Los propósitos de Dios para el creyente sólo se logran por la operación subjetiva de la cruz.
Para entender el lugar y la importancia que tiene la cruz en el caminar del creyente debemos remontarnos al huerto del Edén.
El problema del huerto
Como sabemos, Adán fue creado un “alma viviente”, con un espíritu dentro de sí para comunicarse con Dios, y con un cuerpo para comunicarse con el mundo material. Adán vino a ser así un ser consciente de Dios, consciente de sí mismo, y de lo que lo rodeaba en el universo visible.
Todo estaba perfecto allí en el Edén. Adán lo era, y la creación también. Sin embargo, Dios no sólo quería tener una raza de hombres procedentes de esta raíz, sino que tenía en mente impartir su vida divina en cada uno de ellos. Hombres así estarían en condiciones de hacer su obra, es decir, derrocar a Satanás, el usurpador, y llevar a cabo su plan eterno.
El árbol de vida en el huerto simbolizaba ese propósito de Dios: tener a los hombres en íntima comunión con Él, unidos por Su misma vida. Pero sabemos que el camino elegido por Adán –en complicidad con Satanás– fue muy distinto: eligió un camino que le inhabilitaría para cumplir el propósito de Dios.
Al tomar del fruto del árbol del conocimiento, Adán y Eva “conocieron …” (Gén.3:7). Pero ese conocimiento procedía del árbol incorrecto, por tanto, su origen era, de partida, defectuoso. En vez de alimentar su espíritu para una perfecta comunión con Dios y para cumplir con Su propósito, ellos alimentaron su alma, con lo cual ésta vino a desarrollarse excesivamente.
Quedaron afectadas las emociones, porque el fruto fue agradable a sus ojos; la mente con su facultad de razonamiento experimentó un desarrollo, porque se hizo sabio; y su voluntad se fortaleció igualmente para tomar de ahí en adelante decisiones por sí mismo. De ahí en más, el hombre no fue sólo un “alma viviente”, sino que viviría por su alma, la cual ocuparía el lugar del espíritu como impulsor de su vida.
El problema no es que el hombre tenga alma, o que haga uso de su alma –en verdad es imposible que pueda vivir sin ella, porque él es un alma viviente–, sino que el problema es el vivir del alma. Remediar esto no significa eliminar el alma para convertirnos en personas abúlicas e insensibles, sino que es mantenerla en sujeción al espíritu, dentro de los estrechos límites diseñados por Dios para ella. El problema del alma no es que ella exista y obre, sino que es su crecimiento desmesurado y su protagonismo ególatra.
La obra de Dios en el creyente consiste en dos cosas: él desea que vivamos por la vida de su Hijo –el Árbol de la vida desechado por nuestros primeros padres– y que la fuente de nuestra alma sea restringida.
El objetivo de Dios es que mengüemos, y que su Hijo crezca en nosotros.
La energía del alma
La energía del alma está presente en todos los hombres, y disponible para ser utilizada en cualquier momento. Sin embargo, sólo los que no han sido enseñados por Dios están dispuestos a usarla. La energía del alma es como un baúl lleno de cosas muy atractivas para el hombre. Allí están las habilidades, las fortalezas y los talentos en toda su rica variedad; allí están los recursos de la mente, las disposiciones de la voluntad, y toda la gama de sentimientos y emociones imaginables. Todo está a la mano; todo ello puede ser tomado; todo invita a la acción.
Sin embargo, en la obra de Dios ninguna de esas cosas sirven. (A menos que hayan pasado por la cruz).
No sólo lo malo nuestro no le sirve a Dios: tampoco le sirve lo bueno. ¿Cómo así? El problema está en la fuente, en el origen. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).
¿Cuál es el deseo de Dios respecto de nosotros y de nuestra energía natural? Es que no hagamos ninguna cosa sin depender de Él; que no tengamos ninguna suficiencia en nosotros. Que cuando nuestra alma nos invite a la acción sin una dependencia total de Cristo, le digamos que no, que de esa manera no queremos hacer nada. Que no podemos hacer nada de utilidad sin Él.
¡Oh, esto no es fácil aceptarlo! ¡Hay algunas cosas duras que usted debe saber!
Si usted es inteligente, y usa su inteligencia para diseñar la obra de Dios, usted está actuando desde su alma, así que no le aprovechará. Si usted es un orador nato, y cree que su oratoria podrá servirle para hacer la obra de Dios, está equivocado, y no le servirá de nada. Si usted es un líder destacado, y usted piensa que podrá usar sus habilidades para reunir a las personas en la obra de Dios, está equivocado.
Todo esto puede hacerlo incluso uno que no conoce a Dios, uno que nunca ha nacido de nuevo, lo cual delata su oscura procedencia. La energía natural tiene un origen terreno, por lo cual no puede servir en la obra de Dios, que es espiritual. Cuando funcionamos con la energía natural no hay fruto espiritual.
Si un orador nato es sometido al rigor de la obra de Dios no sentirá la necesidad de aferrarse a Dios, porque confiará en sus habilidades naturales. En tal caso, su obra será natural y no espiritual, y el origen de ella será su alma.
Todo lo que podemos hacer sin una absoluta dependencia de Dios no es de fiar. Todo lo que podemos hacer sin orar es un “fuego extraño” para Dios.
El toque de la Cruz
Pero ¿acaso no nos ha dado Dios ciertos talentos? ¿No nos ha dotado naturalmente de ciertas habilidades? ¿No son ellos acaso usados por Dios? Por supuesto, el poseer talentos naturales no son un obstáculo para servir a Dios; al contrario, ellos pueden servir, y de hecho sirven, pero no sin antes experimentar el toque de muerte de la Cruz, para experimentar también el poder de la vida de resurrección de Cristo.
