia plena y desnuda, el conocimiento, la realidad, de la separación completa y el abandono de Dios.
Pero, en sí mismo, él era el inmaculado Hijo de Dios y, como tal, él no podía ser retenido por la muerte (Hech. 2:24). En virtud de su impecabilidad esencial, él sobrevivió a la ira que cayó sobre lo que él había sido hecho para esa hora oscura. Él venció y destruyó a las causas, al terreno, a la fuerza y al autor de la muerte.
Fue necesario más que un hombre para hacer esto. «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2ª Cor. 5:19). Así, en la Cruz, toda la causa y la naturaleza de la separación de Dios fueron destruidas y, en Cristo resucitado, esa unión es perfecta para nosotros. «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).
Esta comunión perfecta con Dios, libre de condenación, hecha real por la habitación del Espíritu Santo dentro de nosotros por medio de nuestra fe en Cristo, es la posesión, la primogenitura, de aquellos que han venido a la cruz en la realización de la separación de Dios, en el más profundo anhelo de la comunión restaurada con él, y en el reconocimiento que el pecado es la causa. Así, mirando a Cristo crucificado como el autor y el consumador de la salvación, descubren que él es más que un hombre, aun como hombre en su grandeza. Descubren que en él –y solo en él– Dios es hallado.
Entonces funciona la otra vía. ¿Podemos imaginarnos lo que Saulo de Tarso sintió –él, que había creído que Jesús de Nazaret había sido solo un hombre y un impostor entre los hombres, y había sido ejecutado como un fraude y un blasfemo– cuando vio en el camino de Damasco a éste, que era el Hijo eterno de Dios, glorificado y exaltado? Fue necesario un tiempo en Arabia para permitir que las implicaciones de aquello se ajustaran y revolucionaran toda su perspectiva.
Cuando consideramos a Aquel que fue crucificado, aquello pone a la Cruz muy distante de todas las ideas humanas de «morir por sus ideales», de una «muerte heroica por una gran causa», y todas aquellas interpretaciones totalmente inadecuadas de la muerte de Cristo.
«Y matasteis al Autor de la vida» (Hech. 3:15) fue la carga puesta en la puerta de los judíos por los apóstoles. Volvemos a nuestro punto de partida. Ver quién es realmente Jesús, requiere ver la Cruz; y en la visión real de él por la Cruz apreciamos cuán grande, maravillosa, santa y tremenda es esa Cruz.
No es de sorprenderse que Satanás haya intentado siempre tomar de Su persona esencial y minimizarla. No nos extrañe que él haya tratado de manera tan persistente despojar la Cruz de su significado más verdadero. Que todos aquellos que hacen alguna de estas cosas reconozcan de dónde viene su inspiración, o la ceguera, y con quién es que ellos –aunque sea sin intención– están aliados.
Que los cristianos también entiendan que toda enemistad, carencia de amor, las divisiones y disensiones; todo prejuicio, suspicacia y ceguera espiritual; con toda la muerte espiritual que implican, es a causa de que la Cruz no ha sido aprehendida. En alguna parte, la carne no crucificada está ganando terreno. Es imposible ser un hombre o una mujer en verdad crucificado y al mismo tiempo tener intereses personales o estar en desacuerdo con otros hijos de Dios, es decir, sin amor por ellos. La base esencial de la vida, de la luz, y del amor –que es Cristo en plena manifestación– es la Cruz como una realidad obrando en el reino de la vieja creación, y el poder de Cristo resucitado en la nueva creación.
Todo esto no es sino decir, en otras palabras, que la Cruz de Cristo nos introduce en una vida de unión y unidad con Dios, y si nosotros queremos vivir en el pleno sentido y valor de esa unión seremos epístolas vivas de Cristo en términos de vida, luz y amor. El fracaso en estos términos denota una falla en algún punto, y por alguna razón, en nuestra comunión con Dios en Cristo.
La medida de nuestro caminar con él será la medida de estos tres rasgos de Cristo.