Para quienes poseen muchos dones naturales es difícil aceptar que ellos no le sirven a Dios, a menos que pasen por la Cruz. Ellos han sido durante toda su vida elogiados, de modo que no es fácil reconocer que algo está mal allí. Ellos piensan que pueden hacer muchas cosas para Dios. Sin embargo, cuando los ojos son alumbrados por el Espíritu, se ve su verdadera naturaleza, y su inutilidad.
El Señor dijo: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5), pero nosotros estamos muy confiados en que podemos hacer más de alguna cosa sin Él. Nuestro problema es, entonces, cómo detenernos, para no seguir haciendo cosas inútiles para Dios. Estamos dispuestos a ir muy lejos en nuestro afán de hacer cosas para Dios, sin buscar su voluntad y sin renunciar a lo nuestro.
El Señor también dijo: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mateo 15:13), lo cual significa que lo que procede de carne y sangre será desarraigado. Todo lo que se origina en nosotros es carne y la carne jamás se convertirá en espíritu. El origen determina su destino.
La revelación
Cuando comenzamos a caminar más estrechamente con Cristo surgirán muchas dudas acerca de si lo que estamos haciendo procede de Dios o es meramente humano; si nuestro servicio se inició en Dios o en nosotros.
Para saber qué cosas proceden de la energía natural del hombre, y qué cosas proceden del Espíritu de Dios es necesaria la revelación. No sabremos diferenciar una cosa de otra por el ejercicio de nuestra mente o por nuestra introspección.
“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón” – decía el salmista (139:23). Esto es obra de Dios. Luego de examinarnos, Él nos permite arribar también a este conocimiento de nosotros mismos: “En tu luz veremos la luz” (Salmos 36:9).
Cuando tal cosa ocurre, nos sorprendemos mucho, porque vemos más allá de lo superficial que estábamos acostumbrados a ver. Nos damos cuenta que lo nuestro es oscuro, defectuoso y enteramente aborrecible. Probablemente nos sintamos muy abatidos, y no queramos continuar haciendo lo que hacíamos para Dios.
Es por la luz de Dios que alcanzamos este conocimiento, no por nosotros mismos. En la luz de Dios vemos lo que verdaderamente hay en nuestros corazones.
La Palabra
La Palabra de Dios cumple en todo esto un papel fundamental. “La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples” (Salmo 119:130). “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13).
Es la Palabra de Dios la que descubre nuestro corazón y deja al desnudo nuestras intenciones –no tan buenas como pensábamos–, aun en lo que respecta a la obra de Dios. Muchas de ellas son mezquinas, vanagloriosas y ególatras, y tal cosa no puede agradar a Dios.
Cuando oímos a Dios –sea por la Palabra sagrada, por un libro o por una exposición oral– somos aclarados en algún punto; la luz se hace, y podemos ver cuán impuros son nuestros móviles, y cuán mezclada es nuestra obra.
Por la luz de Dios somos llevados anticipadamente a ver cuál es la consistencia de lo que hacemos para Dios (¿Madera, heno, hojarasca? ¿Oro, plata, piedras preciosas?), y cuál sería su fin si tuviésemos que dar cuenta ahora de ello.
Cuando la Palabra es recibida con un corazón contrito y humillado, produce este efecto discriminador y purificador. Por un lado discierne lo que es de la carne y lo que es del espíritu; por otro, nos limpia de la mezcla que ella misma revela. En la medida que este proceso se repite una y otra vez, y en la medida que le abrimos paso a la luz de Dios, la luz aumentará, y seremos más y más purificados de lo nuestro.
Una sola condición
Para recibir la bendición de esta obra divina en nuestro corazón se requiere una sola condición: abrirnos a ella. Si tenemos algunas áreas clausuradas, restringidas sólo para nosotros, no podrá Dios alumbrarnos en ellas.
Hay quienes cierran su corazón cuando presienten que se acerca el día de una gran pérdida; o cuando presienten que algo de su corazón va a quedar en falta delante de Dios. Hay quienes se esconden de la luz divina cuando intuyen que tendrán que cambiar el rumbo de su obra. Hay quienes se niegan a la luz para no sentirse desnudos ante ella.
A los tales Dios no los alumbrará. Su pérdida no ocurrirá hoy, pero indefectiblemente ocurrirá mañana, en el tribunal de Cristo.
Hay mucha obra inútil realizándose hoy en el mundo cristiano. Hay mucho que procede de un origen carnal, y que no tiene ningún peso espiritual. El fiel de la balanza del santuario no se mueve siquiera cuando alguna de esas obras son puestas en ella.
Por eso nos conviene hoy acercarnos a Dios y decirle que queremos proceder con sabiduría, que queremos recibir su luz para conocer las cosas como Él las conoce, y discernir espiritualmente la obra que realizamos. Nos conviene acercarnos y decirle que preferimos llevarnos una mala sorpresa hoy –cuando hay tiempo para enmendar– en vez que una mala sorpresa mañana cuando ya no habrá oportunidad. Nos conviene venir y decirle a nuestro Dios que aunque nos duela, queremos dejar de servirle con nuestra energía natural y aprender a servirle en el Espíritu.
¡Oh, si procediésemos así, veríamos que algunas cosas comienzan a suceder! Algunas de ellas no nos serían gratas. Tal vez algunos terremotos comiencen a sentirse, y mucho de lo que hemos levantado con la fuerza de nuestro brazo caiga, pero la ganancia que habrá al final de este camino será muchísimo mayor que todo lo que habremos perdido.
¡Que el Señor nos ayude para aceptarlo y seguir este camino, el único de la fructificación espiritual!